Edgar Allan Poe
La carta robada
Al anochecer de una tarde oscura y
tormentosa en el otoño de 18..., me hallaba
en París, gozando de la doble voluptuosidad
de la meditación y de una pipa de espuma de
mar, en compañía de mi amigo C. Auguste
Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su
biblioteca, au troisième, No. 33, de la rue
Dunot, en el faubourg St. Germain. Durante
una hora por lo menos, habíamos guardado
un profundo silencio; a cualquier casual
observador le habríamos parecido intencional
y exclusivamente ocupados con las volutas de
humo que viciaban la atmósfera del cuarto.
Yo, sin embargo, estaba discutiendo
mentalmente ciertos tópicos que habían dado
tema de conversación entre nosotros, hacía
algunas horas solamente; me refiero al asunto
de la rue Morgue y el misterio del asesinato
de Marie Roget. Los consideraba de algún
modo coincidentes, cuando la puerta de
nuestra habitación se abrió para dar paso a
nuestro antiguo conocido, monsieur G***, el
prefecto de la policía parisina.
Le dimos una sincera bienvenida porque había
en aquel hombre casi tanto de divertido como
de despreciable, y hacía varios años que no le
veíamos. Estábamos a oscuras cuando llegó,
y Dupin se levantó con el propósito de
encender una lámpara; pero volvió a sentarse
sin haberlo hecho, porque G*** dijo que había
ido a consultarnos, o más bien a pedir el
parecer de un amigo, acerca de un asunto
oficial que había ocasionado una
extraordinaria agitación.
-Si se trata de algo que requiere mi reflexión
-observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a
la mecha-, lo examinaremos mejor en la
oscuridad.
-Esa es otra de sus singulares ideas -dijo el
prefecto, que tenía la costumbre de llamar
«singular» a todo lo que estaba fuera de su
comprensión, y vivía, por consiguiente,
rodeado de una absoluta legión de
«singularidades».
-Es muy cierto -respondió Dupin, alcanzando
a su visitante una pipa, y haciendo rodar
hacia él un confortable sillón.
-¿Y cuál es la dificultad ahora? -pregunté-
Espero que no sea otro asesinato.