CAPITULO II

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Ya hemos dicho que el extremo occidental de la isla era muy distinto. Grandes rocas cortadas a pico descollaban por toda la línea costera. Sin duda, sus abruptos farallones e intrincados recovecos reunían las mejores condiciones para ocultar a una banda de facinerosos. Y si los tres torreros se hubiesen trasladado a aquellos lugares, habrían comprobado que ellos, a despecho de los documentos oficiales y las cartas marinas, no eran los únicos habitantes de la isla.

Allí se refugiaba un grupo de doce bandidos, capitaneados por un tal Kongre, y su segundo, Carcante. Formaban una peligrosa banda, pues se dedicaban a la piratería, y vivían al amparo de aquel tortuoso litoral.

Kongre era un antiguo y rudo marino, corpulento en verdad, que ejercía la piratería con gran devoción y apasionamiento. Viajaba constantemente de un lado a otro con el propósito de enriquecerse, pero sólo sus audaces golpes de mano le reportaban sustanciosas ganancias.

Carcante, su lugarteniente, era el reverso de la medalla en cuanto a aspecto físico. Alcanzaba a duras penas el metro sesenta y su endeble figura contrastaba violentamente con la de Kongre. Pero siempre había ideas aprovechables en su mente.

Los forajidos escondían sus botines en el fondo de grandes cavernas. Los obtenían casi siempre gracias a los frecuentes naufragios habidos en aquellas costas..., provocados a veces por ellos mismos. Rápidamente, las cuevas se iban llenando de tesoros.

Ahora, Kongre acariciaba la idea de apoderarse de algún barco que le permitiese trasladar dichos tesoros a otros lugares más idóneos.

Cierto día, un buque de guerra apareció en el horizonte. Se trataba del «Santa Fe».

Los bandidos se preguntaron qué podía estar buscando un navío como aquél en la isla de los Estados, y una sorda inquietud empezó a corroerles por dentro.

El «Santa Fe» ancló en la bahía de Elgor y varios hombres bajaron a tierra. Durante unos tres días fueron de acá para allá supervisando la zona, tomando medidas y haciendo otras cosas similares. Kongre averiguó, tiempo después, que las autoridades se proponían alzar un faro en aquellas inhóspitas regiones.

Los siete argentinos y cinco chilenos que componían la banda de Kongre mostraron su desazón de diversas maneras.

—¿Qué va a ser ahora de nosotros?

—Nunca nos han faltado barcos que saquear y patanes que liquidar, pero si ponen ese faro aquí...

Era cierto. Hasta el momento habían sido pocos los buques capaces de arriesgarse a cruzar aquellas latitudes, pero resultaban suficientes para que las terribles borrascas se cobrasen su tributo de sangre y naufragios... y para que ellos, feroces piratas, pudiesen continuar prosperando. No obstante, la situación amenazaba con cambiar levemente.

—¿Por qué se les habrá ocurrido poner aquí, precisamente aquí, un faro?

—¡Un faro! —repitió Kongre, pensativo.

—Se acabaron los buenos tiempos para nosotros —murmuró un derrotista.

Kongre reflexionó largamente sobre el problema y, al fin, concibió un plan. Pero antes de ponerlo en práctica, lo expuso a Carcante.

—Tenemos que abandonar forzosamente estos lugares —concluyó el jefe de los bandidos—. Ese barco no tardará en volver y nos conviene estar lejos para entonces.

—Pero, obrando como dices, no podremos salvar nuestros tesoros. Nos faltará tiempo. —objetó Carcante.

—Nos llevaremos lo que podamos, sobre todo víveres. El día que decidamos abandonar la isla, regresaremos a por el resto.

El Faro del Fin del MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora