Quedan veinticinco días
Cuando llego a casa después de clase, veo a mi madre sentada a la mesa de la cocina. Nuestra cocina es angosta y diminuta, si extendiera los brazos estando dentro de ella, podría tocar sus paredes de color verde menta con las palmas de las manos. Mi madre está revisando las facturas, con el cuello estirado y tenso por la concentración, pero, cuando oye la puerta, se vuelve para mirar. Entonces la veo. La misma expresión facial con la que me ha saludado durante los últimos tres años. Es una combinación entre mueca de dolor y ceño fruncido.
Hasta hace tres años, yo pasaba la semana con mi padre y los fines de semana con mi madre. Pero entonces, cuando encerraron a mi padre, mi madre no tuvo más opción que llevarme a vivir con Steve y con ella.
Antes del crimen de mi padre, mi madre me miraba con una mezcla de amor y nostalgia, como si fuera un espejo de su vida pasada, un recuerdo agridulce. Dirigía sus ojos marrón oscuro hacía mí, inclinaba la cabeza y su pelo liso y castaño caía sobre sus delgados hombros, y me apretaba las manos con fuerza, como si al apretarme con la intensidad suficiente lograra retroceder en el tiempo.
Me sentía como un moretón permanente. No un moretón doloroso, sino un desvaído cardenal infligido por recuerdos melancólicos.
Eso no me importaba. En el fondo me encantaba ser el vehículo que la transportaba a su vida pasada, su conexión con Turquía, con mi padre y con su juventud.
Todo eso cambió hace tres años. Todo cambió. Ahora vivo con ella, Steve, Georgia y Mike. Ella nunca lo dice, pero yo soy la intrusa en su hogar feliz. Una infección. He pasado de ser un moretón a una herida abierta y purulenta. La evolución no siempre es algo positivo.
—Llegas pronto a casa —me dice por fin.
Cada día tiene menos acento turco, y más acento sureño estadounidense. En realidad sureño no es el adjetivo más apropiado.
La gente de Kentucky no tiene acento sureño. Tiene acento paleto. Su acento es mucho menos encantador que el del resto de los lugares del sur de Estados Unidos. Recuerda menos a Lo que el viento se llevó y más al coronel Sanders, el del pollo frito. Me he esforzado mucho para no tener ese acento. Aunque ahora me pregunto —ya que no voy a cumplir los diecisiete—, qué sentido tiene haber conseguido hablar con normalidad.
—Hoy no tengo que ir a trabajar. —No comento que me han pedido que no vaya porque haría sentir incómodos a los clientes.
El señor Palmer no es el rey del eufemismo, precisamente. Seguro que mi madre y él se llevarían de maravilla, teniendo en cuenta que ella se refiere a lo que ocurrió con mi padre usando la expresión «desgraciado incidente». O, por lo menos, antes lo hacía. Últimamente hace como si nunca hubiera ocurrido. Como si el simple hecho de no hablar de algo lo hiciera desaparecer. Últimas noticias: no desaparece.
Georgia entra con paso decidido en la cocina. Deja los pompones sobre la destartalada mesa de madera de la cocina. Lleva la melena, color miel, recogida en una tensa cola de caballo.
—Irás al partido esta noche, no?
Se lo pregunta a mi madre, no a mí. Yo soy invisible.
Georgia es mi hermanastra. Tenemos la misma madre, pero nadie lo diría a juzgar por nuestro aspecto.
—Haré todo lo posible por ir —dice mi madre. Traducción: se congelará el infierno antes de que mi madre no vaya a un partido para ver a Georgia animando al equipo de baloncesto del instituto de Lagston. Georgia acaba de empezar el instituto, pero está en el equipo universitario de animadoras. Al parecer, eso es algo muy importante. Aunque a mí me parece que, a diferencia de lo que ocurre en el deporte, donde el pertenecer a la categoría juvenil o semi-profesional depende de la talla del deportista, en lo relativo a las animadoras, depende de la talla del sujetador.
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Mi Corazón En Los Días Grises
Teen FictionAysel tiene dieciséis años y le faltan motivos para seguir adelante. En un pequeño pueblo donde ser diferente está mal visto, ella carga con el peso de tener un nombre y un aspecto extranjero, y con el estigma del terrible crimen que su padre cometi...