CAPITULO PRIMERO

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Viajando hasta la punta sudoeste de América podemos hallar la isla de los Estados, situada precisamente en la confluencia de dos inmensos océanos: el Atlántico y el Pacífico.

En el año 1859, en la bahía de Elgor, enorme caleta salpicada de rompientes y escollos, Argentina finalizaba los trabajos de construcción de un faro. Y el «Santa Fe», navío de su Marina de guerra, se encontraba fondeado allí.

El majestuoso faro en ciernes, enhiesto sobre los grandes acantilados costeros, distaba poco más de un tiro de fusil de la citada bahía.

Aquel lugar tenía justa fama de peligroso. Su erizado litoral, sus gigantescos acantilados y sus imponentes arrecifes habían presenciado trágicos naufragios, en innumerables ocasiones, bajo los violentos temporales del Cabo de Hornos. Pero el naciente faro, admirable obra en piedra, ofrecía ahora a todos los navegantes la luz de la esperanza y sólidas garantías de protección y seguridad.

El capitán del «Santa Fe», su segundo y los tres torreros que deberían prestar servicio en el faro a lo largo de tres meses, Vázquez -el jefe-, Felipe y Moriz, charlaban animadamente.

No tardaron en separarse el capitán Lafayate y el oficial Riegal de los tres torreros y, subiendo a una barca, se dirigieron a su barco, anclado en el centro de la bahía.

Uno de los torreros penetró entonces en el faro. Minutos después, brotó una vivísima luz del extremo superior de aquél. Tan sombríos y remotos parajes conocieron por vez primera sus potentes ráfagas luminosas, y el «Santa Fe» disparó al aire varios cañonazos, celebrando el singular acontecimiento.

Los cincuenta tripulantes del buque, así como los obreros que habían construido el faro, secundaron las fuertes detonaciones con vibrantes hurras y vivas, mostrando de ese modo su júbilo y su entusiasmo. El eco de sus aclamaciones se extendió por todos los rincones de la isla.

El capitán Lafayate, profundamente conmovido, dijo a su segundo:

-Espero que este faro sea buen guía y protector de los barcos que, en el futuro, tengan que frecuentar estas tristes soledades marineras.

-Sin duda -añadió el oficial Riegal-, esta espléndida construcción será conocida pronto por todos los navegantes del orbe.

La bandera de a bordo fue arriada y cayó un pesado silencio sobre la Isla de los Estados. En tierra sólo quedaron los tres torreros. Uno de ellos realizaba su turno de trabajo en la cámara del cuarto del faro, mientras sus compañeros paseaban y conversaban junto a la orilla del mar.

- Tengo entendido que el «Santa Fe» zarpa mañana - habló Felipe, el torrero más joven.

- Así es - confirmó Vázquez-, y estaremos solos tres inacabables meses. Les deseo una buena travesía.

- Pero el viento puede cambiar, y entonces...

-¡Vamos, Felipe! No debes ser pesimista. Nuestro barco tendría muy mala suerte si ello sucediese.

-Nosotros sí que hemos sido afortunados al ver terminarse las obras en tan buena época.

-Ya lo creo, y no podemos temer que la isla zozobre con su faro, porque no es un buque al que la tempestad zarandea cuando quiere.

-Sin embargo, estos parajes no son precisamente benignos -recordó Felipe a su jefe-, y quizá lo pasemos mal durante los próximos tres meses. ¿No opinas tú lo mismo?

-Sí, muchacho -admitió Vázquez, asintiendo entre suspiros-. Es evidente que la triste fama del Cabo de Hornos está más que justificada.

-Me horroriza pensar en los numerosos naufragios que van a producirse por aquí.

El Faro del Fin del MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora