El pequeño escritor.

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El pequeño robot abrió sus ojos la mañana del lunes.

Podía parecer un gesto pequeño, pero para El Inventor era el mejor día de su vida. Ninguno de sus prototipos anteriores había logrado llegar tan lejos.

¡Era un éxito! ¡Estaba funcionando!

El pequeño volteó la mirada hacia su creador con curiosidad.

Cuando abrió la boca para hablar, el hombre estaba a punto de saltar sobre una pierna.

Le otorgó un lápiz y el niño de metal lo miró con curiosidad, intercambiando su enfoque entre la hoja en blanco frente a él y el trozo de madera entre sus dedos.

Como una función automática (que, en realidad, era) empezó a garabatear en la hoja. Con una caligrafía impresionante, El Inventor pensaba que no podría ir mejor.

Hasta le otorgó un seudónimo.

Todo iba perfecto, hasta que leyó el primer poema de su creación.

Puede ser que todas las palabras estuvieran bien escritas y rimasen.

Pero de eso no se trata la escritura. Nada de lo impreso en el papel te transmitía algún sentimiento.

Nada.

Era algo vacío, frío.

Creyendo que el método era lo que le fallaba, el creador le otorgó diversos medios.

Un bolígrafo en vez de un lápiz, pasando por la pluma, la máquina de escribir y otros, hasta finalmente llegar a una avanzada computadora.

La pila de relatos fallidos aumentaba. Ninguna de las cosas sobre las que había intentado escribir llenaba las expectativas.

Arregló su tarjeta de memoria, la lleno con artículos actualizados, consejos de Internet, reseñas sobre clásicos y muchísimas cosas más.

Aún nada.

El Inventor supuso, entonces, que lo que le fallaba era la inspiración.

Lo llevó a lugares, le mostró películas, pero por sobretodo le dio muchos libros.

Entonces el pequeño robot intentó escribir para satisfacer los deseos de su padre.

Pero no lograba nada más allá de copiar el estilo de otros autores o guionistas y solo creaba relatos totalmente despersonalizados.

Los días pasaban y El Inventor se daba cuenta que la escritura no era aquel oficio simple que el pensaba.

Se daba cuenta que era más. Mucho más:

Era sentir, sentir por mí, por ti, por él, por ella y por todos.

Era transmitir, hacer al otro saber todo lo que sientes.

Era imaginar, imaginar todo lo que no es, pero alguna vez fue, será o podría ser.

Era vivir, vivir todas tus vidas. Las vidas de los demás.

Y era un millón de cosas más.

Ahí fue cuando decidió desactivar a su más perfecta, y a la vez llena de imperfecciones, creación.

Él pequeño cerró los ojos como si de quedarse sumergido en un profundo sueño se tratase y su padre lo cargó, llevándolo sobre la pila de libros.

Años ya habían pasado desde que el pequeño escritor había creado su último relato fallido.

Esa tarde, El Creador, ya retirado del oficio, se sentaba junto a su enorme pila de libros.

En ese momento, una hoja cayó desde la cima.

Con una perfecta caligrafía, se leía en la parte de atrás de una hoja "Tráeme un lápiz, he amanecido con ganas de ser escritor"

El hombre dejó todas las preguntas a un lado y obedeció la orden.

Entregó un lápiz al pequeño robot y este se lanzó de la pila de libros, tumbándolos en el proceso.

Entonces empezó a escribir.

Ya no con las palabras de alguien más ni para satisfacer los deseos de otra persona; sino con el alma.

Para ser feliz.

Escribió, dejando su corazón en ello.

Porque de eso trata la escritura:

No de satisfacer a alguien más.

No de copiar el estilo de otra persona.

No de hacerlo porque sí.

Sino porque tu alma te lo dicta. Te pide que lo hagas.

Porque lo sientes dentro de ti y no por otra cosa.

Por favor, no escribas solo por hacerlo.

Escribe porque te lo dicta el corazón.

El escritor artificial.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora