Parte 1

732 8 3
                                    

Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia.

La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se

estremeció hasta los estribos con la primera embestida. Pero Eréndira y la

abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas

si notaron el calibre del viento en el baño adornado de pavorreales repetidos y

mosaicos pueriles de termas romanas.

La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la alberca

de mármol. La nieta había cumplido apenas los catorce años, y era lánguida y

de huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que

tenía algo de rigor sagrado le hacía abluciones a la abuela con un agua en la

que había hervido plantas depurativas y hojas de buen olor, y éstas se

quedaban pegadas en las espaldas suculentas, en los cabellos metálicos y

sueltos, en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de marineros.

- Anoche soñé que estaba esperando una carta -dijo la abuela.

Eréndira, que nunca hablaba si no era por motivos ineludibles, preguntó:

- ¿Qué día era en el sueño?

- Jueves.

- Entonces era una carta con malas noticias -dijo Eréndira- pero no llegará

nunca.

Cuando acabó de bañarla, llevó a la abuela a su dormitorio. Era tan gorda que

sólo podía caminar apoyada en el hombro de la nieta, o con un báculo que

parecía de obispo, pero aún en sus diligencias más difíciles se notaba el dominio

de una grandeza anticuada. En la alcoba compuesta con un criterio excesivo y

un poco demente, como toda la casa, Eréndira necesitó dos horas más para

arreglar a la abuela. Le desenredó el cabello hebra por hebra, se lo perfumó y se lo peinó, le puso un vestido de flores ecuatoriales, le empolvó la cara con harina

de talco, le pintó los labios con carmín, las mejillas con colorete, los párpados

con almizcle y las uñas con esmalte de nácar, y cuando la tuvo emperifollado

como una muñeca más grande que el tamaño humano la llevó a un jardín

artificial de flores sofocantes como las del vestido, la sentó en una poltrona que

tenía el fundamento y la alcurnia de un trono, y la dejó escuchando los discos

fugaces del gramófono de bocina.

Mientras la abuela navegaba por las ciénagas del pasado, Eréndira se ocupó de

barrer la casa, que era oscura y abigarrada, con muebles frenéticos y estatuas

de césares inventados, y arañas de lágrimas y ángeles de alabastro, y un piano

con barniz de oro, y numerosos relojes de formas y medidas imprevisibles. Tenía

en el patio una cisterna para almacenar durante muchos años el agua llevada a

lomo de indio desde manantiales remotos, y en una argolla de la cisterna había

La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora