II

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La luz filtrándose con vigor por toda la habitación me hace estremecer en mi lugar. Al parecer la señora Ollard está enferma, puesto que es la única explicación que tengo debido a su ausencia en mi habitación un viernes por la mañana. Un viernes no tan corriente.

Mis pies descalzos tocan el frío suelo con timidez. Una vez más, el día será, aparentemente soleado en el cielo y totalmente gélido en el ambiente.

Suspiro y relajo todo mi cuerpo mientras me siento sobre el filo de la cama. Ha pasado ya una semana desde lo ocurrido en los patiso del palacio. Después de aquella rebeldía, lo único que había sacado de todo ello fue una larga y enfermiza reprendida de papá por no ir escoltada como usualmente lo estoy.

Calzo mis pies en las agrestes botas y me dirijo sin reparo hacia el espejo. Mi tez pálida, particularmente hoy, luce como si de telas blancas recién lavadas se tratara. Resoplo. Me pregunto porque no pude heredar un poco más de mi padre. Como su piel bronceada y dorada, por ejemplo. Y su estatura de metro ochenta y siete. En cambio, soy, como dicen vulgarmente por ahí, el retrato en vida de mi madre, la reina Alanah de Reigan: delgada, de piel que asoma a la traslucidez, labios rosas, cabello tan negro como el azabache y ojos tan azules como los zafiros. Y mi estatura que es igual de graciosa que la de mi madre: un metro setenta.

Tal vez papá no estaba tan equivocado del todo. Tal vez nuestro señor sí quiso que naciese a imagen y semejanza de mi madre, nuestra reina caída hace más de diez años, para que mi padre no renunciase a la dicha de abrazarme y protegerme del modo en que lo hizo con ella.

Paso el peine entre mi largo y sedoso cabello por su longitud, y me dedico a hacer precisamente eso: dejar mi mente en blanco y poner énfasis en las greñas de este.

Una vez hube terminado con aquello, me dirijo hacia el clóset de ropa que alberga gran parte de mi vestuario diario. El largo vestido rosa pastel no se ve tan mal en un día soleado y templado como lo es hoy.

-- Majestad - tocan a la puerta con delicadeza. Pase, respondo.

La puerta se abre de par en par dejándome a la vista una bajita y regordeta señora Ollard con las mejillas rojizas y el rostro agitado. Su sonrisa se ensancha en cuanto mis ojos se encuentran con los suyos.

-- Kelsey - respondo con familiaridad. Porque ella lo es, es familia para mí. Me ha visto crecer y a mi madre convertirse en mujer y morir poco después. Es como mi segunda madre.

Ella cierra las puertas tras de sí y se acerca con agilidad hacia mí para tomar mis pequeñas manos entre las suyas.

-- Hija mía - susurra con nostalgia y ternura sincera mientras se lleva mis nudillos a su boca y les planta un cálido beso - mi pequeña Alice. - Toma mis mejillas entre sus manos y las apreta, de modo que hace que se me escape una risita.

-- Kelsey, por favor... - ruego mientras acaricio sus hombros. Esto es tan típico de ella que ni siquiera me molesto en apartarla, porque sé que eso sólo la heriría tanto como a mí.

-- Dieciocho primaveras - susurra con deje de voz. Poniendome al tanto de la situación, sujeto sus manos y las coloco entre las mías.

-- Ayúdame a escoger algo para vestir - musito.

-- Oh, mi niña, es cierto - aplaude y corre hacia el clóset con una determinación envidiable. - Con todo esto del baile la gente no para de moverse allá abajo. ¿Este vestido está bien, verdad? Tu padre no deja de pedir más y más bocadillos para el baquete y el señor Irvine me tiene hasta la raíz del cabello con sus hombres merodeando por mi cocina. Todo, menos con mi cocina.

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