Vaken despertó sin comprender qué pasaba, no encontró su colcha de piel de Biffer ni escuchó a las aves cantar. Se dio cuenta al mirar por la ventana de que seguía en el tren.
Llevaba tres días dentro y aún no se había acostumbrado. Escuchó ruidos fuera de su departamento, por un momento se acordó de su casa, percibió olores familiares. Olía a pan tostado, verdura y algo de panceta. Era como si aún siguiese en casa, y en cierto modo, aun no se había marchado.
En su cabeza seguía en esa casa, al lado del río, a apenas unos metros del centro de la aldea, donde había jugado tantos días al salir de la academia. Le entristecía marcharse, pero era algo que tenía que hacer, no se puede vivir en La Isla eternamente, la vida es demasiado cómoda, demasiado aburrida. Su cabeza se aletargaría al poco tiempo de terminar la academia, desempeñaría algún trabajo manual, con un pago fijo. Se enlazaría con una buena mujer, tendría hijos y dejaría de trabajar cuando estos pudieran sucederle, y pasaría sus últimos años sentado en la plaza viendo a los niños jugar al salir de clase, viendo cómo se formaba el círculo de nuevo, viendo como la historia volvía a empezar...
En más o menos tiempo, sus certeros ojos acabarían por empañarse y sus huesos, duros como la roca, no tardarían en volverse frágiles como cañas podridas, y entonces, dejaría el mundo con la misma invalidez con la que nace un niño.
-"Alguien tiene que romper el círculo de vez en cuando", pensó.
Se incorporó y se estiró frente a la ventana, veía las nubes que parecían echar carreras al tren, nubes por arriba, nubes por abajo, todo figuras de algodón que flotaban en un mar de azul celeste infinito. Un mar que tan solo surcaba el viejo tren, deslizándose sobre las interminables vías que se suspendían en el aire. Y así se encontraba él, suspendido en el aire, había dejado la tierra firme de la comodidad para lanzarse a un vacío de incertidumbre, y flotaba en él viendo las nubes pasar sin poder asimilar nada, como si no dependiese de él el rumbo que tomase en su caída.