Miércoles, 13 de marzo

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Quedan veinticinco días

La única asignatura que de verdad me gusta es física. No soy un genio de la ciencia, pero me parece que es la única asignatura que da algunas respuestas a mis preguntas. Desde que era pequeña me ha fascinado el funcionamiento de las cosas. Tenía la costumbre de desmontar los juguetes, de observar cómo encajaban todas las piececitas. Me quedaba mirando cada una de las partes por separado, y podía escoger el brazo de una muñeca (mi media hermana, Georgia, jamás me ha perdonado por la autopsia que le practiqué a su Barbie de fiesta de graduación) o las ruedas de un coche. Una vez desmonté el despertador de mi padre. Él llegó y me descubrió sentada sobre la alfombra color beis desvaído, con las pilas desparramadas alrededor de mis zapatillas de deporte.

-¿Qué estás haciendo?. -me preguntó.

-Rompiéndolo para ver si puedo aprender a arreglarlo.

Me puso una mano en el hombro -recuerdo sus manos, grandes, con los dedos muy gruesos, de esas manos que dan miedo y seguridad al mismo tiempo- y me dijo:

-¿Sabes, Zellie?, ya hay bastantes cosas rotas en este mundo.

No deberías ir por ahí rompiendo objetos por pura diversión. -El despertador permaneció años desmontado, hasta que acabé tirándolo.

A lo que iba, la física, al menos, me parece útil. A diferencia de las clases de lengua, en las que leemos poemas de poetas deprimidos. Eso no sirve de nada. Mi profesora, la señora Marks, se toma muy a pecho lo de descifrar lo que los poetas intentaban decir. En mi opinión, lo que intentaban decir está bastante claro: estoy deprimido y quiero morir. Resulta doloroso ver a mis compañeros de clase destripar cada verso en busca de su significado. No hay significado. Cualquiera que se halla sentido así de triste te dirá que la depresión no tiene nada de bello, ni de literario ni de misterioso.

La depresión es un peso del que no puedes librarte. Te aplasta, hace que incluso las acciones más insignificantes como atarte los cordones o masticar una tostada sean como el arduo ascenso a una alta cumbre. La depresión forma parte de ti: la llevas en los huesos y en la sangre. Si hay algo que tengo claro sobre la depresión es que no se puede escapar de ella.

Y estoy bastante segura de que sé mucho más sobre ella que cualquiera de mis compañeros. Escuchar cómo hablan de la depresión me pone los pelos de punta. Para mí, la clase de lengua es como estar observando un grupo de ardillas ciegas mientras intentan localizar unos frutos secos. La señora Marks dice: «Vamos a echar un vistazo a este verso. Aquí, el poeta Jhon Berryman dice: "La vida, amigos, es aburrida" ¿Qué creéis que ha querido expresar?». Mis compañeros de clase, todos a la vez, empiezan a gritar ridiculeces del estilo: «Que no tenía a nadie con quien salir el sábado por la noche» o «Que la temporada de fútbol ha terminado y que ya no hay nada que ver en la tele».

Me hace falta toda la voluntad del mundo para contenerme, no levantarme y chillar: «¡Estaba triste, joder! Y punto. De eso trata el poema. Sabe que su vida jamás va a cambiar. Que no tiene forma de arreglarla. Que siempre va a ser la misma mierda depresiva y monótona. Aburrida, triste, aburrida, triste. Lo único que quiere es acabar con todo». Pero eso me obligaria a hablar en clase, lo que violaría una de mis normas personales: no participar. ¿Por qué? Porque estoy triste, ¡joder! A veces, la señora Marks me mira de una forma extraña, como si supiera que yo sé lo que quería decir Jhon Berryman, pero me obliga a hablar.

Al menos en clase de física, mis compañeros no intentan a toda costa que lo fácil se vuelva difícil. No señor, en física todos intentamos que las cosas difíciles sean fáciles.

El señor Scott escribe una ecuación en la pizarra. Estamos aprendiendo cómo se mueve un proyectil. Estudiamos las propiedades de objeto en movimiento bajo la única influencia de la fuerza de gravedad. Existen muchas variables, como el ángulo desde el que se lanza el objeto y si velocidad inicial.

Se me nubla la vista. Demasiadas cifras. Empiezo a fantasear con la gravedad. Algunas veces me pregunto si la gravedad es el problema. Nos mantiene a todos con los pies en la tierra, nos da una falsa sensación de estabilidad aunque, en realidad, somos cuerpos en movimiento. La gravedad evita que salgamos flotando hacia el espacio, evita que impactemos los unos contra los ros. Libra a la especie humana de convertirse en un gigantesco amasijo incandecente.

Ojalá la gravedad desapareciera y pudiéramos convertirnos en un gran amasijo.

Por desgracia esa no es la respuesta correcta a la pregunta que está haciendo el señor Scott.

-Aysel, ¿puedes decirme cuál es la altura máxima que alcanza el balón de fútbol?

Nisiquiera sabía que el objeto del problema fuera un balón de fútbol. Lo miro con expresión desconcertada.

-Aysel -insiste el señor Scott.

Pronuncia mi nombre con un acento que seguramente cultivó hace miles de millones de años cuando daba clases de español en el instituto. El problema es que mi nombre no es sudamericano. Es turco. Sería de esperar que, a estas alturas, el señor Scott ya hubíera caído en la cuenta.

-Hummmm... -mascullo.

-¿Hummmm? Señorita Seran, «Hummm» no es una respuesta númerica. -El señor Scott se apoya contra la pizarra blanca.

Eso hace reír ala clase. El señor Scott carraspea, pero no sirve de nada. Ya ha perdido el control de sus alumnos. Ya oigo como empiezan a insultarme entre susurros, aunque me suena más bien a un enjambre de siséos. Además, da igual lo que digan, no puede ser peor de lo que yo imagino por la noche cuando estoy tumbada en la cama pensando en si es posible, desde un punto de vista físico, arrancarse la propio herencia genética.

Suena el timbre. El señor Scott comienza a dictar los deberes a toda prisa. La mayoría de los alumnos se va antes de poder tomar nota de las tareas. Yo me quedo sentada y lo apunto todo al detalle en mi cuaderno. El señor Scott me dedica una sonrisa triste y me pregunto si me echará de menos cuando ya no esté.

En cuanto el aula está vacía, me levanto y me voy. Camino por el pasillo, con la mirada clavada en el suelo de baldosas. Me obligo a apretar el paso. Lo único peor que ir a gimnasia es llegar tarde a gimnasia: no me apetece tener que correr más vueltas de la cuenta.

El entrenador Summers siempre está diciendo que correr fortalece nuestro corazón y que así viviremos más. No más vueltas para mí, por favor.

Esta es la parte que menos me gusta del día. Y no es porque esté imaginando lo horrible que es hacer abdominales y tener que jugar a esquivar el balón. No, odio esta parte del día porque tengo que pasar junto a la vitrina conmemorativa: el testamento gigantesco dedicado al crimen que cometió mi padre.

Siempre intento no mirar, me obligo a mantener la cabeza gacha hasta doblar la esquina. Pero no puedo evitarlo; levanto la vista y lo miro directamente. Siento que se me corta la respiración. Ahí está: reluciente placa de plata dedicada a la memoria de Timothy Jackson, ex campeón estatal de los cuatrocientos metros lisos.

La placa es del tamaño de un plato grande y está colgada justo a la entrada del gimnasio, para recordar a todo el mundo que Timothy Jackson iba a ser la primera persona en Lagston que llegara a las Olimpiadas, pero que falleció de manera trágica a los dieciocho años.

Lo que no dice la placa, aunque, para el caso, es como si lo dijera, es que mi padre es la razón por la que Timothy Jackson está muerto. Sí señor, mi padre es la estrella indiscutible que acabó de golpe con los sueños olímpicos de todo el pueblo. Todos los años, el día del cumpleaños de Timothy, el telediario local emite un programa especial para asegurarse de que nadie lo olvide. Han pasado tres años desde que murió Timothy y os aseguro que nadie lo ha olvidado, ni por el forro. Sobre todo ahora que Brian Jackson está a punto de clasificarse para los cuatrocientos metros lisos. Sí, exactamente la misma categoría. Brian intenta hacer realidad el sueño que su hermano mayor no pudo realizar; los medios locales no se hartan de la historia, los pasillos de mi instituto no se hartan de la historia.

Me obligo a seguir caminando y dejar la placa atrás para entrar en el gimnasio, cierro los puños y los pego a ambos lados del cuerpo. Mientras el sol reluce sobre la pulida pista de parquet, me pregunto qué harán mis compañeros de clase con todo su odio, su rabia y su miedo cuando ya no me encuentre con ellos.

Me muero de ganas de no encontrarme entre ellos.

Mi Corazón En Los Días GrisesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora