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Las calles empedradas recibían con los brazos abiertos los pasos de los cientos de muchachos recién llegados. Se trataba de un viaje de estudios, algo no muy extraño en esa ciudad llena de leyendas que cada dos por tres se llenaba de turistas y curiosos.

—Ahora, si seguimos por aquí llegaremos a la plaza de la ciudad, desde donde podremos escuchar los campanarios de la catedral.

»De hecho, vamos justo a tiempo —anunció el señor larguirucho que se encargaba de guiar, como podía, la molesta excursión.

Siempre le resultaba un desastre tratar de arrear cual ovejas a los estudiantes, sin embargo con este viaje había un grupito en específico, justo en medio de todos, que empezaba a sacar de sus casillas al hombre.

Camila, Chino, Daniel y Sergio eran ese grupito. Tan distintos, mas tan acordes, se las ingeniaban para librarse de regaños y para descubrir nuevas formas de meterse en líos.

Esta vez, luego de otras cinco ocasiones, se detuvieron para tomarse fotos con una insulsa estatua que les ofrecía una sonrisa de bienvenida. No hubiese sido un inconveniente de no ser porque sus voces eran tan estruendosas que opacaban el megáfono que el guía se esforzaba en utilizar. Gritaban, reían, se empujaban, molestándose entre ellos, fastidiando a los demás.

El flash los cegó, haciendo que soltaran varias carcajadas.

Al reanudarse la marcha, apresuraron el paso para no quedarse atrás. Puede que fueran los más problemáticos, no obstante no eran tan tontos como para perderse en un sitio lleno de pasadizos y sorpresas por las esquinas.

— ¡Hey, señor! ¡Señor! ¿Por qué esta casa está así de fea?­ —preguntó Chino, alzando la voz para hacerse oír sobre las risas de sus amigos.

Un enorme inmueble, antes dueño de la mitad de la cuadra, fue el blanco de miradas ante la interrogativa. Daba la impresión de que caería en cualquier momento, producto de las resquebrajaduras en sus paredes.

El guía le dirigió una mirada de fastidio que no se molestó en ocultar, luego contestó: —Esta era la casona de Don Emilio Salvador Villa Vicencio de Urrutia...

—¿Y ese quién era?

Unas cuantas risas se hicieron presentes. No era un comentario gracioso o creativo en realidad, pero eran adolescentes: ¿Qué más se podía esperar?

—¡Fernando, guarde silencio! —ordenó el director, encargado de la excursión.

El joven no pudo más que sonrojarse, y lo que los otros alumnos hicieron no viene a cuento.

—Don Emilio era un artista extranjero, peninsular, que llegó a esta ciudad por azares del destino. Se cuenta que era heredero de una cuantiosa herencia y, con ansías de aventura, se embarcó al nuevo mundo en plena víspera de la Independencia, cuando la sopa ya empezaba a cocinarse —comenzó a relatar el guía. Al darse cuenta de la atención obtenida, continuó—. Don Emilio, quien se dice conoció hasta al cura Hidalgo, disfrutaba de las lecturas prohibidas, de asistir a los castigos que la Inquisición aplicaba, además de realizar misas negras... pero, su actividad predilecta era fabricar marionetas.

—Eso no explica por qué la casona esta tan descuidada—interrumpió Camila.

—A eso va—riñó uno de los profesores.

—El problema era que sus marionetas no eran de madera, sino que las realizaba con cuerpos humanos.

»Nadie sabía ni sospechaba lo que Don Emilio llevaba a cabo, hasta que se empezaron a presentar denuncias sobre desapariciones. Muchachas, ancianos, indios... Las cosas empezaron a turbarse.

El grito de las marionetasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora