El Baile de las Aguas
El corazón del mar, igual que el corazón del hombre, atesora para sí, ciertos secretos cual piedra filosofal, en los que solo el valor, la perseverancia y el amor a este, sobre todo el amor, han hecho posible dejar al descubierto en ambos corazones, tesoros de incalculable valor.
Gracias al movimiento de las olas, el mar deja en la orilla innumerables veces, cosas que han dado pie a adentrarse en sus entrañas y mostrar al mundo la fascinación que en él se hallaba. De igual modo, he suplicado la inexorable ayuda de las olas, que acompañasen mis sentimientos en el periplo de mi vida y pudiera llegar a mí, un buscador de tesoros sin la insípida avidez de coger, esconderlo y marcharse.
Grandes infortunios que, como el mar, han vaciado mi alma, hasta no hallarse en mí ni tan siquiera una mísera perla. Llegados a mí, buscadores de tesoros que mostraban mas amor que interés, fabrique mis mejores perlas, vestí de corales y de lo más profundo de mi corazón, volqué las vasijas de mi insaciable sed de amor.
Por un tiempo, la felicidad llegada a mí, me ofuscaba la realidad, esa que no quería ni por un momento tener cerca. Con su baile, las aguas alejaban cada vez más, aquello que tanto anhelaba hasta dejar-lo tirado en la orilla, donde otras personas celebraban con regocijo su fortuna, donde cada vez era más clara mi pena.
Intente aguantar aquel vaivén de las olas, olas que cada vez se llevaban a la orilla más partes de mí. Me sumergí profundamente, intentando encontrar un resquicio de la fortuna que un día, atesoré con ilusión. No había nada. Nada quedaba ya para que otra persona se lo llevase, nada quedaba incluso para mí y entonces comprendí, que no merecía la pena seguir aguantando, pues, ya no había nada que custodiar.
Me retire al oscuro abismo de la congoja, recordando con melancolía aquellos buscadores de tesoros que, un día, llegaron a mí con amor, mientras se guardaban las perlas en los bolsillos. Utilice mi rabia contra mí y mi impotencia formó una barrera que hoy salvaguarda mi corazón, protegiendo el único tesoro que me queda; mi vida.
En mi soledad, sumergido en oscuras claridades; mi sombra gira a mí alrededor como un periostio. En el escueto silencio escucho susurrar la dulce voz de lo desconocido, o tal vez, de lo olvidado. Aun desconfiado y temeroso, asomo la mirada tímidamente, con cierto aire de indiferencia.
Descubro a una hermosa joven cargada de sueños e ilusiones postrada ante mí. Presto y decidido a dar media vuelta y continuar en mi mausoleo de melancolía, vi algo que me dejó desconcertado; no venía a llevarse nada, era portadora de aquellos tesoros que antes yo poseía. Me miró y sonrió y al acercarme, deposito en mis manos mis ojos soñadores, a través de los cuales contemplaba mis sueños a realizar frente a la realidad inclemente.
Devolvió mis corales, los cuales convertí en arrecifes de ilusión y fantasías, donde ahora residen esas cosas maravillosas que perdemos cuando nos hacemos adultos; me devolvió la perla de la inocencia, con la que nuevamente llega a mí, la confianza.
Me ofreció sus tesoros, aun más abundantes que los míos, prometiendo hacer de todos ellos, uno solo y juntos velar por preservarlos y multiplicarlos.
Con el miedo instalado en mí y la sorpresa de tener a alguien a mi lado que se esmera en pulir la belleza de nuestros tesoros, poco a poco dejo de mirar al pasado y emprendo un nuevo camino hacia mi destino futuro.
Como el mar, al final he renovado fuerzas nuevamente para seguir adelante y retomar otra vez el control sobre mis sentimientos, todos ellos al unísono, enfocados al maravilloso ser que me acompaña. Una vez más, pero con cierta prudencia, dejo mis tesoros al descubierto, con la esperanza de que no vuelvan a mi mar buscadores de tesoros.
El mar en cambio, sigue bailando con las olas, esperando que algún día, alguien le llene de sueños.
Extraído del libro, "Cosas mías... quizás tuyas" de Roberto García.