Parte 2

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exactitud del dinero que pagaban por adelantado para entrar con Eréndira. Al

principio había sido tan severa que hasta llegó a rechazar un buen cliente

porque le hicieron falta cinco pesos. Pero con el paso de los meses fue

asimilando las lecciones de la realidad, y terminó por admitir que completaran el

pago con medallas de santos, reliquias de familia, anillos matrimoniales, y todo

cuanto fuera capaz de demostrar, mordiéndolo, que era oro de buena ley

aunque no brillara.

Al cabo de una larga estancia en aquel primer pueblo, la abuela tuvo suficiente

dinero para comprar un burro, y se internó en el desierto en busca de otros

lugares más propicios para cobrarse la deuda. Viajaba en unas angarillas que

habían improvisado sobre el burro, y se protegía del sol inmóvil con el paraguas

desvarillado que Eréndira sostenía sobre su cabeza. Detrás de ellas caminaban

cuatro indios de carga con los pedazos del campamento: los petates de dormir,

el trono restaurado, el ángel de alabastro y el baúl con los restos de los

Amadises. El fotógrafo perseguía la caravana en su bicicleta, pero sin darle

alcance, como si fuera para otra fiesta.

Habían transcurrido seis meses desde el incendio cuando la abuela pudo tener

una visión entera del negocio.

- Si las cosas siguen así -le dijo a Eréndira- me habrás pagado la deuda dentro

de ocho años, siete meses y once días.

Volvió a repasar sus cálculos con los ojos cerrados, rumiando los granos que

sacaba de una faltriquera de jareta donde tenía también el dinero, y precisó:

- Claro que todo eso es sin contar el sueldo y la comida de los indios, y otros

gastos menores.

Eréndira, que caminaba al paso del burro agobiada por el calor y el polvo, no

hizo ningún reproche a las cuentas de la abuela, pero tuvo que reprimirse para

no llorar.

- Tengo vidrio molido en los huesos -dijo. - Trata de dormir.

- Sí, abuela.

Cerró los Ojos, respiró a fondo una bocanada de aire abrasante, y siguió

caminando dormida.

Una camioneta cargada de jaulas apareció espantando chivos entre la polvareda

del horizonte, y el alboroto de los pájaros fue un chorro de agua fresca en el

sopor dominical de San Miguel del Desierto. Al volante iba un corpulento

granjero holandés con el pellejo astillado por la intemperie, y unos bigotes color

de ardilla que había heredado de algún bisabuelo. Su hijo Ulises, que viajaba en

el otro asiento, era un adolescente dorado, de ojos marítimos y solitarios, y con

la identidad de un ángel furtivo. Al holandés le llamó la atención una tienda de

campaña frente a la cual esperaban turno todos los soldados de la guarnición

La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora