Había sido una tarde calurosa.Esperábamos una tormenta para esa noche, aunque hacia el norte se veían ya los oscuros cúmulos de la tempestad en movimiento. Destellos lejanos y un rumor suave y profundo después.Casi terminaba mi primer día en el cementerio. Había sido contratado para trabajar en el sector de las tumbas, abriendo nuevos fosos; cumplía el último turno, encargado de preparar el terreno para los entierros de cada mañana. Me dispuse a recoger las herramientas y llevarlas al depósito, donde esperaba el resto de mis cosas. Tomé el camino principal, una calle ancha y empedrada que recorría el lugar de norte a sur, custodiada por altos y robustos pinos.El aire comenzaba a enrarecerse por la cercanía de la tormenta; los pájaros, guarecidos en sus nidos, habían dejado de gritar y sólo escuchaba el ruido de mis pisadas sobre el empedrado y el murmullo constante de los lejanos truenos.Hacia los costados no había más que tumbas, lápidas marmóreas, cubiertas de musgo, extrañas y terribles figuras quietas que asomaban del triste suelo, ya sumido en sombras. Era esa hora mágica del atardecer en que el cielo permanece claro pero la tierra ya está en penumbras.
Las negras siluetas de los pinos flanqueaban el camino y se mecían suavemente, en una danza lenta y espectral. Pero había algo más en ellos que me inquietaba. Un rumor, casi un estremecimiento. En el interior de sus copas se producían movimientos siniestros e imposibles.
Y los vi.
Primero uno, solitario. Luego miles. Cubrieron el firmamento con aleteos lúgubres y desprolijos pero silenciosos. Habían permanecido durante las horas de luz inmóviles, durmiendo un sueño de muerte y al caer el sol despertaron y surgieron para nacer con la noche. Incontables.
Los murciélagos.Ellos trajeron la noche. Y la tormenta. Porque el viento que traía consigo el olor de la lluvia comenzó a soplar. Y yo, parado en aquel empedrado, bajo un cielo poblado de figuras y con miles de lápidas que me observaban desde la oscuridad, sentí miedo.
Me eché las palas al hombro y apuré mis pasos.
***
Treinta eran las fosas que debíamos cavar, lo que significaba una jornada pesada, un trabajo que nos llevaría toda la tarde y parte de la noche...pero no contábamos con la tormenta.
La tormenta.
En un par de horas el día se hizo noche y sopló un fuerte viento frío que apagaba las lámparas y nos batía las capas haciendo que pareciésemos grandes y torpes murciélagos.Y luego cayó la lluvia. Llovió tan violentamente que en poco tiempo el cementerio se volvió un pantano, un pulcro y oscuro pantano. Y nosotros cavando en las penumbras, con nuestras largas capas de murciélagos.
La tormenta no disminuyó, sino por el contrario, por momentos parecía enfurecer, volviendo nuestra tarea una pesadilla y probablemente estaba amaneciendo cuando por fin cesó la lluvia.
Nos tiramos por ahí a dormitar hasta que llegó el momento de comenzar un nuevo día de trabajo. Nos dirigimos al depósito y organizamos los treinta entierros. Pero no habíamos tenido en cuenta las partes bajas del terreno, donde la tarde anterior habíamos iniciado los trabajos. Allí, los desniveles naturales ayudaron a que se formaran grandes lagunas que cubrían las fosas nuevas, haciéndolas invisibles.
Los familiares se mostraban reacios de efectuar el entierro en aquellas condiciones: los ataúdes flotaban en las aguas heladas, como negros y funestos botes. Se nos ocurrió cubrirlos de piedras y escombros hasta que el mismo peso los llevara al fondo, dos metros más abajo, lo cual resultó. Después quedaba el sucio trabajo de rellenar las fosas.
***
(...) Había llovido demasiado esa semana, pero el cielo no parecía pensar lo mismo. Las nubes más oscuras se desplazaban con una velocidad que asustaba, mientras que las más lejanas, de un gris ceniza, se iban descorriendo y desdibujando como un inmenso telón vaporoso. En ese escenario, como fantasmas sombríos envueltos en ropas incómodas y siempre húmedas, nos movíamos nosotros, los hombres del cementerio. La rutina era nuestra salvación, la repetición de labores tan tremebundas evitaban que perdiésemos la razón. Pero ahora, en la distancia que nos sugiere el paso del tiempo, creo entender que no había nadie cuerdo entre nosotros.
Por esos días llegó el novato. Un muchacho con más fuerza que cerebro, de ojitos hundidos y facciones rústicas, que creo se llamaba Cesáreo. De edad indefinida, pero más joven que el resto, no hizo amistad con nadie. No le dimos tiempo.Lo que todos deseaban, pero sólo el más malvado mencionó, fue planear una broma y para ello la noche de guardia era ideal. El novato, junto con tres más, haría guardia nocturna en la víspera de Todos los Santos Difuntos, jornada de inusual actividad.
La broma, lo sabíamos, era algo excedida. Esa noche llevaron al muchacho hasta el depósito abandonado bajo el mausoleo y sin que lo notase, trabaron las puertas por fuera dejándolo solo y atrapado. Y allí quedaría toda la noche, entre cajones podridos y mudas lápidas de mármol, envuelto de silencio y negrura y un embriagante olor a humedad y muerte.
A la mañana fuimos todos, entre preocupación fingida y risas nerviosas, a liberar al novato. Las puertas se abrieron y el novato cayó a nuestros pies, con desprolijidad. Estaba muerto.Los ojitos hundidos, muy abiertos y la piel blanca y helada. "Un paro", dijo alguien. Algunos, instintivamente, miramos más allá, detrás del cuerpo, a las penumbras del depósito. Pero no vimos nada. Tan solo la oscuridad.
El novato había muerto, tal vez gritando, tal vez no, aferrado a las puertas trabadas.
***
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De los sepultureros
Mystère / ThrillerHabía un cielo negro sobre aquellas calles muertas, como si se desplegase una inmensa mortaja sobre aquella inmensa tumba. ...