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  — ¿A qué le temes? —preguntó con un ademán de seriedad en sus ojos saltones.

— ¿Qué se supone que debería contestar? —cuestioné.

— No sé. Quizás le temas a un animal, o a lo que es común: la muerte.

— Me excuso por responder a tus preguntas con otra pregunta, pero ¿y tú, a qué le temes?

— A las arañas. Al olvido; y, claro, a la muerte.

—Ahora, respondeme algo más, ¿por qué le temes a estas cosas?

— No sé, porque si. —respondió indeciso.

— Cerrando tu primera pregunta, yo, le tengo miedo al tiempo.

— ¿Por qué le tienes miedo al tiempo? No tiene sentido. —dice, levantando estupefacto su ceja izquierda.

— ¿Por qué tú le tiene miedo a las arañas, al olvido, y a la muerte?

Me observó con la mirada petrificada, y quizás, estaba algo avergonzado.
Continué.

— Tú en realidad no le temes a nada de esas cosas. No me gusta esa palabra: "temor". La verdad, no la entiendo, no le encuentro un sentido coherente. Nadie le teme a algo, solo, teme a las consecuencias. Tú no le temes a las arañas, le temes a lo que te podría ocurrir si quizás te mordiera una de estas. Tú no le temes al olvido; le temes al que harias si cayeras en él. Tú no le temes a la muerte, solo le temes al qué pasará si esta sucede: ¿habrá un infierno, o un paraíso? te preguntarás, y sobre esta cuestión decides que le temes a la muerte. Yo, por otro lado, le temo al tiempo, porque todo es consecuencia de él. Si luego quiero regresarlo, o quizás adelantarlo, dime, ¿qué haré?.  


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