La historia la escriben los vencedores

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No puedo dejar que cometan semejante barbarie. No solo por idealismo o convicción, sino por sentido común.

La pira funeraria, cada vez más alta, escupía copos grisáceos que caían sobre nuestras cabezas, mientras los allí presentes vitoreaban gritando y riendo por una nueva era. Habían vencido sin duda, eran los ganadores de la guerra. Aun así, eran incapaces de ver el crimen que estaban cometiendo, en nombre de un futuro supuestamente mejor, incapaces de ver todo lo que estaban destruyendo, perdiendo... Seguían arrojando mas a la hoguera, mientras el fuego crepitaba hambriento de combustible.

 Tal vez lucharon en nombre de la libertad, tal vez los gobiernos perdieron la cordura hace mucho tiempo,  tal vez alguna vez la lucha fue justa. Pero con aquel atroz gesto, todo perdía su significado. Todo el bien conseguido o el mal provocado, si es que en una guerra hay algo que los diferencie, había sido en vano.

Estábamos en el edificio donde se había librado la última batalla. Donde los resquicios del gobierno, aun incapaz de abandonar el poder, de soltar su avaricioso control sobre los demás, resistió hasta el último momento la embestida del pueblo. Desde luego tuvieron el valor de continuar hasta al final –por llamarlo de alguna manera–, aunque estoy muy seguro que de haber podido escapar, lo hubieran hecho. Sin embargo, aún ciegos en su ignorancia, pensaban que las fuerzas del estado podrían defenderles por siempre. Que este día nunca llegaría y que seguirían actuando impunes hasta el fin de los tiempos.

Al fin y al cabo tenían razón, el fin de sus días había llegado.

Supongo que jamás pensaron que el pueblo acabaría rebelándose. Que estaban indefensos. Creían que cualquier rebeldía sería aplastada con puño de hierro. Y así fue por algún tiempo, pero un buen día los ejércitos abandonaron la locura de sus amos y se unieron al sentido común del gentío.

Pero la guerra llegó y la sinrazón con ella. Los idealismos se difuminaron, las guadañas empezaron a cortar cabezas. Una guerra más. Personas matando a personas. La parca cómo único ganador real, se llevaba uno tras otro sus trofeos.

Al final el pueblo lo consiguió. Se deshizo de la esclavitud a la que fueron sometidos, que en un principio consintieron... Allí estaban, vaciando el parlamento en señal de conquista. El centro de la plaza donde se encontraba, era el punto elegido para apilar todo el mobiliario que lanzaban por las ventanas. Todos los cuadros, todos los muebles, todos los papeles burocráticos que contenían, las pocas pertenencias de los caciques y...  Y todos aquellos libros...

Riendo a carcajada limpia, con la felicidad dibujada en sus rostros, cogían uno a uno los libros apilados al lado de los muebles, ahora pasto de las llamas. Los lanzaban para mantener la hoguera viva, las llamas de su victoria.

No pude evitar observar como el fuego consumía cada hoja, cada tapa, cada letra. Cientos de historias destruidas en pos de la libertad… Estaban destruyendo miles de ideas, algunas de ellas incluso propiciaron su lucha, pero ya nada importaba salvo su victoria. Sin la cultura, sin el saber que sin duda muchos de aquellos libros ofrecían, estaban condenados a repetir su historia, a que el yugo algún día volviera a estrangularles con fuerza, mientras se preguntaban cómo habían llegado a aquella situación. Acababan de ganar, sí, pero tan solo cuatro horas después estaban plantando la semilla de su destrucción.

Llegó mi turno. Era uno más en aquella torre, esperando, incapaz de hacer otra cosa, a que llegase mi momento. Solo otro condenado más de la sinrazón. De la locura. De la barbarie.

Una fuerte mano me agarró y me alzó por encima de su cabeza: "¡Ey chicos! ¡Mirad! ¡Este grandullón va a mantener la hoguera, todo lo que queda de tarde!" Todos rieron al unísono.

Ni siquiera conocía mi nombre, ni cuánto de mi historia podía ser la suya propia. Aun así no vaciló ni un instante mientras me lanzaba al fuego. Mi nombre es El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Mi historia fue escrita por Miguel de Cervantes Saavedra. Fui impreso muchos años atrás, por esta misma gente que ahora me destruye. Fui leído por sus hijos, nietos, padres e incluso algunos de ellos mismos. Ya nada importa. Ha llegado mi final.

Las llamas lamieron con fuerza las cubiertas. En unos segundos se colaron en mi interior. No tardaron en empezar a consumir hoja tras hoja. Primero se volvieron amarillentas, después marrones y al final negras. Los restos que salían hacia el gélido aire invernal, inmediatamente se tornaban grises, convirtiéndose en los copos que caían sobre sus cabezas...

Un trozo de una de las hojas, expulsado por las corrientes que habitaban en la hoguera,  fue a parar delante del rostro de mi verdugo. Sorprendido abrió la mano, y aquel papel se posó sobre ella, pidiendo ser leído.

"La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres."

Boquiabierto, aun tardó en asimilar lo que ponía en el texto. Una lágrima resbaló por su rostro manchado de hollín. Dobló aquella hoja con bordes quemados y la guardó en el bolsillo de sus pantalones. Echó un vistazo a sus compañeros. Después a los libros apilados. "¿Qué estamos haciendo...?" susurró. Más lágrimas surgieron.

Giró sobre sus pies. Dirigió sus pasos fuera de la plaza, bajo la mirada desconcertada de sus compañeros.

Ya había destruido suficiente aquel día.

En silencio, las nubes grises lloraron con él.  

La historia la escriben los vencedoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora