La dama de cenizas

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Hace mucho tiempo, en las afueras de un pequeño pueblo de Francia, habitaba una curandera de pelo rojizo, que a pesar de tener ya cincuenta años, superaba fácilmente en belleza a mujeres de treinta.

Era sabia, buena, dispuesta a ayudar a cualquiera que llegara a su cabaña en busca de refugio o sanación. Conocía muchos ungüentos y hiervas medicinales, era excepcionalmente buena curando enfermedades, pues no escatimaba en recursos para sanar a sus pacientes, además de rezar numerosas oraciones para que Dios ayudase a los enfermos a mejorar.

Tal era su fama que el mismísimo conde de esas tierras escuchó hablar de sus casi milagrosas curaciones.

Un día, la madre del joven aristócrata enfermó gravemente, así que decidió llevarla ante la curandera. El camino fue largo y su madre empeoró considerablemente, pero llegaron a tiempo, pues aunque igual de largo fue el proceso de sanación, la madre del conde pudo mejorar. 

Sin embargo, la curandera le advirtió que su madre podría recaer y no convenía que se alejasen mucho, por lo que el conde y su madre se quedaron a vivir en aquel pueblo.

De vez en cuando la condesa decaía y la curandera la trataba de nuevo. Y así pasaron los años, de modo apacible y tranquilo.

Pero un día, la desgracia se cernió sobre el pueblo en forma de peste negra. La gran mayoría del pueblo enfermó, incluida la madre del noble, que sin dudarlo la llevó ante la curandera, la cual no había enfermado, pero esta le dijo que no conocía remedio alguno para la enfermedad que azotaba el pueblo. Lo único que podría hacer es darle de comer una planta venenosa de efecto rápido, con la que moriría en menos de un minuto, para no alargar su sufrimiento.

Ardiente de ira ante tal blasfemia, el conde fue al pueblo y allí acusó a la pelirroja curandera de ser una bruja, por ello se podía mantener tan joven, y que tanto tiempo haciendo de curandera no era más que una tapadera, solo estaba esperando el momento para exterminar el pueblo, ya que también la acusó de extender la enfermedad.

Días después, los habitantes del pueblo fueron por la curandera con horcas y antorchas. Esta juró por Dios que era inocente, pero la injusta ira de aquellos pueblerinos no atendía a razones.

Llevaron a la curandera hasta la plaza del pueblo, donde había una gran biga rodeada de mucha madera seca. Hiban a quemarla en la hoguera.

Ataron a la mujer a la viga y se le concedió al conde el dudoso honor de prender la llama que acabaría con su vida.

Viendo su final cerca, la curandera le pidió a Dios que se apiadase de su alma, pero cuando el fuego empezó a quemarla en vida, su oración se convirtió en un horroroso grito más propio de un demonio que de una humana. La hoguera ardió con tal intensidad que ni siquiera quedaron restos, solo una negra marca en el suelo.

Años mas tarde, el conde vivía alejado de aquel pueblo, sin recuerdo alguno de la atrocidad que cometió.

Un día, decidió organizar una fiesta para la nobleza francesa en su lujoso castillo, ya que a pesar de tener cincuenta años este aún no tenia esposa, y decidió que en aquella fiesta la encontraría.
Semanas más tarde, a su castillo acudieron gran parte de los invitados. El conde observaba a las mujeres para elegir, hasta que vió a la baronesa Ginette, que había venido expresamente desde la otra punta del reino para conocer al conde. El pelo de aquella mujer era naranja cubierto por algunas canas, como una breve llama a punto de apagarse, y su belleza no era nada del otro mundo, pero era lo mejor que podía ofrecer la decrépita nobleza allí reunida.

Conversaron largo y tendido durante la fiesta, ella torpemente coqueta y él falsamente caballeroso. Durante la conversación saltó un tema un tanto espinoso, ya que para asistir al festejo tuvo que pasar por un pueblo que había sido calcinado, de echo, desde el carro donde viajaba, Ginette pudo ver uno o dos cuerpos calcinados. Lo peor de todo es que era el pueblo donde el conde y su madre pasaron los últimos años de vida de esta.

Una vez se marcharon los invitados, Ginette acompañó al conde a sus aposentos. Allí, la baronesa y el se pusieron "pasionales" y al consumar el acto, Ginette quedó abrazada al conde. De repente, el noble sintió una horrible sensación, como si se estuviera quemando, y vió su pecho envuelto en llamas. Rápidamente, apartó de un manotazo a la dama y saltó de la cama horrorizado, pero una vez estuvo de pié se dio cuenta de que no le pasaba nada. Se preguntaba si había sido una alucinación, cuando de repente sintió como la temperatura de la estancia aumentaba considerablemente, y al girarse para ver a Ginette, no pudo creer lo que vió. La baronesa no estaba, y en su lugar se encontraba una silueta femenina hecha completamente por negra ceniza. Sus manos eran candentes, su pelo era de fuego verdadero y sus ojos ardían con rabia.
Antes de que pudiera decir nada, aquel ser generó en su mano derecha una flecha de fuego que lanzó contra el brazo del conde y este ardió con fuerza. Con un simple movimiento de mano de aquella criatura, el fuego cobró fuerza y le arrancó el brazo. Repitió el proceso con el otro brazo y con sus piernas, quemando las puntas de las zonas amputadas, creando así una negra costra que evitaba que la víctima se desangrara.

La mujer ignea avanzó hasta que quedó cerca de aquel hombre que gritaba de dolor y de miedo. Sus ojos estaban llorosos, y el patético hombre le preguntó que porque le estaba haciendo esto. Ella le contestó:

- ¿Te acuerdas de cuando quemaste a aquella mujer inocente en la hogera? Bueno, nunca tendrías que haberlo echo.

Tan pronto como acabó la frase, generó una gran bola de fuego que dejó caer sobre el conde, el cual gritó agónico unos segundos antes de quedar reducido a cenizas.
Aquella noche, el castillo ardió hasta los cimientos.

Maldito el día en que quemaron a la curandera, pues dejaron libre por el mundo un monstruo que lo hará arder todo, La Dama de Cenizas.

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