Parte sin título 2

371 3 0
                                    


  Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la manopalma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo quedóse un momento parado enesta actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior,sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el frescor dellento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sinoel tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentrode su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto.«Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas ––pensó Augusto––;tener que usarlas, el use estropea y hasta destruye toda belleza. La función másnoble de los objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes decomida! Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro oficio se reduzca, o más biense ensanche a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre vida,no nos cuidamos sino de servimos de Dios; pretendemos abrirlo, como a unparaguas, para que nos proteja de toda suerte de males.»Díjose así y se agachó a recogerse los pantalones. Abrió el paraguas por fin y sequedó un momento suspenso y pensando: «y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a laderecha o a la izquierda?» Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante dela vida. «Esperaré a que pase un perro ––se dijo–– y tomaré la dirección inicial queél tome.»En esto pasó por la calle no un perro, sino una garrida moza, y tras de sus ojos sefue, como imantado y sin darse de ello cuenta, Augusto.Y así una calle y otra y otra.«Pero aquel chiquillo ––iba diciéndose Augusto, que más bien que pensaba hablabaconsigo mismo––, ¿qué hará allí, tirado de bruces en el suelo? ¡Contemplar a algunahormiga, de seguro! ¡La hormiga, ¡bah!, uno de los animales más hipócritas! Apenashace sino pasearse y hacernos creer que trabaja. Es como ese gandul que va ahí, apaso de carga, codeando a todos aquellos con quienes se cruza, y no me cabe dudade que no tiene nada que hacer. ¡Qué ha de tener que hacer, hombre, qué ha detener que hacer! Es un vago, un vago como... ¡No, yo no soy un vago! Miimaginación no descansa. Los vagos son ellos, los que dicen que trabajan y no hacensino aturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a ver, ese mamarracho dechocolatero que se pone ahí, detrás de esa vidriera, a darle al rollo majadero, paraque le veamos, ese exhibicionista del trabajo, ¿qué es sino un vago? Y a nosotros¿qué nos importa que trabaje o no? ¡El trabajo! ¡El trabajo! ¡Hipocresía! Para trabajoel de ese pobre paralítico que va ahí medio arrastrándose... Pero ¿y qué sé yo?¡Perdone, hermano! ––esto se lo dijo en voz alta––. ¿Hermano? ¿Hermano en qué?¡En parálisis! Dicen que todos somos hijos de Adán. Y este, Joaquinito, ¿es tambiénhijo de Adán? ¡Adiós, Joaquín! ¡Vaya, ya tenemos el inevitable automóvil, ruido ypolvo! ¿Y qué se adelanta con suprimir así distancias? La manía de viajar viene detopofobía y no de filotopía; el que viaja mucho va huyendo de cada lugar que deja yno buscando cada lugar a que llega. Viajar... viajar... Qué chisme más molesto es elparaguas... Calla, ¿qué es esto?»Y se detuvo a la puerta de una casa donde había entrado la garrida moza que lellevara imantado tras de sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de que la habíavenido siguiendo. La portera de la casa le miraba con ojillos maliciosos, y aquellamirada le sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer. «Esta Cerbera aguarda ––se dijo–– que le pregunte por el nombre y circunstancias de esta señorita a que hevenido siguiendo y, ciertamente, esto es lo que procede ahora. Otra cosa sería dejarmi seguimiento sin coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio loimperfecto!» Metió la mano al bolsillo y no encontró en él sino un duro. No era cosade ir entonces a cambiarlo, se perdería tiempo y ocasión en ello.––Dígame, buena mujer ––interpeló a la portera sin sacar el índice y el pulgar delbolsillo––, ¿podría decirme aquí, en confianza y para inter nos, el nombre de esta se-ñorita que acaba de entrar?––Eso no es ningún secreto ni nada malo, caballero.––Por lo mismo.––Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco.––¿Domingo? Será Dominga...––No, señor, Domingo; Domingo es su primer apellido.––Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse en Dominga. Y sino, ¿dónde está la concordancia?––No la conozco, señor.––Y dígame... dígame... ––sin sacar los dedos del bolsillo––, ¿cómo es que sale asísola? ¿Es soltera o casada? ¿Tiene padres?––Es soltera y huérfana. Vive con unos tíos...––¿Paternos o maternos?––Sólo sé que son tíos.––Basta y aun sobra.––Se dedica a dar lecciones de piano.––¿Y lo toca bien?––Ya tanto no sé.––Bueno, bien, basta; y tome por la molestia.––Gracias, señor, gracias. ¿Se le ofrece más? ¿Puedo servirle en algo? ¿Desea lelleve algún mandado?––Tal vez... tal vez... No por ahora... ¡Adiós!––Disponga de mí, caballero, y cuente con una absoluta discreción.«Pues señor ––iba diciéndose Augusto al separarse de la portera––, ve aquí cómohe quedado comprometido con esta buena mujer. Porque ahora no puedodignamente dejarlo así. Qué dirá si no de mí este dechado de porteras. ¿Conque...Eugenia Dominga, digo Domingo, del Arco? Muy bien, voy a apuntarlo, no sea que seme olvide. No hay más arte mnemotécnica que llevar un libro de memorias en elbolsillo. Ya lo decía mi inolvidable don Leoncio: ¡no metáis en la cabeza lo que osquepa en el bolsillo! A lo que habría que añadir por complemento: ¡no metáis en elbolsillo lo que os quepa en la cabeza! Y la portera, ¿cómo se llama la portera?»Volvió unos pasos atrás.––Dígame una cosa más, buena mujer...––Usted mande...––Y usted, ¿cómo se llama?––¿Yo? Margarita.––¡Muy bien, muy bien... gracias!––No hay de qué.Y volvió a marcharse Augusto, encontrándose al poco rato en el paseo de laAlameda.Había cesado la llovizna. Cerró y plegó su paraguas y lo enfundó. Acercóse a unbanco, y al palparlo se encontró con que estaba húmedo. Sacó un periódico, locolocó sobre el banco y sentóse. Luego su cartera y blandió su pluma estilográfica.«He aquí un chisme utilísimo ––se dijo––; de otro modo, tendría que apuntar conlápiz el nombre de esa señorita y podría borrarse. ¿Se borrará su imagen de mimemoria? Pero ¿cómo es? ¿Cómo es la dulce Eugenia? Sólo me acuerdo de unosojos... Tengo la sensación del toque de unos ojos... Mientras yo divagaba líricamente,unos ojos tiraban dulcemente de mi corazón. ¡Veamos! Eugenia Domingo,sí, Domingo, del Arco. ¿Domingo? No me acostumbro a eso de que se llame Domingo...No; he de hacerle cambiar el apellido y que se llame Dominga. Pero, ynuestros hijos varones, ¿habrán de llevar por segundo apellido el de Dominga? Ycomo han de suprimir el mío, este impertinente Pérez, dejándolo en una P, ¿se ha dellamar nuestro primogénito Augusto P Dominga? Pero... ¿adónde me llevas, locafantasía?» Y apuntó en su cartera: Eugenia Domingo del Arco, Avenida de laAlameda, 58. Encima de esta apuntación había estos dos endecasilabos:De la cuna nos viene la tristezay también de la cuna la alegria...«Vaya ––se dijo Augusto––, esta Eugenita, la profesora de piano, me ha cortadoun excelente principio de poesía lírica trascendental. Me queda interrumpida.¿Interrumpida?... Sí, el hombre no hace sino buscar en los sucesos, en las vicisitudesde la suerte, alimento para su tristeza o su alegría nativas. Un mismo caso es triste o alegre según nuestra disposición innata. ¿Y Eugenia? Tengo que escribirle. Pero nodesde aquí, sino desde casa. ¿Iré más bien al Casino? No, a casa, a casa. Estascosas desde casa, desde el hogar. ¿Hogar? Mi casa no es hogar. Hogar.. hogar...¡Cenicero más bien! ¡Ay, mi Eugenia!» Y se volvió Augusto a su casa.IIAl abrirle el criado la puerta...Augusto, que era rico y solo, pues su anciana madre había muerto no hacía sinoseis meses antes de estos menudos sucedidos, vivía con un criado y una cocinera,sirvientes antiguos en la casa a hijos de otros que en ella misma habían servido. Elcriado y la cocinera estaban casados entre sí, pero no tenían hijos.Al abrirle el criado la puerta le preguntó Augusto si en su ausencia había llegadoalguien.––Nadie, señorito.Eran pregunta y respuesta sacramentales, pues apenas recibía visitas en casaAugusto.Entró en su gabinete, tomó un sobre y escribió en él: «Señorita doña EugeniaDomingo del Arco. EPM.» Y en seguida, delante del blanco papel, apoyó la cabeza enambas manos, los codos en el escritorio, y cerró los ojos. «Pensemos primero enella», se dijo. Y esforzóse por atrapar en la oscuridad el resplandor de aquellos otrosojos que le arrastraran al azar.Estuvo así un rato sugiriéndose la figura de Eugenia, y como apenas si la habíavisto, tuvo que figurársela. Merced a esta labor de evocación fue surgiendo a sufantasía una fieura vaizarosa ceñida de ensueños. Y se quedó dormido. Se quedódormido porque había pasado mala noche, de insomnio.––¡Señorito!––¿Eh? ––exclamó despertándose.––Está ya servido el almuerzo.¿Fue la voz del criado, o fue el apetito, de que aquella voz no era sino un eco, loque le despertó? ¡Misterios psicológicos! Así pensó Augusto, que se fue al comedordiciéndose: ¡oh, la psicología!Almorzó con fruición su almuerzo de todos los días: un par de huevos fritos, unbisteque con patatas y un trozo de queso Gruyere. Tomó luego su café y se tendióen la mecedora. Encendió un habano, se lo llevó a la boca, y diciéndose: «¡Ay, miEugenia!» se dispuso a pensar en ella.«¡Mi Eugenia, sí, la mía ––iba diciéndose––, esta que me estoy forjando a solas, yno la otra, no la de carne y hueso, no la que vi cruzar por la puerta de mi casa,aparición fortuita, no la de la portera! ¿Aparición fortuita? ¿Y qué aparición no lo es?¿Cuál es la lógica de las apariciones? La de la sucesión de estas figuras que formanlas nubes de humo del cigarro. ¡El azar! El azar es el íntimo ritmo del mundo, el azares el alma de la poesía. ¡Ah, mi azarosa Eugenia! Esta mi vida mansa, rutinaria,humilde, es una oda pindárica tejida con las mil pequeñeces de lo cotidiano. ¡Locotidiano! ¡El pan nuestro de cada día, dánosle hoy! Dame, Señor, las milmenudencias de cada día. Los hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a lasgrandes alegrías, y es porque esas penas y esas alegrías vienen embozadas en unainmensa niebla de pequeños incidentes. y la vida es esto, la niebla. La vida es unanebulosa. Ahora surge de ella Eugenia. ¿Y quién es Eugenia? Ah, caigo en la cuentade que hace tiempo la andaba buscando. Y mientras yo la buscaba ella me ha salidoal paso. ¿No es esto acaso encontrar algo? Cuando uno descubre una aparición quebuscaba, ¿no es que la aparición, compadecida de su busca, se le viene alencuentro? ¿No salió la América a buscar a Colón? ¿No ha venido Eugenia abuscarme a mí? ¡Eugenia! ¡Eugenia! ¡Eugenia!»Y Augusto se encontró pronunciando en voz alta el nombre de Eugenia. Al oírlellamar, el criado, que acertaba a pasar junto al comedor, entró diciendo:––¿Llamaba, señorito?––¡No, a ti no! Pero, calla, ¿no te llamas tú Domingo?––Sí, señorito ––respondió Domingo sin extrañeza alguna por la pregunta que se lehacía.––¿Y por qué te llamas Domingo?––Porque así me llaman.«Bien, muy bien ––se dijo Augusto–– nos llamamos como nos llaman. En lostiempos homéricos tenían las personas y las cosas dos nombres, el que les daban loshombres y el que les daban los dioses. ¿Cómo me llamará Dios? ¿Y por qué no he dellamarme yo de otro modo que como los demás me llaman? ¿Por qué no he de dar aEugenia otro nombre distinto del que le dan los demás, del que le da Margarita, la portera? ¿Cómo la llamaré?»––Puedes irte ––le dijo al criado.Se levantó de la mecedora, fue al gabinete, tomó la pluma y se puso a escribir:«Señorita: Esta misma mañana, bajo la dulce llovizna del cielo, cruzó usted,aparición fortuita, por delante de la puerta de la casa donde aún vivo y ya no tengohogar. Cuando desperté fui a la puerta de la suya, donde ignoro si tiene usted hogaro no le tiene. Me habían llevado allí sus ojos, sus ojos, que son refulgentes estrellasmellizas en la nebulosa de mi mundo. Perdóneme, Eugenia, y deje que le défamiliarmente este dulce nombre; perdóneme la lírica. Yo vivo en perpetua líricainfinitesimal.»No sé qué más decirle. Sí, sí sé. Pero es tanto, tanto lo que tengo que decirle, queestimo mejor aplazarlo para cuando nos veamos y nos hablemos pues es lo queahora deseo, que nos veamos, que nos hablemos, que nos escribamos, que nosconozcamos. Después... Después, ¡Dios y nuestros corazones dirán!»¿Me dará usted, pues, Eugenia, dulce aparición de mi vida cotidiana, me daráusted oídos?»Sumido en la niebla de su vida espera su respuesta.AUGUSTO PÉREZ.»Y rubricó diciéndose: «Me gusta esta costumbre de la rúbrica por lo inútil.»Cerró la carta y volvió a echarse a la calle.«¡Gracias a Dios ––se decía camino de la avenida de la Alameda––, gracias a Diosque sé adónde voy y que tengo adónde ir! Esta mi Eugenia es una bendición de Dios.Ya ha dado una finalidad, un hito de término a mis vagabundeos callejeros. Ya tengocasa que rondar; ya tengo una portera confidente...»Mientras iba así hablando consigo mismo cruzó con Eugenia sin advertir siquiera elresplandor de sus ojos. La niebla espiritual era demasiado densa. Pero Eugenia, porsu parte, sí se fijó en él, diciéndose: «¿Quién será este joven?, ¡no tiene mal porte yparece bien acomodado!» Y es que, sin darse clara cuenta de ello, adivinó a uno quepor la mañana la había seguido. Las mujeres saben siempre cuándo se las mira, aunsin verlas, y cuándo se las ve sin mirarlas.Y siguieron los dos, Augusto y Eugenia, en direcciones contrarias, cortando con susalmas la enmarañada telaraña espiritual de la calle. Porque la calle forma un tejidoen que se entrecruzan miradas de deseo, de envidia, de desdén, de compasión, deamor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó cristalizado, pensamientos,anhelos, toda una tela misteriosa que envuelve las almas de los que pasan.Por fin se encontró Augusto una vez más ante Margarita la portera, ante la sonrisade Margarita. Lo primero que hizo esta al ver a aquel fue sacar la mano del bolsillodel delantal.––Buenas tardes, Margarita.––Buenas tardes, señorito.––Augusto, buena mujer, Augusto.––Don Augusto ––añadió ella.––No a todos los nombres les cae el don ––observó él––. Así como de Juan a donJuan hay un abismo, así le hay de Augusto a don Augusto. ¡Pero... sea! ¿Salió la se-ñorita Eugenia?––Sí, hace un momento.––¿En qué dirección?––Por ahí.Y por ahí se dirigió Augusto. Pero al rato volvió. Se le había olvidado la carta.––¿Hará el favor, señora Margarita, de hacer llegar esta carta a las propias blancasmanos de la señorita Eugenia?––Con mucho gusto.––Pero a sus propias blancas manos, ¿eh? A sus manos tan marfileñas como lasteclas del piano a que acarician.––Sí, ya, lo sé de otras veces.––¿De otras veces? ¿Qué es eso de otras veces?––Pero ¿es que cree el caballero que es esta la primera carta de este género...?––¿De este género? Pero ¿usted sabe el género de mi carta?––Desde luego. Como las otras.––¿Como las otras? ¿Como qué otras?––¡Pues pocos pretendientes que ha tenido la señorita... !––Ah, ¿pero ahora está vacante?––¿Ahora? No, no, señor, tiene algo así como un novio... aunque creo que no essino aspirante a novio... Acaso le tenga en prueba... puede ser que sea interino...––¿Y cómo no me lo dijo?––Como usted no me lo preguntó...––Es cierto. Sin embargo, entréguele esta carta y en propias manos, ¿entiende?¡Lucharemos! ¡Y vaya otro duro!––Gracias, señor, gracias.Con trabajo se separó de allí Augusto, pues la conversación nebulosa, cotidiana, deMargarita la portera empezaba a agradarle. ¿No era acaso un modo de matar eltiempo?«¡Lucharemos! ––iba diciéndose Augusto calle abajo––, ¡sí, lucharemos! ¿Conquetiene otro novio, otro aspirante a novio ...? ¡Lucharemos! Militia est vita hominissuper terram. Ya tiene mi vida una finalidad; ya tengo una conquista que llevar acabo. ¡Oh, Eugenia, mi Eugenia, has de ser mía! ¡Por lo menos, mi Eugenia, esta queme he forjado sobre la visión fugitiva de aquellos ojos, de aquella yunta de estrellasen mi nebulosa, esta Eugenia sí que ha de ser mía, sea la otra, la de la portera, dequien fuere! ¡Lucharemos! Lucharemos y venceré. Tengo el secreto de la victoria.¡Ah, Eugenia, mi Eugenia!»Y se encontró a la puerta del Casino, donde ya Víctor le esperaba para echar lacotidiana partida de ajedrez.III––Hoy te retrasaste un poco, chico ––dijo Víctor a Augusto––, ¡tú, tan puntualsiempre!––Qué quieres... quehaceres...––¿Quehaceres, tú?––Pero ¿es que crees que solo tienen quehaceres los agentes de bolsa? La vida esmucho más compleja de lo que tú te figuras.––O yo más simple de lo que tú crees...––Todo pudiera ser.––¡Bien, sal!Augusto avanzó dos casillas el peon del rey, y en vez de tararear como otras vecestrozos de opera, se quedó diciéndose: «¡Eugenia, Eugenia, Eugenia, mi Eugenia,finalidad de mi vida, dulce resplandor de estrellas mellizas en la niebla, lucharemos!Aquí sí que hay lógica, en esto del ajedrez y, sin embargo, ¡qué nebuloso, qué fortuitodespués de todo! ¿No será la lógica también algo fortuito, algo azaroso? Y esaaparición de mi Eugenia, ¿no será algo lógico? ¿No obedecerá a un ajedrez divino?»––Pero, hombre ––le interrumpió Víctor––, ¿no quedamos en que no sirve volveratrás la jugada? ¡Pieza tocada, pieza jugada!––En eso quedamos, sí.––Pues si haces eso te como gratis ese alfil.––Es verdad, es verdad; me había distraído.––Pues no distraerse; que el que juega no asa castañas. Y ya lo sabes; piezatocada, pieza jugada.––¡Vamos, sí, lo irreparable!––Así debe ser. Y en ello consiste lo educativo de este juego.«¿Y por qué no ha de distraerse uno en el juego? ––se decía Augusto––. ¿Es o noes un juego la vida? ¿Y por qué no ha de servir volver atrás las jugadas? ¡Esto es lalógica! Acaso esté ya la carta en manos de Eugenia. Alea jacta est! A lo hecho,pecho. ¿Y mañana? ¡Mañana es de Dios! ¿Y ayer, de quién es? ¿De quién es ayer?¡Oh, ayer, tesoro de los fuertes! ¡Santo ayer, sustancia de la niebla cotidiana!»––¡Jaque! ––volvió a interrumpirle Víctor.––Es verdad, es verdad... veamos... Pero ¿cómo he dejado que las cosas lleguen aeste punto?––Distrayéndote, hombre, como de costumbre. Si no fueses tan distraído seríasuno de nuestros primeros jugadores.––Pero, dime, Víctor, ¿la vida es juego o es distracción?––Es que el juego no es sino distracción.––Entonces, ¿qué más da distraerse de un modo o de otro?––Hombre, de jugar, jugar bien.––¿Y por qué no jugar mal? ¿Y qué es jugar bien y qué jugar mal? ¿Por qué nohemos de mover estas piezas de otro modo que como las movemos?––Esto es la tesis, Augusto amigo, según tú, filósofo conspicuo, me has enseñado.––Bueno, pues voy a darte una gran noticia.––¡Venga!––Pero, asómbrate, chico.––Yo no soy de los que se asombran a priori o de antemano.––Pues allá va: ¿sabes lo que me pasa?––Que cada vez estás más distraído.––Pues me pasa que me he enamorado.––Bah, eso ya lo sabía yo.––¿Cómo que lo sabías...?––Naturalmente, tú estás enamorado ab origine, desde que naciste; tienes unamorío innato.––Sí, el amor nace con nosotros cuando nacemos.––No he dicho amor, sino amorío. Y ya sabía yo, sin que tuvieras que decírmelo,que estabas enamorado o más bien enamoriscado. Lo sabía mejor que tú mismo.––Pero ¿de quién? Dime, ¿de quién?––Eso no lo sabes tú más que yo.––Pues, calla, mira, acaso tengas razón...––¿No te lo dije? Y si no, dime, ¿es rubia o morena?––Pues, la verdad, no lo sé. Aunque me figuro que debe de ser ni lo uno ni lo otro;vamos, así, pelicastaña.––¿Es alta o baja?––Tampoco me acuerdo bien. Pero debe de ser una cosa regular. Pero ¡qué ojos,chico, qué ojos tiene mi Eugenia!––¿Eugenia?––Sí, Eugenia Domingo del Arco, avenida de la Alameda, 58.––¿La profesora de piano?––La misma. Pero...––Sí, la conozco. Y ahora... ¡jaque otra vez!––Pero...––¡Jaque he dicho!––Bueno...Y Augusto cubrió el rey con un caballo. Y acabó perdiendo el juego.Al despedirse, Víctor, poniéndose la diestra, a guisa de yugo, sobre el cerviguillo, lesusurró al oído:––Conque Eugenita la pianista, ¿eh? Bien, Augustito, bien; tú poseerás la tierra.«¡Pero esos diminutivos ––pensó Augusto––, esos terribles diminutivos!» Y salió ala calle.IV«¿Por qué el diminutivo es señal de cariño? ––iba diciéndose Augusto camino de sucasa––. ¿Es acaso que el amor achica la cosa amada? ¡Enamorado yo! ¡Yo enamorado!¡Quién había de decirlo ...! Pero ¿tendrá razón Víc tor? ¿Seré un enamorado abinitio? Tal vez mi amor ha precedido a su objeto. Es más, es este amor el que lo hasuscitado, el que lo ha extraído de la niebla de la creación. Pero si yo adelantoaquella torre no me da el mate, no me lo da. ¿Y qué es amor? ¿Quién definió elamor? Amor definido deja de serlo... Pero, Dios mío, ¿por qué permitirá el alcaldeque empleen para los rótulos de los comercios tipos de letra tan feos como ese?Aquel alfil estuvo mal jugado. ¿Y cómo me he enamorado si en rigor no puedo decirque la conozco? Bah, el conocimiento vendrá después. El amor precede alconocimiento, y este mata a aquel. Nihil volitum quin praecognitum, me enseñó elpadre Zaramillo, pero yo he llegado a la conclusión contraria y es que nihil cognitumquin praevolitum. Conocer es perdonar, dicen. No, perdonar es conocer. Primero elamor, el conocimiento después. Pero ¿cómo no vi que me daba mate al descubierto?Y para amar algo, ¿qué basta? ¡Vislumbrarlo! El vislumbre; he aquí la intuiciónamorosa, el vislumbre en la niebla. Luego viene el precisarse, la visión perfecta, elresolverse la niebla en gotas de agua o en granizo, o en nieve, o en piedra. Laciencia es una pedrea. ¡No, no, niebla, niebla! ¡Quién fuera águila para pasearse porlos senos de las nubes! Y ver al sol a través de ellas, como lumbre nebulosa también.¡Oh, el águila! ¡Qué cosas se dirían el águila de Patmos, la que mira al sol cara acara y no ve en la negrura de la noche, cuando escapándose de junto a san Juan seencontró con la lechuza de Minerva, la que ve en lo oscuro de la noche, pero nopuede mirar al sol, y se había escapado del Olimpo!»Al llegar a este punto cruzó Augusto con Eugenia y no reparó en ella.«El conocimiento viene después... ––siguió diciéndose––. Pero... ¿Qué ha sido eso?Juraría que han cruzado por mi órbita dos refulgentes y místicas estrellas gemelas...¿Habrá sido ella? El corazón me dice... ¡Pero, calla, ya estoy en casa!»Y entró.Dirigióse a su cuarto, y al reparar en la cama se dijo: «¡Solo! ¡dormir solo! ¡soñarsolo! Cuando se duerme en compañía, el sueño debe de ser común. Misteriosos eflu-vios han de unir los dos cerebros. ¿O no es acaso que a medida que los corazonesmás se unen, más se separan las cabezas? Tal vez. Tal vez están en posicionesmutuamente adversas. Si dos amantes piensan lo mismo, sienten en contrario unodel otro; si comulgan en el mismo sentimiento amoroso, cada cual piensa otra cosaque el otro, tal vez lo contrario. La mujer sólo ama a su hombre mientras no piensecomo ella, es decir, mientras piense. Veamos a este honrado matrimonio.»Muchas noches, antes de acostarse, solía Augusto echar una partida de tute con sucriado, Domingo, y mientras, la mujer de este, la cocinera, contemplaba el juego.Empezó la partida.––¡Veinte en copas! ––cantó Domingo.––¡Decidme! ––exclamó Augusto de pronto––. ¿Y si yo me casara?––Muy bien hecho, señorito ––dijo Domingo.––Según y conforme ––se atrevió a insinuar Liduvina, su mujer.––Pues ¿no te casaste tú? ––le interpeló Augusto.––Según y conforme, señorito.––¿Cómo según y conforme? Habla.––Casarse es muy fácil; pero no es tan fácil ser casado.––Eso pertenece a la sabiduría popular, fuente de...––Y lo que es la que haya de ser mujer del señorito... ––agregó Liduvina, temiendoque Augusto les espetara todo un monólogo.––¿Qué? La que haya de ser mi mujer, ¿qué? Vamos, ¡dilo, dilo, mujer, dilo!––Pues que como el señorito es tan bueno...––Anda, dilo, mujer, dilo de una vez.––Ya recuerda lo que decía la señora...A la piadosa mención de su madre Augusto dejó las cartas sobre la mesa, y suespíritu quedó un momento en suspenso. Muchas veces su madre, aquella dulceseñora, hija del infortunio, le había dicho: « Yo no puedo vivir ya mucho, hijo mío; tupadre me está llamando. Acaso le hago a él más falta que a ti. Así que yo me vayade este mundo y te quedes solo en él tú cásate, cásate cuanto antes. Trae a estacasa dueña y señora. Y no es que yo no tenga confianza en nuestros antiguos y fielesservidores, no. Pero trae ama a la casa. Y que sea ama de casa, hijo mío, que seaama. Hazla dueña de tu corazón, de tu bolsa, de tu despensa, de tu cocina y de tusresoluciones. Busca una mujer de gobierno, que sepa querer... y gobernarte.»––Mi mujer tocará el piano ––dijo Augusto sacudiendo sus recuerdos y añoranzas.––¡El piano! Y eso ¿para qué sirve? ––preguntó Liduvina.––¿Para qué sirve? Pues ahí estriba su mayor encanto, en que no sirve paramaldita de Dios la cosa, lo que se llama servir. Estoy harto de servicios...––¿De los nuestros?––¡No, de los vuestros, no! Y además el piano sirve, sí, sirve... sirve para llenar dearmonía los hogares y que no sean ceniceros.––¡Armonía! Y eso ¿con qué se come?––Liduvina... Liduvina...La cocinera bajó la cabeza ante el dulce reproche. Era la costumbre de uno y deotra.––Sí, tocará el piano, porque es profesora de piano.––Entonces no lo tocará ––añadió con firmeza Liduvina––. Y si no, ¿para qué secasa?––Mi Eugenia... ––empezó Augusto.––¿Ah, pero se llama Eugenia y es maestra de piano? ––preguntó la cocinera.––Sí, ¿pues?––¿La que vive con unos tíos en la Avenida de la Alameda, encima del comercio delseñor Tiburcio?––La misma. ¿Qué, la conoces?––Sí... de vista...––No, algo más, Liduvina, algo más. Vamos, habla; mira que se trata del porveniry de la dicha de tu amo...––Es buena muchacha, sí, buena muchacha...––Vamos, habla, Liduvina... ¡por la memoria de mi madre!...––Acuérdese de sus consejos, señorito. Pero ¿quién anda en la cocina? ¿A que es elgato?...Y levantándose la criada, se salió.––¿Y qué, acabamos? ––preguntó Domingo.––Es verdad, Domingo, no podemos dejar así la partida. ¿A quién le toca salir?––A usted, señorito.––Pues allá va.Y perdió también la partida, por distraído.«Pues señor ––se decía al retirarse a su cuarto––, todos la conocen; todos laconocen menos yo. He aquí la obra del amor. ¿Y mañana? ¿Qué haré mañana? ¡Bah!A cada día bástele su cuidado. Ahora, a la cama.»Y se acostó.Y ya en la cama siguió diciéndose: «Pues el caso es que he estado aburriéndomesin saberlo, y dos mortales años... desde que murió mi santa madre... Sí, sí, hay unaburrimiento inconsciente. Casi todos los hombres nos aburrimos inconscientemente.El aburrimiento es el fondo de la vida, y el aburrimiento es el que ha inventado losjuegos, las distracciones, las novelas y el amor. La niebla de la vida rezuma un dulceaburrimiento, licor agridulce. Todos estos sucesos cotidianos, insignificantes; todasestas dulces conversaciones con que matamos el tiempo y alargamos la vida, ¿quéson sino dulcísimo aburrirse? ¡Oh, Eugenia, mi Eugenia, flor de mi aburrimiento vitale inconsciente, asísteme en mis sueños, sueña en mí y conmigo!»Y quedóse dormido.VCruzaba las nubes, águila refulgente, con las poderosas alas perladas de rocío, fijoslos ojos de presa en la niebla solar, dormido el corazón en dulce aburrimiento al amparodel pecho forjado en tempestádes; en derredor, el silencio que hacen losrumores remotos de la tierra, y allá en lo alto, en la cima del cielo, dos estrellasmellizas derramando bálsamo invisible. Desgarró el silencio un chillido estridente quedecía: «¡La Correspondencia!...» Y vislumbró Augusto la luz de un nuevo día.«¿Sueño o vivo? ––se preguntó embozándose en la manta––. ¿Soy águila o soyhombre? ¿Qué dirá el papel ese? ¿Qué novedades me traerá el nuevo día consigo?¿Se habrá tragado esta noche un terremoto a Corcubión? ¿Y por qué no a Leipzig?¡Oh, la asociación lírica de ideas, el desorden pindárico! El mundo es un caleidoscopio.La lógica la pone el hombre. El supremo arte es el del azar. Durmamos, pues, unrato más.» Y diose media vuelta en la cama.¡La Correspondencia!... ¡El vinagrero! Y luego un coche, y después un automóvil, yunos chiquillos después.«¡Imposible! ––volvió a decirse Augusto––. Esto es la vida que vuelve. Y con ella elamor... ¿Y qué es el amor? ¿No es acaso la destilación de todo esto? ¿No es el jugodel aburrimiento? Pensemos en Eugenia; la hora es propicia.»Y cerró los ojos con el propósito de pensar en Eugenia. ¿Pensar?Pero este pensamiento se le fue diluyendo, derritiéndosele, y al poco rato no erasino una polca. Es que un piano de manubrio se había parado al pie de la ventana desu cuarto y estaba sonando. Y el alma de Augusto repercutía notas, no pensaba.«La esencia del mundo es musical ––se dijo Augusto cuando murió la última notadel organillo––. Y mi Eugenia, ¿no es musical también? Toda ley es una ley de ritmo,y el ritmo es el amor. He aquí que la divina mañana, virginidad del día, me trae undescubrimiento: el amor es el ritmo. La ciencia del ritmo son las matemáticas; laexpresión sensible del amor es la música. La expresión, no su realización;entendámonos.»Le interrumpió un golpecito a la puerta.––¡Adelante!––¿Llamaba, señorito? ––dijo Domingo.––¡Sí... el desayuno!Había llamado, sin haberse dado de ello cuenta, lo menos hora y media antes quede costumbre, y una vez que hubo llamado tenía que pedir el desayuno, aunque noera hora.«El amor aviva y anticipa el apetito ––siguió diciéndose Augusto––. ¡Hay que vivirpara amar! Sí, ¡y hay que amar para vivir!»Se levantó a tomar el desayuno.––¿Qué tal tiempo hace, Domingo?––Como siempre, señorito.––Vamos, sí, ni bueno ni malo.––¡Eso!Era la teoría del criado, quien también se las tenía.Augusto se lavó, peinó, vistió y avió como quien tiene ya un objetivo en la vida,rebosando íntimo arregosto de vivir. Aunque melancólico.Echóse a la calle, y muy pronto el corazón le tocó a rebato. «¡Calla ––se dijo––, siyo la había visto, si yo la conocía hace mucho tiempo; sí, su imagen me es casi innata...!¡Madre mía, ampárame!» Y al pasar junto a él, al cruzarse con él Eugenia, lasaludó aún más con los ojos que con el sombrero.Estuvo a punto de volverse para seguirla, pero venció el buen juicio y el deseo quetenía de charlar con la portera.«Es ella, sí, es ella ––siguió diciéndose––, es ella, es la misma, es la que yobuscaba hace años, aun sin saberlo; es la que me buscaba. Estábamos destinadosuno a otro en armonía preestablecida; somos dos mónadas complementaria una deotra. La familia es la verdadera célula social. Y yo no soy más que una molécula.¡Qué poética es la ciencia, Dios mío! ¡Madre, madre mía, aquí tienes a tu hijo;aconséjame desde el cielo! ¡Eugenia, mi Eugenia...!»Miró a todas partes por si le miraban, pues se sorprendió abrazando al aire. Y sedijo: «El amor es un éxtasis; nos saca de nosotros mismos.»Le volvió a la realidad ––¿a la realidad?–– la sonrisa de Margarita.––¿Y qué, no hay novedad? ––le preguntó Augusto.––Ninguna, señorito. Todavía es muy pronto.––¿No le preguntó nada al entregársela?––Nada.––¿Y hoy?––Hoy, sí. Me preguntó por sus señas de usted, y si le conocía, y quién era. Me dijoque el señorito no se había acordado de poner la dirección de su casa. Y luego medio un encargo...––¿Un encargo? ¿Cuál? No vacile.––Me dijo que si volvía por acá le dijese que estaba comprometida, que tienenovio.––¿Que tiene novio?––Ya se lo dije yo, señorito.––No importa, ¡lucharemos!––Bueno, lucharemos.––¿Me promete usted su ayuda, Margarita?––Claro que sí.––¡Pues venceremos!Y se retiró. Fuese a la Alameda a refrescar sus emociones en la visión de verdura,a oír cantar a los pájaros sus amores. Su corazón verdecía y dentro de él cantábanletambién como ruiseñores recuerdos alados de la infancia.Era, sobre todo, el cielo de recuerdos de su madre derramando una lumbrederretida y dulce sobre todas sus demás memorias.De su padre apenas se acordaba; era una sombra mítica que se le perdía en lo máslejano; era una nube sangrienta de ocaso. Sangrienta, porque siendo aún pequeñitolo vio bañado en sangre, de un vómito, y cadavérico. Y repercutía en su corazón, atan larga distancia, aquel ¡hijo! de su madre, que desgarró la casa; aquel ¡hijo! queno se sabía si dirigido al padre moribundo o a él, a Augusto, empedernido deincomprensión ante el misterio de la muerte.Poco después su madre, temblorosa de congoja, le apechugaba a su seno, y conuna letanía de ¡hijo mío! ¡hijo mío! ¡hijo mío! le bautizaba en lágrimas de fuego. Y éllloró también, apretándose a su madre, y sin atreverse a volver la cara ni apartarlade la dulce oscuridad de aquel regazo palpitante, por miedo a encontrarse con losojos devoradores del coco.Y así pasaron días de llanto y de negrura, hasta que las lágrimas fueron yéndosehacia dentro y la casa fue derritiendo los negrores.Era una casa dulce y tibia. La luz entraba por entre las blancas flores bordadas enlos visillos. Las butacas abrían, con intimidad de abuelos hechos niños por los años,sus brazos. Allí estaba siempre el cenicero con la ceniza del último puro que apuró supadre. Y allí, en la pared, el retrato de ambos, del padre y de la madre, la viuda ya,hecho el día mismo en que se casaron. Él, que era alto, sentado, con una piernacruzada sobre la otra, enseñando la lengüeta de la bota, y ella, que era bajita, de piea su lado y apoyando la mano, una mano fina que no parecía hecha para agarrar,sino para posarse como paloma, en el hombro de su marido.Su madre iba y venía sin hacer ruido, como un pajarillo, siempre de negro, con unasonrisa, que era el poso de las lágrimas de los primeros días de viudez, siempre enla boca y en torno de los ojos escudriñadores. «Tengo que vivir para ti, para ti solo ––le decía por las noches, antes de acostarse––, Augusto.» Y este llevaba a sussueños nocturnos un beso húmedo aún en lágrimas.Como un sueño dulce se les iba la vida.Por las noches le leía su madre algo, unas veces la vida del Santo, otras una novelade Julio Verne o algún cuento candoroso y sencillo. Y algunas veces hasta se reía,con una risa silenciosa y dulce que trascendía a lágrimas lejanas.Luego entró al Instituto y por las noches era su madre quien le tomaba laslecciones. Y estudió para tomárselas. Estudió todos aquellos nombres raros de la historia universal, y solía decirle sonriendo: « Pero ¡cuántas barbaridades han podidohacer los hombres, Dios mío!» Estudió matemáticas, y en esto fue en lo que mássobresalió aqueIla dulce madre. «Si mi madre llega a dedicarse a las matemáticas...», se decía Augusto. Y recordaba el interés con que seguía el desarrollode una ecuación de segundo grado. Estudió psicología, y esto era lo que más se leresistía. «Pero ¡qué ganas de complicar las cosas!», solía decir a esto. Estudió físicay química a historia natural. De la historia natural lo que no le gustaba era aquellosmotajos raros que se les da en ella a los animales y las plantas. La fisiología lecausaba horror, y renunció a tomar sus lecciones a su hijo. Sólo con ver aquellasláminas que representaban el corazón o los pulmones al desnudo presentábasele lasanguinosa muerte de su marido. «Todo esto es muy feo, hijo mío ––le decía––; noestudies médico. Lo mejor es no saber cómo se tienen las cosas de dentro.»Cuando Augusto se hizo bachiller le tomó en brazos, le miró al bozo, y rompiendoen lágrimas exclamó: «¡Si viviese tu padre...!» Después le hizo sentarse sobre susrodillas, de lo que él, un chicarrón ya, se sentía avergonzado, y así le tuvo, ensilencio, mirando al cenicero de su difunto.Y luego vino su carrera, sus amistades universitarias, y la melancolía de la pobremadre al ver que su hijo ensayaba las alas. «Yo para ti, yo para ti ––solía decirle––,y tú, ¡quién sabe para qué otra!... Así es el mundo, hijo.» El día en que se recibió delicenciado en Derecho, su madre, al llegar él a casa, le tomó y besó la mano de unamanera cómicamente grave, y luego, abrazándole, díjole al oído: «¡Tu padre tebendiga, hijo mío!»Su madre jamás se acostaba hasta que él lo hubiese hecho, y le dejaba con unbeso en la cama. No pudo, pues, nunca trasnochar. Y era su madre lo primero queveía al despertarse. Y en la mesa, de lo que él no comía, tampoco ella.Salían a menudo juntos de paseo y así iban, en silencio, bajo el cielo, pensandoella en su difunto y él pensando en lo que primero pasaba a sus ojos. Y ella le decíasiempre las mismas cosas, cosas cotidianas, muy antiguas y siempre nuevas.Muchas de ellas empezaban así: «Cuando te cases...»Siempre que cruzaba con ellos alguna muchacha hermosa, o siquiera linda, sumadre miraba a Augusto con el rabillo del ojo.Y vino la muerte, aquella muerte lenta, grave y dulce, indolorosa, que entró depuntillas y sin ruido, como un ave peregrina, y se la llevó a vuelo lento, en una tardede otoño. Murió con su mano en la mano de su hijo, con sus ojos en los ojos de él.Sintió Augusto que la mano se enfriaba, sintió que los ojos se inmovilizaban. Soltó lamano después de haber dejado en su frialdad un beso cálido, y cerró los ojos. Searrodilló junto al lecho y pasó sobre él la historia de aquellos años iguales.Y ahora estaba aquí, en la Alameda, bajo el gorjear de los pájaros, pensando enEugenia. Y Eugenia tenía novio. «Lo que temo, hijo mío ––solía decirle su madre––,es cuando te encuentres con la primera espina en el camino de tu vida.» ¡Siestuviera aquí ella para hacer florecer en rosa a esta primera espina!«Si viviera mi madre encontraría solución a esto ––se dijo Augusto––, que no es,después de todo, más difícil que una ecuación de segundo grado. Y no es, en elfondo, más que una ecuación de segundo grado.»Unos débiles quejidos, como de un pobre animal, interrumpieron su soliloquio.Escudriñó con los ojos y acabó por descubrir, entre la verdura de un matorral, unpobre cachorrillo de perro que parecía buscar camino en tierra. «¡Pobrecillo! ––sedijo––. Lo han dejado recién nacido a que muera; les faltó valor para matarlo.» Y lorecogió.El animalito buscaba el pecho de la madre. Augusto se levantó y volvióse a casapensando: «Cuando lo sepa Eugenia, ¡mal golpe para mi rival! ¡Qué cariño le va atomar al pobre animalito! Y es lindo, muy lindo. ¡Pobrecito, cómo me lame lamano...!»––Trae leche, Domingo; pero tráela pronto ––le dijo al criado no bien este le huboabierto la puerta.––¿Pero ahora se le ocurre comprar perro, señorito?––No lo he comprado, Domingo; este perro no es esclavo, sino que es libre; lo heencontrado.––Vamos, sí, es expósito.––Todos somos expósitos, Domingo. Trae leche.Le trajo la leche y una pequeña esponja para facilitar la succión. Luego hizoAugusto que se le trajera un biberón para el cachorrillo, para Orfeo, que así lebautizó, no se sabe ni sabía él tampoco por qué.Y Orfeo fue en adelante el confidente de sus soliloquios, el que recibió los secretosde su amor a Eugenia.«Mira, Orfeo ––le decía silenciosamente––, tenemos que luchar. ¿Qué meaconsejas que haga? Si te hubiese conocido mi madre... Pero ya verás, ya veráscuando duermas en el regazo de Eugenia, bajo su mano tibia y dulce. Y ahora, ¿quévamos a hacer, Orfeo?»Fue melancólico el almuerzo de aquel día, melancólico el paseo, la partida deajedrez melancólica y melancólico el sueño de aquella noche.VI«Tengo que tomar alguna determinación ––se decía Augusto paseándose frente ala casa número 58 de la avenida de la Alameda––; esto no puede segúir así.»En aquel momento se abrió uno de los balcones del piso segundo, en que vivíaEugenia, y apareció una señora enjuta y cana con una jaula en la mano. Iba a ponerel canario al sol. Pero al ir a ponerlo faltó el clavo y la jaula se vino abajo. La señoralanzó un grito de desesperación: « ¡Ay, mi Pichín!» Augusto se precipitó a recoger lajaula. El pobre canario revolotaba dentro de ella despavorido.Subió Augusto a la casa, con el canario agitándose en la jaula y el corazón en elpecho. La señora le esperaba.––¡Oh, gracias, gracias, caballero!––Las gracias a usted, señora.––¡Pichín mío! ¡mi Pichincito! ¡Vamos, cálmate! ¿Gusta usted pasar, caballero?––Con mucho gusto, señora.Y entró Augusto.Llevólo la señora a la sala, y diciéndole: «Aguarde un poco, que voy a dejar a miPichín», le dejó solo.En este momento entró en la sala un caballero anciano, el tío de Eugenia sin duda.Llevaba anteojos ahumados y un fez en la cabeza. Acercóse a Augusto, y tomandoasiento junto a él le dirigió estas palabras:––(Aquí una frase en esperanto que quiere decir: ¿Y usted no cree conmigo que lapaz universal llegará pronto merced al esperanto?)Augusto pensó en la huida, pero el amor a Eugenia le contuvo. El otro prosiguióhablando, en esperanto también.Augusto se decidió por fin.––No le entiendo a usted una palabra, caballero.––De seguro que le hablaba a usted en esa maldita jerga que llaman esperanto ––dijo la tía, que a este punto entraba. Y añadió dirigiéndose a su marido––: Fermín,este señor es el del canario.––Pues no te entiendo más que tú cuando te hablo en esperanto ––le contestó sumarido.––Este señor ha recogido a mi pobre Pichín, que cayó a la calle, y ha tenido labondad de traérmelo. Y usted ––añadió volviéndose a Augusto–– ¿quién es?––Yo soy, señora, Augusto Pérez, hijo de la difunta viuda de Pérez Rovira, a quienusted acaso conocería.––¿De doña Soledad?––Exacto; de doña Soledad.––Y mucho que conocí a la buena señora. Fue una viuda y una madre ejemplar. Lefelicito a usted por ello.––Y yo me felicito de deber al feliz accidente de la caída del canario elconocimiento de ustedes.––¡Feliz! ¿Llama usted feliz a ese accidente?––Para mí, sí.––Gracias, caballero ––dijo don Fermín, agregando––: Rigen a los hombres y a suscosas enigmáticas leyes, que el hombre, sin embargo, puede vislumbrar. Yo, señormío, tengo ideas particulares sobre casi todas las cosas...––Cállate con tu estribillo, hombre ––exclamó la tía––. ¿Y cómo es que pudo ustedacudir tan pronto en socorro de mi Pichín?––Seré franco con usted, señora; le abriré mi pecho. Es que rondaba la casa.––¿Esta casa?––Sí, señora. Tienen ustedes una sobrina encantadora.––Acabáramos, caballero. Ya, ya veo el feliz accidente. Y veo que hay canariosprovidenciales.––¿Quién conoce los caminos de la Providencia? ––dijo don Fermín.––Yo los conozco, hombre, yo ––exclamó su señora; y volviéndose a Augusto––:tiene usted abiertas las puertas de esta casa... Pues ¡no faltaba más! Al hijo de doñaSoledad... Así como así, va usted a ayudarme a quitar a esa chiquilla un caprichitoque se le ha metido en la cabeza...––¿Y la libertad? ––insinuó don Fermín.––Cállate tú, hombre, y quédate con tu anarquismo.––¿Anarquismo? ––exclamó Augusto.Irradió de gozo el rostro de don Fermín, y añadió con la más dulce de sus voces:––Sí, señor mío, yo soy anarquista, anarquista místico, pero en teoría, entiéndasebien, en teoría. No tema usted, amigo ––y al decir esto le puso amablemente lamano sobre la rodilla––, no echo bombas. Mi anarquismo es puramente espiritual.Porque yo, amigo mío, tengo ideas propias sobre casi todas las cosas...––Y usted, ¿no es anarquista también? ––preguntó Augusto a la tía, por decir algo.––¿Yo? Eso es un disparate, eso de que no mande nadie. Si no manda nadie,¿quién va a obedecer? ¿No comprende usted que eso es imposible?––Hombres de poca fe, que llamáis imposible... ––empezó don Fermín.Y la tía, interrumpiéndole:––Pues bien, mi señor don Augusto, pacto cerrado. Usted me parece un excelentesujeto, bien educado, de buena familia, con una renta más que regular... Nada,nada, desde hoy es usted mi candidato.––Tanto honor, señora...––Sí; hay que hacer entrar en razón a esta mozuela. Ella no es mala, sabe usted,pero caprichosa... Luego, ¡fue criada con tanto mimo!... Cuando sobrevino aquellaterrible catástrofe de mi pobre hermano...––¿Catástrofe? ––preguntó Augusto.––Sí, y como la cosa es pública no debo yo ocultársela a usted. El padre deEugenia se suicidó después de una operación bursátil desgraciadísima y dejándolacasi en la miseria. Le quedó una casa, pero gravada con una hipoteca que se llevasus rentas todas. Y la pobre chica se ha empeñado en ir ahorrando de su trabajohasta reunir con qué levantar la hipoteca. Figúrese usted, ¡ni aunque se esté dandolecciones de piano sesenta años!Augusto concibió al punto un propósito generoso y heroico.––La chica no es mala ––prosiguió la tía––, pero no hay modo de entenderla.––Si aprendierais esperanto ––empezó don Fermín.––Déjanos de lenguas universales. ¿Conque no nos entendemos en las nuestras yvas a traer otra?––Pero ¿usted no cree, señora ––le preguntó Augusto––, que sería bueno que nohubiese sino una sola lengua?––¡Eso, eso! ––exclamó alborozado don Fermín.––Sí, señor ––dijo con firmeza la tía––; una sola lengua: el castellano, y a lo sumoel bable para hablar con las criadas que no son racionales.La tía de Eugenia era asturiana y tenía una criada, asturiana también, a la quereñía en bable.––Ahora, si es en teoría ––añadió––, no me parece mal que haya una sola lengua.Porque este mi marido, en teoría, es hasta enemigo del matrimonio...––Señores ––dijo Augusto levantándose––, estoy acaso molestando...––Usted no molesta nunca, caballero ––le respondió la tía––, y quedacomprometido a volver por esta casa. Ya lo sabe usted, es usted mi candidato.Al salir se le acercó un momento don Fermín y le dijo al oído: «¡No piense usted eneso!» «¿Y por qué no?» , le preguntó Augusto. «Hay presentimientos, caballero, haypresentimientos...»Al despedirse, las últimas palabras de la tía fueron: «Ya lo sabe, es mi candidato.»Cuando Eugenia volvió a casa, las primeras palabras de su tía al verla fueron:––¿Sabes Eugenia, quién ha estado aquí? Don Augusto Pérez.––Augusto Pérez... Augusto Pérez... ¡Ah, sí! Y ¿quién le ha traído?––Pichín, mi canario.––Y ¿a qué ha venido?––¡Vaya una pregunta! Tras de ti.––¿Tras de mí y traído por el canario? Pues no lo entiendo. Valiera más quehablases en esperanto, como tío Fermín.––Él viene tras de ti y es un mozo joven, no feo, apuesto, bien educado, fino, ysobre todo rico, chica, sobre todo rico.––Pues que se quede con su riqueza, que si yo trabajo no es para venderme.––Y ¿quién te ha hablado de venderte, polvorilla?––Bueno, bueno, tía, dejémonos de bromas.––Tú le verás, chiquilla, tú le verás a irás cambiando de ideas.––Lo que es eso...––Nadie puede decir de esta agua no beberé.––¡Son misteriosos los caminos de la Providencia! ––exclamó don Fermín––. Dios...––Pero, hombre ––le arguyó su mujer––, ¿cómo se compadece eso de Dios con elanarquismo? Ya te lo he dicho mil veces. Si no debe mandar nadie, ¿qué es eso de Dios?––Mi anarquismo, mujer, me lo has oído otras mil veces, es místico, es unanarquismo místico. Dios no manda como mandan los hombres. Dios es tambiénanarquista, Dios no manda, sino...––Obedece, ¿no es eso?––Tú lo has dicho, mujer, tú lo has dicho. Dios mismo te ha iluminado. ¡Ven acá!Cogió a su mujer, le miró en la frente, soplóle en ella, sobre unos rizos de blancoscabellos y añadió:––Te inspiró Él mismo. Sí, Dios obedece... obedece.––Sí, en teoría, ¿no es eso? Y tú, Eugenita, déjate de bobadas, que se te presentaun gran partido.––También yo soy anarquista, tía, pero no como tío Fermín, no mística.––¡Bueno, se verá! ––terminó la tía.VII«¡Ay, Orfeo! ––decía ya en su casaAugusto, dándole la leche a aquel––. ¡Ay, Orfeo!Di el gran paso, el paso decisivo; entré en su hogar, entré en el santuario. ¿Sabes loque es dar un paso decisivo? Los vientos de la fortuna nos empujan y nuestros pasosson decisivos todos. ¿Nuestros? ¿Son nuestros esos pasos? Caminamos, Orfeo mío,por una selva enmarañada y bravía, sin senderos. El sendero nos lo hacemos con lospies según caminamos a la ventura. Hay quien cree seguir una estrella; yo creoseguir una doble estrella, melliza. Y esa estrella no es sino la proyección misma delsendero al cielo, la proyección del azar.»¡Un paso decisivo! Y dime, Orfeo, ¿qué necesidad hay de que haya ni Dios nimundo ni nada? ¿Por qué ha de haber algo? ¿No te parece que esa idea de lanecesidad no es sino la forma suprema que el azar toma en nuestra mente?»¿De dónde ha brotado Eugenia? ¿Es ella una creación mía o soy creación suyayo?, ¿o somos los dos creaciones mutuas, ella de mí y yo de ella? ¿No es acaso todocreación de cada cosa y cada cosa creación de todo? Y ¿qué es creación?, ¿qué erestú, Orfeo?, ¿qué soy yo?» Muchas veces se me ha ocurrido pensar, Orfeo, que yo no soy, a iba por la calleantojándoseme que los demás no me veían. Y otras veces he fantaseado que no meveían como me veía yo, y que mientras yo me creía ir formalmente, con todacompostura, estaba, sin saberlo, haciendo el payaso, y los demás riéndose yburlándose de mí. ¿No te ha ocurrido alguna vez a ti esto, Orfeo? Aunque no, porquetú eres joven todavía y no tienes experiencia de la vida. Y además eres perro.»Pero, dime, Orfeo, ¿no se os ocurrirá alguna vez a los perros creeros hombres, asícomo ha habido hombres que se han creído perros?»¡Qué vida esta, Orfeo, qué vida, sobre todo desde que murió mi madre! Cadahora me llega empujada por las horas que le precedieron; no he conocido elporvenir. Y ahora que empiezo a vislumbrarlo me parece se me va a convertir enpasado. Eugenia es ya casi un recuerdo para mí. Estos días que pasan... este día,este eterno día que pasa... deslizándose en niebla de aburrimiento. Hoy como ayer,mañana como hoy. Mira, Orfeo, mira la ceniza que dejó mi padre en aquel cenicero...»Esta es la revelación de la eternidad, Orfeo, de la terrible eternidad. Cuando elhombre se queda a solas y cierra los ojos al porvenir, al ensueño, se le revela elabismo pavoroso de la eternidad. La eternidad no es porvenir. Cuando morimos nosda la muerte media vuelta en nuestra órbita y emprendemos la marcha hacia atrás,hacia el pasado, hacia lo que fue. Y así, sin término, devanando la madeja denuestro destino, deshaciendo todo el infinito que en una eternidad nos ha hecho,caminando a la nada, sin llegar nunca a ella, pues que ella nunca fue.»Por debajo de esta corriente de nuestra existencia, por dentro de ella, hay otracorriente en sentido contrario; aquí vamos del ayer al mañana, allí se va del mañanaal ayer. Se teje y se desteje a un tiempo. Y de vez en cuando nos llegan hálitos,vahos y hasta rumores misteriosos de ese otro mundo, de ese interior de nuestromundo. Las entrañas de la historia son una contrahistoria, es un proceso inverso alque ella sigue. El río subterráneo va del mar a la fuente.»Y ahora me brillan en el cielo de mi soledad los dos ojos de Eugenia. Me brillancon el resplandor de las lágrimas de mi madre. Y me hacen creer que existo, ¡dulceilusión! Amo, ergo sum! Este amor, Orfeo, es como lluvia bienhechora en que sedeshace y concreta la niebla de la existencia. Gracias al amor siento al alma debulto, la toco. Empieza a dolerme en su cogollo mismo el alma, gracias al amor,Orfeo. Y el alma misma, ¿qué es sino amor, sino dolor encarnado?»Vienen los días y van los días y el amor queda. Allá dentro, muy dentro, en lasentrañas de las cosas se rozan y friegan la corriente de este mundo con la contraria corriente del otro, y de este roce y friega viene el más triste y el más dulce de losdolores: el de vivir.»Mira, Orfeo, las lizas, mira la urdimbre, mira cómo la trama ya viene con lalanzadera, mira cómo juegan las primideras; pero, dime, ¿dónde está el enjullo aque se arrolla la tela de nuestra existencia, dónde?»Como Orfeo no había visto nunca un telar, es muy difícil que entendiera a su amo.Pero mirándole a los ojos mientras hablaba adivinaba su sentir.VIIIAugusto temblaba y sentíase como en un potro de suplicio en su asiento;entrábanle furiosas ganas de levantarse de él, pasearse por la sala aquella, darmanotadas al aire, gritar, hacer locuras de circo, olvidarse de que existía. Ni doñaErmelinda, la tía de Eugenia, ni don Fermín, su marido, el anarquista teórico ymístico, lograban traerle a la realidad.––Pues sí, yo creo ––decía doña Ermelinda––, don Augusto, que esto es lo mejor,que usted se espere, pues ella no puede ya tardar en venir; la llamo, ustedes se veny se conocen y este es el primer paso. Todas las relaciones de este género tienenque empezar por conocerse, ¿no es así?––En efecto, señora ––dijo, como quien habla desde otro mundo, Augusto––, elprimer paso es verse y conocerse...––Y yo creo que así que ella le conozca a usted, pues... ¡la cosa es clara!––No tan clara ––arguyó don Fermín––. Los caminos de la Providencia sonmisteriosos siempre... Y en cuanto a eso de que para casarse sea preciso o siquieraconveniente conocerse antes, discrepo... discrepo... El único conocimiento eficaz esel conocimiento post nuptias. Ya me has oído, esposa mía, lo que en lenguaje biblicosignifica conocer. Y, créemelo, no hay más conocimiento sustancial y esencial queese, el conocimiento penetrante...––Cállate, hombre, cállate, no desbarres.––El conocimiento, Ermelinda...Sonó el timbre de la puerta.––¡Ella! ––exclamó con misteriosa voz el tío.Augusto sintió una oleada de fuego subirle del suelo hasta perderse, pasando porsu cabeza, en lo alto, encima de él. Y empezó el corazón a martillarle el pecho.Se oyó abrir la puerta, y ruido de unos pasos rápidos e iguales, rítmicos. YAugusto, sin saber cómo, sintió que la calma volvía a reinar en él.––Voy a llamarla ––dijo don Fermín haciendo conato de levantarse.––¡No, de ningún modo! ––exclamó doña Ermelinda, y llamó.Y luego a la criada, al presentarse:––¡Di a la señorita Eugenia que venga!Se siguió un silencio. Los tres, como en complicidad, callaban. Y Augusto se decía:«¿Podré resistirlo?, ¿no me pondré rojo como una amapola o blanco cual un liriocuando sus ojos llenen el hueco de esa puerta?, ¿no estallará mi corazón?»Oyóse un ligero rumor, como de paloma que arranca en vuelo, un ¡ah! breve yseco, y los ojos de Eugenia, en un rostro todo frescor de vida y sobre un cuerpo queno parecía pesar sobre el suelo, dieron como una nueva y misteriosa luz espiritual ala escena. Y Augusto se sintió tranquilo, enormemente tranquilo, clavado a suasiento y como si fuese una planta nacida en él, como algo vegetal, olvidado de sí,absorto en la misteriosa luz espiritual que de aquellos ojos irradiaba. Y sólo al oír quedoña Ermelinda empezaba a decir a su sobrina: «Aquí tienes a nuestro amigo donAugusto Pérez...» , volvió en sí y se puso en pie procurando sonreír.––Aquí tienes a nuestro amigo don Augusto Pérez, que desea conocerte...––¿El del canario? ––preguntó Eugenia.––Sí, el del canario, señorita ––contestó Augusto acercándose a ella y alargándolela mano. Y pensó: «¡Me va a quemar con la suya!»Pero no fue así. Una mano blanca y fría, blanca como la nieve y como la nieve fría,tocó su mano. Y sintió Augusto que se derramaba por su ser todo como un fluido deserenidad.Sentóse Eugenia.––Y este caballero ––empezó la pianista.«¡Este caballero... este caballero... ––pensó Augusto rapidísimamente–– estecaballero! ¡Llamarme caballero! ¡Esto es de mal agüero!»––Este caballero, hija mía, que ha hecho por una feliz casualidad...––Sí, la del canario.––¡Son misteriosos los caminos de la Providencia ––sentenció el anarquista.––Este caballero, digo ––agregó la tía––, que por una feliz casualidad ha hecho conocimiento con nosotros y resulta ser el hijo de una señora a quien conocí algo yrespeté mucho; este caballero, puesto que es amigo ya de casa, ha deseadoconocerte, Eugenia.––¡Y admirarla! ––añadió Augusto.––¿Admirarme? ––exclamó Eugenia.––¡Sí, como pianista!––¡Ah, vamos!––Conozco, señorita, su gran amor al arte...––¿Al arte? ¿A cuál, al de la música?––¡Claro está!––¡Pues le han engañado a usted, don Augusto!«¡Don Augusto! ¡Don Augusto! ––pensó este, ¡Don...! ¡De qué mal agüero es estedon! ¡casi tan malo como aquel caballero! » Y luego, en voz alta:––¿Es que no le gusta la música?––Ni pizca, se lo aseguro.«Liduvina tiene razón ––pensó Augusto––; esta, después que se case, y si elmarido la puede mantener, no vuelve a teclear un piano.» Y luego, en voz alta:––Como es voz pública que es usted una excelente profesora...––Procuro cumplir lo mejor posible con mi deber profesional, y ya que tengo queganarme la vida...––Eso de tener que ganarte la vida... ––empezó a decir don Fermín.––Bueno, basta ––interrumpió la tía––; ya el señor don Augusto está informado detodo...––¿De todo? ¿De qué? ––preguntó con aspereza y con un ligerísimo ademán de ir alevantarse Eugenia.––Sí, de lo de la hipoteca...––¿Cómo? ––––exclamó la sobrina poniéndose en pie––. Pero ¿qué es esto, quésignifica todo esto, a qué viene esta visita?––Ya te he dicho, sobrina, que este señor deseaba conocerte... Y no te alteresasí...––Pero es que hay cosas...––Dispense a su señora tía, señorita ––suplicó también Augusto poniéndose a suvez en pie, y lo mismo hicieron los tíos––; pero no ha sido otra cosa... Y en cuanto aeso de la hipoteca y a su abnegación de usted y amor al trabajo, yo nada he hechopara arrancar de su señora tía tan interesantes noticias; yo...––Sí, usted se ha limitado a traer el canario unos días después de haberme dirigidouna carta...––En efecto, no lo niego.––Pues bien, caballero, la contestación a esa carta se la daré cuando mejor meplazca y sin que nadie me cohiba a ello. Y ahora vale más que me retire.––¡Bien, muy bien! ––––exclamó don Fermín––. ¡Esto es entereza y libertad! ¡Estaes la mujer del porvenir! ¡Mujeres así hay que ganarlas a puño, amigo Pérez, a puño!––¡Señorita...! ––suplicó Augusto acercándose a ella.––Tiene usted razón ––dijo Eugenia, y le dio para despedida la mano, tan blanca ytan fría como antes y como la nieve.Al dar la espalda para salir y desaparecer así los ojos aquellos, fuentes demisteriosa luz espiritual, sintió Augusto que la ola de fuego le recorría el cuerpo, elcorazón le martillaba el pecho y parecía querer estallarle la cabeza.––¿Se siente usted malo? ––le preguntó don Fermín.––¡Qué chiquilla, Dios mío, qué chiquilla! ––exclamaba doña Ermelinda.––¡Admirable!, ¡majestuosa!, ¡heroica! ¡Una mujerl, ¡toda una mujer! ––decíaAugusto.––Así creo yo ––añadió el tío.––Perdone, señor don Augusto ––repetíale la tía––, perdone; esta chiquilla es unpequeño erizo; ¡quién lo había de pensar!...––Pero ¡si estoy encantado, señora, encantado! ¡Si esta recia independencia decarácter, a mí, que no le tengo, es lo que más me entusiasma!; ¡si es esta, esta,esta y no otra la mujer que yo necesito!––¡Sí, señor Pérez, sí ––declamó el anarquista––; esta es la mujer del porvenir!––¿Y yo? ––arguyó doña Ermelinda.––¡Tú, la del pasado! ¡Esta es, digo, la mujer del porvenir! ¡Claro, no en balde meha estado oyendo disertar un día y otro sobre la sociedad futura y la mujer del porvenir;no en balde le he inculcado las emancipadoras doctrinas del anarquismo... sinbombas!––¡Pues yo creo ––dijo de mal humor la tía–– que esta chicuela es capaz hasta detirar bombas!––Y aunque así fuera... ––insinuó Augusto.––¡Eso no!, ¡eso no! ––dijo el tío.––Y ¿qué más da?––¡Don Augusto! ¡Don Augusto!––Yo creo ––añadió la tía–– que no por esto que acaba de pasar debe usted cederen sus pretensiones...––¡Claro que no! Así tiene más mérito.––¡A la conquista, pues! Y ya sabe usted que nos tiene de su parte y que puedevenir a esta su casa cuantas veces guste, y quiéralo o no Eugenia.––Pero, mujer, ¡si ella no ha manifestado que le disgusten las venidas acá de donAugusto!... ¡Hay que ganarla a puño, amigo, a puño! Ya irá usted conociéndola yverá de qué temple es. Esto es toda una mujer, don Augusto, y hay que ganarla apuño, a puño. ¿No quería usted conocerla?––Sí, pero...––Entendido, entendido. ¡A la lucha, pues, amigo mío!––Cierto, cierto, y ahora ¡adiós!Don Fermín llamó luego aparte a Augusto, para decirle:––Se me había olvidado decirle que cuando escriba a Eugenia lo haga escribiendosu nombre con jota y no con ge, Eujenia, y del Arco con ka: Eujenia Domingo delArko.––Y ¿por qué?––Porque hasta que no llegue el día feliz en que el esperanto sea la única lengua,¡una sola para toda la humanidad!, hay que escribir el castellano con ortografía foné-tica. ¡Nada de ces!, ¡guerra a la ce! Za, ze, zi, zo, zu con zeta, y ka, ke, ki, ko, kucon ka. ¡Y fuera las haches! ¡La hache es el absurdo, la reacción, la autoridad, laedad media, el retroceso! ¡Guerra a la hache!––¿De modo que es usted foneticista también?––¿También?, ¿por qué también?––Por lo de anarquista y esperantista...––Todo es uno, señor, todo es uno. Anarquismo, esperantismo, espiritismo,vegetarianismo, foneticismo... ¡todo es uno! ¡Guérra a la autoridad!, ¡guerra a ladivisión de lenguas!, ¡guerra a la vil materia y a la muerte!, ¡guerra a la carne!,¡guerra a la hache! ¡Adiós!Despidiéronse y Augusto salió a la calle como aligerado de un gran peso y hastagozoso. Nunca hubiera presupuesto lo que le pasaba por dentro del espíritu. Aquellamanera de habérsele presentado Eugenia la primera vez que se vieron de quieto yde cerca y que se hablaron, lejos de dolerle, encendíale más y le animaba. El mundole parecía más grande, el aire más puro y más azul el cielo. Era como si respirasepor vez primera. En lo más íntimo de sus oídos cantaba aquella palabra de sumadre: ¡cásate! Casi todas las mujeres con que cruzaba por la calle parecíanleguapas, muchas hermosísimas y ninguna fea. Diríase que para él empezaba a estarel mundo iluminado por una nueva luz misteriosa desde dos grandes estrellasinvisibles que refulgían más allá del azul del cielo, detrás de su aparente bóveda.Empezaba a conocer el mundo. Y sin saber cómo se puso a pensar en la profundafuente de la confusión vulgar entre el pecado de la carne y la caída de nuestrosprimeros padres por haber probado del fruto del árbol de la ciencia del bien y delmal.Y meditó en la doctrina de don Fermín sobre el origen del conocimiento.Llegó a casa, y al salir Orfeo a recibirle lo cogió en sus brazos, le acarició y le dijo:«Hoy empezamos una nueva vida, Orfeo. ¿No sientes que el mundo es más grande,más puro el sire y más azul el cielo? ¡Ah, cuando la veas, Orfeo, cuando laconozcas...! ¡Entonces sentirás la congoja de no ser más que perro como yo siento lade no ser más que hombre! Y dime, Orfeo, ¿cómo podéis conocer, si no pecáis, sivuestro conocimiento no es pecado? El conocimiento que no es pecado no es talconocimiento, no es racional.»Al servirle la comida su fiel Liduvina se le quedó mirando.––¿Qué miras? ––preguntó Augusto.––Me parece que hay mudanza.––¿De dónde sacas eso?––El señorito tiene otra cara.––¿Lo crees?––Naturalmente. ¿Y qué, se arregla lo de la pianista?––¡Liduvina! ¡Liduvina!––Tiene usted razón, señorito; pero ¡me interesa tanto su felicidad!––¿Quién sabe qué es eso?...––Es verdad.Y los dos miraron al suelo, como si el secreto de la felicidad estuviese debajo de él.IXAl día siguiente de esto hablaba Eugenia en el reducido cuchitril de una porteríacon un joven, mientras la portera había salido discretamente a tomar el fresco a lapuerta de la casa.––Es menester que esto se acabe, Mauricio ––decía Eugenia––; así no podemosseguir, y menos después de lo que te digo pasó ayer.––Pero ¿no dices ––dijo el llamado Mauricio–– que ese pretendiente es un pobrepanoli que vive en Babia?––Sí, pero tiene dinero y mi tía no me va a dejar en paz. Y, la verdad, no me gustahacer feos a nadie, y tampoco quiero que me estén dando la jaqueca.––¡Despáchale!––¿De dónde?, ¿de casa de mis tíos? ¿Y si ellos no quieren?––No le hagas caso.––Ni le hago ni pienso hacerle, pero se me antoja que el pobrete va a dar en la florde venir de visita a hora que esté yo. No es cosa, como comprendes, de que meencierre en mi cuarto y me niegue a que me vea, y sin solicitarme va a dedicarse amártir silencioso.––Déjale que se dedique.––No, no puedo resistir a los mendigos de ninguna clase, y menos a esos quepiden limosna con los ojos. ¡Y si vieras qué miradas me echa!––¿Te conmueve?––Me encocora. Y, la verdad, ¿por qué no he de decírtelo?, sí, me conmueve.––¿Y temes?––¡Hombre, no seas majadero! No temo nada. Para mí no hay más que tú.––¡Ya lo sabía! ––dijo lleno de convicción Mauricio, y poniendo una mano sobreuna rodilla de Eugenia la dejó allí.––Es preciso que te decidas, Mauricio.––Pero ¿a qué, rica mía, a qué?––¿A qué ha de ser, hombre, a qué ha de ser? ¡A que nos casemos de una vez!––Y ¿de qué vamos a vivir?––De mi trabajo hasta que tú lo encuentres.––¿De tu trabajo?––¡Sí, de la odiosa música!––¿De tu trabajo? ¡Eso sí que no!; ¡nunca!, ¡nunca!, ¡nunca!; ¡todo menos vivir yode tu trabajo! Lo buscaré, seguiré buscándolo, y en tanto, esperaremos...––Esperaremos... esperaremos... ¡y así se nos irán los años! ––exclamó Eugeniataconeando en el suelo con el pie sobre que estaba la rodilla en que Mauricio dejódescansar su mano.Y él, al sentir así sacudida su mano, la separó de donde la posaba, pero fue paraechar el brazo sobre el cuello y hacer juguetear entre sus dedos uno de lospendientes de su novia. Eugenia le dejaba hacer.––Mira, Eugenia, para divertirte le puedes poner, si quieres, buena cara a esepanoli.––¡Mauricio!––¡Tienes razón, no te enfades, rica mía! ––y contrayendo el brazo atrajo a lacabeza la de Eugenia, buscé con sus labios los de ella y los juntó, cerrando los ojos,en un beso húmedo, silencioso y largo.––¡Mauricio!Y luego le besó en los ojos.––¡Esto no puede seguir así, Mauricio!––¿Cómo? Pero ¿hay mejor que esto?, ¿crees que lo pasaremos nunca mejor?––Te digo, Mauricio, que esto no puede seguir así. Tienes que buscar trabajo. Odiola música.Sentía la pobre oscuramente, sin darse de ello clara cuenta, que la música espreparación eterna, preparación a un advenimiento que nunca llega, eterna iniciaciónque no acaba cosa. Estaba harta de música.––Buscaré trabajo, Eugenia, lo buscaré.––Siempre dices lo mismo y siempre estamos lo mismo.––Es que crees...––Es que sé que en el fondo no eres más que un haragán y que va a ser precisoque sea yo la que busque trabajo para ti. Claro, ¡como a los hombres os cuestamenos esperar...!––Eso creerás tú...––Sí, sí, sé bien lo que me digo. Y ahora, te lo repito, no quiero ver los ojossuplicantes del señorito don Augusto como los de un perro hambriento...––¡Qué cosas se te ocurren, chiquilla!––Y ahora ––añadió levantándose y apartándole con la mano suya––, quietecito ya tomar el fresco, ¡que buena falta te hace!––¡Eugenia! ¡Eugenia! ––le suspiró con voz seca, casi febril, al oído––, si túquisieras...––El que tiene que aprender a querer eres tú, Mauricio. Conque... ¡a ser hombre!Busca trabajo, decídete pronto; si no, trabajaré yo; pero decídete pronto. En otrocaso...––En otro caso, ¿qué?––¡Nada! ¡Hay que acabar con esto!Y sin dejarle replicar se salió del cuchitril de la portería. Al cruzar con la portera ledijo:––Ahí queda su sobrino, señora Marta, y dígale que se resuelva de una vez.Y salió Eugenia con la cabeza alta a la calle, donde en aquel momento un organillode manubrio encentaba una rabiosa polca. «¡Horror!, ¡horror!, ¡horror!» , se dijo lamuchacha, y más que se fue huyó calle abajo.XComo Augusto necesitaba confidencia se dirigió al Casino, a ver a Víctor, suamigote, al día siguiente de aquella su visita a casa de Eugenia y a la misma hora enque esta espoleaba la pachorra amorosa de su novio en la portería.Sentíase otro Augusto y como si aquella visita y la revelación en ella de la mujerfuerte ––fluía de sus ojos fortaleza–– le hubiera arado las entrañas del alma, alumbrandoen ellas un manantial hasta entonces oculto. Pisaba con más fuerza,respiraba con más libertad.«Ya tengo un objetivo, una finalidad en esta vida ––se decía––, y es conquistar aesta muchacha o que ella me conquiste. Y es lo mismo. En amor lo mismo da vencerque ser vencido. Aunque ¡no... no! Aquí ser vencido es que me deje por el otro. Porel otro, sí, porque aquí hay otro, no me cabe duda. ¿Otro?, ¿otro qué? ¿Es que acasoyo soy uno? Yo soy un pretendiente, un solicitante, pero el otro... el otro se meantoja que no es ya pretendiente ni solicitante; que no pretende ni solicita porque haobtenido. Claro que no más que el amor de la dulce Eugenia. ¿No más...?»Un cuerpo de mujer irradiante de frescura, de salud y de alegría, que pasó a suvera, le interrumpió el soliloquio y le arrastró tras de sí. Púsose a seguir, casimaquinalmente, al cuerpo aquel, mientras proseguía soliloquizando:«¡Y qué hermosa es! Esta y aquella, una y otra. Y el otro acaso en vez depretender y solicitar es pretendido y solicitado; tal vez no le corresponde como ellase merece... Pero ¡qué alegría es esta chiquilla!, ¡y con qué gracia saluda a aquelque va por allá! ¿De dónde habrá sacado esos ojos? ¡Son casi como los otros, comolos de Eugenia! ¡Qué dulzura debe de ser olvidarse de la vida y de la muerte entresus brazos!, ¡dejarse brezar en ellos como en olas de carne! ¡El otro ...! Pero el otrono es el novio de Eugenia, no es aquel a quien ella quiere; el otro soy yo. ¡Sí, yo soyel otro; yo soy otro!»Al llegar a esta conclusión de que él era otro, la moza a que seguía entró en unacasa. Augusto se quedó parado, mirando a la casa. Y entonces se dio cuenta de quela había venido siguiendo. Recapacitó que había salido para ir al Casino y emprendióel camino de este. Y proseguía:«Pero ¡cuántas mujeres hermosas hay en este mundo, Dios mío! Casi todas.¡Gracias, Señor, gracias; gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam! ¡Tugloria es la hermosura de la mujer, Señor! Pero ¡qué cabellera, Dios mío, quécabellera! »Era, en efecto, una gloriosa cabellera la de aquella criada de servicio, que con sucesta al brazo cruzaba en aquel momento con él. Y se volvió tras ella. La luz parecíaanidar en el oro de aquellos cabellos, y como si estos pugnaran por soltarse de sutrenzado y esparcirse al aire fresco y claro. Y bajo la cabellera un rostro todo él sonrisa.«Soy otro, soy el otro ––prosiguió Augusto mientras seguía a la de la cesta––; pero¿es que no hay otras? ¡Sí, hay otras para el otro! Pero como la una, como ella, comola única, ¡ninguna!, ¡ninguna! Todas estas no son sino remedos de ella, de la una, dela única, ¡de mi dulce Eugenia! ¿Mía? Sí; yo por el pensamiento, por el deseo la hagomía. Él, el otro, es decir, el uno, podrá llegar a poseerla materialmente; pero lamisteriosa luz espiritual de aquellos ojos es mía, ¡mía, mía! Y ¿no reflejan tambiénuna misteriosa luz espiritual estos cabellos de oro? ¿Hay una sola Eugenia, o son dos, una la mía y otra la de su novio? Pues si es así, si hay dos, que se quede él conla suya, y con la mía me quedaré yo. Cuando la tristeza me visite, sobre todo denoche; cuando me entren ganas de llorar sin saber por qué, ¡oh, qué dulce habrá deser cubrir mi cara, mi boca, mis ojos, con estos cabellos de oro y respirar el afire quea través de epos se filtre y se perfume! Pero ...»Sintióse de pronto detenido. La de la cesta se había parado a hablar con otracompañera. Vaciló un momento Augusto, y diciéndose: «¡Bah, hay tantas mujereshermosas desde que conocí a Eugenia...!», echó a andar, volviéndose camino delCasino.«Si ella se empeña en preferir al otro, es decir, al uno, soy capaz de una resoluciónheroica, de algo que ha de espantar por lo magnánimo. Ante todo, quiérame o no mequiera, ¡eso de la hipoteca no puede quedar así! »Arrancóle del soliloquio un estallido de goce que parecía brotar de la serenidad delcielo. Un par de muchachas reían junto a él, y era su risa como el gorjeo de dospájaros en una enramada de flores. Clavó un momento sus ojos sedientos dehermosura en aquella pareja de mozas, y apareciéronsele como un solo cuerpogeminado. Iban cogidas de bracete. Y a él le entraron furiosas gams de detenerlas,coger a cada una de un brazo a irse así, en medio de eilas, mirando al cielo, adondeel viento de la vida los llevara.«Pero ¡cuánta mujer hermosa hay desde que conocí a Eugenia! ––se decía,siguiendo en tanto a aquella riente pareja–– ¡esto se ha convertido en un paraíso!;¡qué ojos!, ¡qué cabellera!, ¡qué risa! La una es rubia y morena la otra; pero ¿cuál esla rubia?, ¿cuál la morena? ¡Se me confunden una en otra! ...»––Pero, hombre, ¿vas despierto o dormido?––Hola, Víctor.––Te esperaba en el Casino, pero como no venías...––Allá iba...––¿Allá?, ¿y en esa dirección? ¿Estás loco?––Sí, tienes razón; pero mira, voy a decirte la verdad. Creo que te hablé deEugenia...––¿De la pianista? Sí.––Pues bien; estoy locamente enamorado de ella, como un...––Sí, como un enamorado. Sigue.––Loco, chico, loco. Ayer la vi en su casa, con pretexto de visitar a sus tíos; la vi...––Y te miró, ¿no es eso?, ¿y creíste en Dios?––No, no es que me miró, es que me envolvió en su mirada; y no es que creí enDios, sino que me creí un dios.––Fuerte te entró, chico...––¡Y eso que la moza estuvo brava! Pero no sé lo que desde entonces me pasa:casi todas las mujeres que veo me parecen hermosuras, y desde que he salido decasa, no hace aún media hora seguramente, me he enamorado ya de tres, digo, no,de cuatro: de una, primero, que era todo ojos, de otra después con una gloria depelo, y hace poco de una pareja, una rubia y otra morena, que reían como losángeles. Y las he seguido a las cuatro. ¿Qué es esto?––Pues eso es, querido Augusto, que tu repuesto de amor dormía inerte en elfondo de tu alma, sin tener donde meterse; llegó Eugenia, la pianista, te sacudió yremejió con sus ojos esa charca en que tu amor dormía: se despertó este, brotó deella, y como es tan grande se extiende a todas partes. Cuando uno como tú seenamora de veras de una mujer se enamora a la vez de todas las demás.––Pues yo creí que sería todo lo contrario... Pero, entre paréntesis, ¡mira quémorena!, ¡es la noche luminosa! ¡Bien dicen que lo negro es lo que más absorbe laluz! ¿No ves qué luz oculta se siente bajo su pelo, bajo el azabache de sus ojos?Vamos a seguirla...––Como quieras...––Pues sí, yo creí que sería todo lo contrario; que cuando uno se enamora de verases que concentra su amor, antes desparramado entre todas, en una sola, y quetodas las demás han de parecerle como si nada fuesen ni valiesen... Pero ¡mira!,¡mira ese golpe de sol en la negrura de su pelo!––No; verás, verás si logro explicártelo. Tú estabas enamorado, sin saberlo porsupuesto, de la mujer, del abstracto, no de esta ni de aquella; al ver a Eugenia, eseabstracto se concretó y la mujer se hizo una mujer y te enamoraste de ella, y ahoravas de ella, sin dejarla, a casi todas las mujeres, y te enamoras de la colectividad,del género. Has pasado, pues, de lo abstracto a lo concreto y de lo concreto a logenérico, de la mujer a una mujer y de una mujer a las mujeres.––¡Vaya una metafísica!––Y ¿qué es el amor sino metafísica?––¡Hombre!––Sobre todo en ti. Porque todo tu enamoramiento no es sino cerebral, o comosuele decirse, de cabeza.––Eso lo creerás tú... ––exclamó Augusto un poco picado y de mal humor, puesaquello de que su enamoramiento no era sino de cabeza le había llegado, doliéndole,al fondo del alma.––Y si me apuras mucho te digo que tú mismo no eres sino una pura idea, un entede ficción...––¿Es que no me crees capaz de enamorarme de veras, como los demás...?––De veras estás enamorado, ya lo creo, pero de cabeza sólo. Crees que estásenamorado...––Y ¿qué es estar uno enamorado sino creer que lo está?––¡Ay, ay, ay, chico, eso es más complicado de lo que te figuras!...––¿En qué se conoce, dime, que uno está enamorado y no solamente que creeestarlo?––Mira, más vale que dejemos esto y hablemos de otras cosas.Cuando luego volvió Augusto a su casa tomó en brazos a Orféo y le dijo: «Vamos aver, Orfeo mío, ¿en qué se diferencia estar uno enamorado de creer que lo está? ¿Esque estoy yo o no estoy enamorado de Eugenia?, ¿es que cuando la veo no me lateel corazón en el pecho y se me enciende la sangre?, ¿es que yo no soy como losdemás hombres? ¡Tengo que demostrarles, Orféo, que soy tanto como ellos!»Y a la hora de cenar, encarándose con Liduvina le preguntó:––Di, Liduvina, ¿en qué se conoce que un hombre está de veras enamorado?––Pero ¡qué cosas se le ocurren a usted, señorito...!––Vamos, di, ¿en qué se conoce?––Pues se conoce... se conoce en que hace y dice muchas tonterías. Cuando unhombre se enamora de veras, se chala, vamos al decir, por una mujer, ya no es unhombre...––Pues ¿qué es?––Es... es... es... una cosa, un animalito... Una hace de él lo que quiere.––Entonces, cuando una mujer se enamora de veras de un hombre, se chala, comodices, ¿hace de ella el hombre lo que quiere?––El caso no es enteramente igual...––¿Cómo, cómo?––Eso es muy difícil de explicar, señorito. Pero ¿está usted de veras enamorado?––Es lo que trato de averiguar. Pero tonterías, de las gordas, no he dicho ni hechotodavía ninguna... me parece...Liduvina se calló, y Augusto se dijo: «¿Estaré de veras enamorado?»XICuando llamó aquel otro día Augusto a casa de don Fermín y doña Ermelinda, lacriada le pasó a la salita diciéndole: «Ahora aviso.» Quedóse un momento solo ycomo si estuviese en el vacío. Sentía una profunda opresión en el pecho. Ceñíale unaangustiosa sensación de solemnidad. Sentóse para levantar al punto y se entretuvoen mirar los cuadros que colgaban de las paredes, un retrato de Eugenia entre ellos.Entráronle ganas de echar a correr, de escaparse. De pronto, al oír unos pasosmenudos, sintió un puñal de hielo atravesarle el pecho y como una bruma invadirlela cabeza. Abrióse la puerta de la sala y apareció Eugenia. El pobre se apoyó en elrespaldo de una butaca. Ella, al verle lívido, palideció un momento y se quedósuspensa en medio de la sala, y luego, acercándose a él, le dijo con voz seca y baja:––¿Qué le pasa a usted, don Augusto, se pone malo?––No, no es nada; qué sé yo...––¿Quiere algo?, ¿necesita algo?––Un vaso de agua.Eugenia, como quien ve un agarradero, salió de la estancia para ir ella misma abuscar el vaso de agua, que se lo trajo al punto. El agua tembloteaba en el vaso;pero más tembló este en manos de Augusto, que se lo bebió de un trago,atropelladamente, vertiéndosele agua por la barba, y sin quitar en tanto sus ojos delos ojos de Eugenia.––Si quiere usted ––dijo ella––, mandaré que le hagan una taza de té, o demanzanilla, o de tila... ¿Qué, se ha pasado?––No, no, no fue nada; gracias, Eugenia, gracias ––y se enjugaba el agua de labarba.––Bueno, pues ahora siéntese usted ––y cuando estuvieron sentados prosiguióella––: Le esperaba cualquier día y di orden a la criada de que aunque no estuviesen mis tíos, como sucede algunas tardes, le hiciese a usted pasar y me avisara. Asícomo así, deseaba que hablásemos a solas.––¡Oh, Eugenia, Eugenia!––Bueno, las cosas más fríamente. Nunca me pude imaginar que le daría tanfuerte, porque me dio usted miedo cuando entré aquí; parecía un muerto.––Y más muerto que vivo estaba, créamelo.––Va a ser menester que nos expliquemos.––¡Eugenia! ––exclamó el pobre, y extendió una mano que recogió al punto.––Todavía me parece que no está usted en disposición de que hablemostranquilamente, como buenos amigos. ¡A ver! ––y le cogió la mano para tomarle elpulso.Y este empezó a latir febril en el pobre Augusto; se puso rojo, ardíale la frente. Losojos de Eugenia se le borraron de la vista y no vio ya nada sino una niebla, unaniebla roja. Un momento creyó perder el sentido.––¡Ten compasión, Eugenia, ten compasión de mí!––¡Cálmese usted, don Augusto, cálmese!––Don Augusto... don Augusto... don... don...––Sí, mi bueno de don Augusto, cálmese usted y hablemos tranquilamente.––Pero, permítame... ––y le cogió entre sus manos la diestra aquella blanca y fríacomo la nieve, de ahusados dedos, hecha para acariciar las teclas del piano, paraarrancarles dulces arpegios.––Como usted quiera, don Augusto.Este se la llevó a los labios y la cubrió de besos que apenas entibiaron la frialdadblanca.––Cuando usted acabe, don Augusto, empezaremos a hablar.––Pero mira, Eugenia, ven...––No, no, no, ¡formalidad! ––y desprendiendo su mano de las de él prosiguió––:Yo no sé qué género de esperanzas le habrán hecho concebir mis tíos, o más bien mitía, pero el caso es que me parece que usted está engañado.––¿Cómo engañado?––Sí, han debido decirle que tengo novio.––Lo sé.––¿Se lo han dicho ellos?––No, no me lo ha dicho nadie, pero lo sé.––Entonces...––Pero es, Eugenia, que yo no pretendo nada, que no busco nada, que nada pido;es, Eugenia, que yo me contento con que se me deje venir de cuando en cuando abañar mi espíritu en la mirada de esos ojos, a embriagarme en el vaho de surespiración...––Bueno, don Augusto, esas son cosas que se leen en los libros; dejemos eso. Yono me opongo a que usted venga cuantas veces se le antoje, a que me vea y me revea,a que hable conmigo y hasta... ya lo ha visto usted, hasta a que me bese lamano, pero yo tengo un novio, del cual estoy enamorada y con el cual piensocasarme.––Pero ¿de veras está usted enamorada de él?––¡Vaya una pregunta!––Y ¿en qué conoce usted que está de él enamorada?––Pero ¿es que se ha vuelto usted loco, don Augusto?––No, no; lo digo porque mi amigo mejor me ha dicho que hay muchos que creenestar enamorados sin estarlo...––Lo ha dicho por usted, ¿no es eso?––Sí, por mí lo ha dicho, ¿pues?––Porque en el caso de usted acaso sea verdad eso...––Pero ¿es que cree usted, es que crees, Eugenia, que no estoy de verasenamorado de ti?––No alce usted tanto la voz, don Augusto, que puede oírle la criada...––¡Sí, sí ––continuó exaltándose––, hay quien me cree incapaz de enamorarme deveras...!––Dispense un momento ––le interrumpió Eugenia, y se salió dejándole solo.Volvió al poco rato y con la mayor tranquilidad le dijo:––Y bien, don Augusto, ¿se ha calmado ya?––¡Eugenia, Eugenia!En este momento se oyó llamar a la puerta y Eugenia dijo: «¡Mis tíos!» A los pocosmomentos entraban estos en la sala.––Vino don Augusto a visitaros, salí yo misma a abrirle, quería irse, pero le dijeque pasara, que no tardaríais en venir, ¡y aquí está!––¡Vendrán tiempos ––exclamó don Fermín–– en que se disiparán losconvencionalismos sociales todos! Estoy convencido de que las cercas y tapias de laspropiedades privadas no son más que un incentivo para los que llamamos ladrones,cuando los ladrones son los otros, los propietarios. No hay propiedad más seguraque la que está sin cercas ni tapias, al alcance de todo el mundo. El hombre nacebueno, es naturalmente bueno; la sociedad le malea y pervierte...––¡Cállate, hombre ––exclamó doña Ermelinda––, que no me dejas oír cantar alcanario! ¿No le oye usted, don Augusto?, ¡es un encanto oírle! Y cuando esta seponía a aprender sus lecciones de piano había que oírle a un canario que entoncestuve: se excitaba, y cuanto más esta daba a las teclas, más él a cantar y más cantar.Como que se murió de eso, reventado...––¡Hasta los animales domésticos se contagian de nuestros vicios! ––agregó el tío––. ¡Hasta a los animales que con nosotros conviven les hemos arrancado del santoestado de naturaleza! ¡Oh, humanidad, humanidad!––Y ¿ha tenido usted que esperar mucho, don Augusto? ––preguntó la tía.––Oh, no, señora, no, nada, nada, un momento, un relámpago... por lo menos asíme lo pareció...––¡Ah, vamos!––Sí, tía, muy poco tiempo, pero lo bastante para que se haya repuesto de unaligera indisposición que trajo de la calle...––¿Cómo?––Oh, no fue nada, señora, nada...––Ahora yo les dejo, tengo que hacer ––dijo Eugenia, y dando la mano a Augustose fue.––Y ¿qué, cómo va eso? ––le preguntó a Augusto la tía así que Eugenia hubosalido.––Y ¿qué es eso?––¡La conquista, naturalmente!––¡Mal, muy mal! Me ha dicho que tiene novio y que se ha de casar con él.––¿No te lo decía yo, Ermelinda, no te lo decía?––Pues ¡no, no y no!, no puede ser. Eso del novio es una locura, don Augusto, ¡unalocura!––Pero, señora, ¿y si está enamorada de él...?––Eso digo yo ––exclamó el tío––, eso digo yo. ¡La libertad, la santa libertad, lalibertad de elección!––Pues ¡no, no y no! ¿Acaso sabe esa chiquilla lo que se hace...? ¡Despreciarle austed, don Augusto, a usted! ¡Eso no puede ser!––Pero, señora, reflexione, fíjese... no se puede, no se debe violentar así lavoluntad de una joven como Eugenia... Se trata de su felicidad, y no debemos todospreocuparnos sino de ella, y hasta sacrifcarnos para que la consiga...––¿Usted, don Augusto, usted?––¡Yo, sí, yo, señora! ¡Estoy dispuesto a sacrificarme por la felicidad de Eugenia,de su sobrina, porque mi felicidad consiste en que ella sea feliz!––¡Bravo! ––exclamó el tío–– ¡bravo!, ¡bravo! ¡He aquí un héroe!, ¡he aquí unanarquista... místico!––¿Anarquista? ––dijo Augusto.––Anarquista, sí. Porque mi anarquismo consiste en eso, en eso precisamente, enque cada cual se sacrifique por los demás, en que uno sea feliz haciendo felices a losotros, en que...––¡Pues bueno te pones, Fermín, cuando un día cualquiera no se te sirve la sopasino diez minutos después de las doce!––Bueno, es que ya sabes, Ermelinda, que mi anarquismo es teórico... me esfuerzopor llegar a la perfección, pero...––¡Y la felicidad también es teórica! ––exclamó Augusto, compungido y como quienhabla consigo mismo, y luego––: He decidido sacrificarme a la felicidad de Eugenia yhe pensado en un acto heroico.––¿Cuál?––¿No me dijo usted una vez, señora, que la casa que a Eugenia dejó sudesgraciado padre...––Sí, mi pobre hermano.––... está gravada con una hipoteca que se lleva sus rentas todas?––Sí, señor.––Pues bien; ¡yo sé lo que he de hacer! ––y se dirigió a la puerta.––Pero, don Augusto...––Augusto se siente capaz de las más heroicas determinaciones, de los másgrandes sacrificios. Y ahora se sabrá si está enamorado nada más que de cabeza o lo está también de corazón, si es que cree estar enamorado sin estarlo. Eugenia,señores, me ha despertado a la vida, a la verdadera vida, y, sea ella de quien fuere,yo le debo gratitud eterna. Y ahora, ¡adiós!Y se salió solemnemente. Y no bien hubo salido gritó doña Ermelinda: ¡Chiquilla!XII––Señorito ––entró un día después a decir a Augusto Liduvina––, ahí está la delplanchado.––¿La del planchado? ¡Ah, sí, que pase!Entró la muchacha llevando el cesto del planchado de Augusto. Quedáronsemirándose, y ella, la pobre, sintió que se le encendía el rostro, pues nunca cosa igualle ocurrió en aquella casa en tantas veces como allí entró. Parecía antes como si elseñorito ni la hubiese visto siquiera, lo que a ella, que creía conocerse, habíala tenidoinquieta y hasta mohína. ¡No fijarse en ella! ¡No mirarla como la miraban otroshombres! ¡No devorarla con los ojos, o más bien lamerle con ellos los de ella y laboca y la cara toda!––¿Qué te pasa, Rosario, porque creo que te llamas así, no?––Sí, así me llamo.––Y ¿qué te pasa?––¿Por qué, señorito Augusto?––Nunca te he visto ponerte así de colorada. Y además me pareces otra.––El que me parece que es otro es usted...––Puede ser... puede ser.. Pero ven, acércate.––¡Vamos, déjese de bromas y despachemos!––¿Bromas? Pero ¿tú crees que es broma? ––le dijo con voz más seria––. Acércate,así, que te vea bien.––Pero ¿es que no me ha visto otras veces?––Sí, pero hasta ahora no me había dado cuenta de que fueses tan guapa comoeres...––Vamos, vamos, señorito, no se burle... ––y le ardía la cara.––Y ahora, con esos colores, talmente el sol...––Vamos...––Ven acá, ven. Tú dirás que el señorito Augusto se ha vuelto loco, ¿no es así?Pues no, no es eso, ¡no! Es que lo ha estado hasta ahora, o mejor dicho, es que heestado hasta ahora tonto, tonto del todo, perdido en una niebla, ciego... No hacesino muy poco tiempo que se me han abierto los ojos. Ya ves, tantas veces como hasentrado en esta casa y te he mirado y no te había visto. Es, Rosario, como si nohubiese vivido, lo mismo que si no hubiese vivido... Estaba tonto, tonto... Pero ¿quéte pasa, chiquilla, qué es lo que te pasa?Rosario, que se había tenido que sentar en una silla, ocultó la cara en las manos yrompió a llorar. Augusto se levantó, cerró la puerta, volvió a la mocita, y poniéndoleuna mano sobre el hombro le dijo con su voz más húmeda y más caliente, muy bajo:––Pero ¿qué te pasa, chiquilla, qué es eso?––Que con esas cosas me hace usted llorar, don Augusto...––¡Angel de Dios!––No diga usted esas cosas, don Augusto.––¡Cómo que no las diga! Sí, he vivido ciego, tonto, como si no viviera, hasta quellegó una mujer, ¿sabes?, otra, y me abrió los ojos y he visto el mundo, y sobre todohe aprendido a veros a vosotras, a las mujeres...––Y esa mujer... sería alguna mala mujer...––¿Mala?, ¿mala dices? ¿Sabes lo que dices, Rosario, sabes lo que dices? ¿Sabes loque es ser malo? ¿Qué es ser malo? No, no, no esa mujer es, como tú, un ángel;pero esa mujer no me quiere... no me quiere... no me quiere... ––y al decirlo se lequebró la voz y se le empañaron en lágrimas los ojos.––¡Pobre don Augusto!––¡Sí, tú lo has dicho, Rosario, tú lo has dicho!, ¡pobre don Augusto! Pero mira,Rosario, quita el don y di: ¡pobre Augusto! Vamos, di: ¡pobre Augusto!––Pero, señorito...––Vamos, dilo: ¡pobre Augusto!––Si usted se empeña... ¡pobre Augusto!Augusto se sentó.––¡Ven acá! ––la dijo.Levantóse ella cual movida por un resorte, como una hipnótica sugestionada, conla respiración anhelante. Cogióla él, la sentó sobre sus rodillas, la apretó fuertemente a su pecho, y teniendo su mejilla apretada contra la mejilla de la muchacha, queechaba fuego, estalló diciendo:––¡Ay, Rosario, Rosario, yo no sé lo que me pasa, yo no sé lo que es de mí! Esamujer que tú dices que es mala, sin conocerla, me ha vuelto ciego al darme la vista.Yo no vivía, y ahora vivo; pero ahora que vivo es cuando siento lo que es morir.Tengo que defenderme de esa mujer, tengo que defenderme de su mirada. ¿Meayudarás tú, Rosario, me ayudarás a que de ella me defienda?Un ¡sí! tenuísimo, con susurro que parecía venir de otro mundo, rozó el oído deAugusto.––Yo ya no sé lo que me pasa, Rosario, ni lo que digo, ni lo que hago, ni lo quepienso; yo ya no sé si estoy o no enamorado de esa mujer, de esa mujer a la quellamas mala...––Es que yo, don Augusto...––Augusto, Augusto...––Es que yo, Augusto...––Bueno, cállate, basta ––y cerraba él los ojos––, no digas nada, déjame hablarsolo, conmigo mismo. Así he vivido desde que se murió mi madre, conmigo mismo,nada más que conmigo; es decir, dormido. Y no he sabido lo que es dormirjuntamente, dormir dos un mismo sueño. ¡Dormir juntos! No estar juntos durmiendocada cual su sueño, ¡no!, sino dormir juntos, ¡dormir juntos el mismo sueño! ¿Y sidurmiéramos tú y yo, Rosario, el mismo sueño?––Y esa mujer... ––empezó la pobre chica, temblando entre los brazos de Augustoy con lágrimas en la voz.––Esa mujer, Rosario, no me quiere... no me quiere... no me quiere... Pero ella meha enseñado que hay otras mujeres, por ella he sabido que hay otras mujeres... yalguna podrá quererme... ¿Me querrás tú, Rosario, dime, me querrás tú? ––y laapretaba como loco contra su pecho.––Creo que sí... que le querré...––¡Que te querré, Rosario, que te querré!––Que te querré...––¡Así, así, Rosario, así! ¡Eh!En aquel momento se abrió la puerta, apareció Liduvina, y exclamando: ¡ah!,volvió a cerrarla. Augusto se turbó mucho más que Rosario, la cual, poniéndose rápidamenteen pie, se atusó el pelo, se sacudió el cuerpo y con voz entrecortada dijo:––Bueno, señorito, ¿hacemos la cuenta?––Sí, tienes razón. Pero volverás, eh, volverás.––Sí, volveré.––¿Y me perdonas todo?, ¿me lo perdonas?––¿Perdonarle... qué?––Esto, esto... Ha sido una locura. ¿Me lo perdonas?––Yo no tengo nada que perdonarle, señorito. Y lo que debe hacer es no pensar enesa mujer.––Y tú, ¿pensarás en mí?––Vaya, que tengo que irme.Arreglaron la cuenta y Rosario se fue. Y apenas se había ido entró Liduvina:––¿No me preguntaba usted el otro día, señorito, en qué se conoce si un hombreestá o no enamorado?––En efecto.––Y le dije en que hace o dice tonterías. Pues bien, ahora puedo asegurarle queusted está enamorado.––Pero ¿de quién?, ¿de Rosario?––¿De Rosario...? ¡Quiá! ¡De la otra!––Y ¿de dónde sacas eso, Liduvina?––¡Bah! Usted ha estado diciendo y haciendo a esta lo que no pudo decir ni hacer ala otra.––Pero ¿tú te crees...?––No, no, si ya me supongo que no ha pasado a mayores; pero...––¡Liduvina, Liduvina! ––Como usted quiera, señorito.El pobre fue a acostarse ardiéndole la cabeza. Y al echarse en la cama, a cuyospies dormía Orfeo, se decía: «¡Ay, Orfeo, Orfeo, esto de dormir solo, solo, solo, dedormir un solo sueño! El sueño de uno solo es la ilusión, la apariencia; el sueño dedos es ya la verdad, la realidad. ¿Qué es el mundo real sino el sueño que soñamostodos, el sueño común?»Y cayó en el sueño.XIIIPocos días después de esto entró una mañana Liduvina en el cuarto de Augustodiciéndole que una señorita preguntaba por él.––¿Una señorita?––Sí, ella, la pianista.––¿Eugenia?––Eugenia, sí. Decididamente no es usted el único que se ha vuelto loco.El pobre Augusto empezó a temblar. Y es que se sentía reo. Levantóse, lavóse deprisa, se vistió y fue dispuesto a todo.––Ya sé, señor don Augusto ––le dijo solemnemente Eugenia en cuanto le vio––,que ha comprado usted mi deuda a mi acreedor, que está en su poder la hipoteca demi casa.––No lo niego.––Y ¿con qué derecho hizo eso?––Con el derecho, señorita, que tiene todo ciudadano a comprar lo que bien leparezca y su poseedor quiera venderlo.––No quiero decir eso, sino ¿para qué la ha comprado usted?––Pues porque me dolía verla depender así de un hombre a quien acaso usted seaindiferente y que sospecho no es más que un traficante sin entrañas.––Es decir, que usted pretende que dependa yo de usted, ya que no le soyindiferente...––¡Oh, eso nunca, nunca, nunca! ¡Nunca, Eugenia, nunca! Yo no busco que usteddependa de mí. Me ofende usted sólo con suponerlo. Verá usted ––y dejándola solase salió agitadísimo.Volvió al poco rato trayendo unos papeles.––He aquí, Eugenia, los documentos que acreditan su deuda. Tómelos usted yhaga de ellos lo que quiera.––¿Cómo?––Sí, que renuncio a todo. Para eso lo compré.––Lo sabía, y por eso le dije que usted no pretende sino hacer que dependa deusted. Me quiere usted ligar por la gratitud. ¡Quiere usted comprarme!––¡Eugenia! ¡Eugenia!––Sí, quiere usted comprarme, quiere usted comprarme; ¡quiere usted comprar...no mi amor, que ese no se compra, sino mi cuerpo!––¡Eugenia! ¡Eugenia!––Esto es, aunque usted no lo crea, una infamia, nada más que una infamia.––¡Eugenia, por Dios, Eugenia!––¡No se me acerque usted más, que no respondo de mí!––Pues bien, sí, me acerco. ¡Pégame, Eugenia, pégame; insúltame, escúpeme, hazde mí lo que quieras!––No merece usted nada ––y Eugenia se levantó––; me voy, pero ¡cónstele que noacepto su limosna o su oferta! Trabajaré más que nunca; haré que trabaje mi novio,pronto mi marido, y viviremos. Y en cuanto a eso, quédese usted con mi casa.––Pero ¡si yo no me opongo, Eugenia, a que usted se case con ese novio que dice!––¿Cómo?, ¿cómo? ¿A ver?––¡Si yo no he hecho esto para que usted, ligada por gratitud, acceda a tomarmepor marido!... ¡Si yo renuncio a mi propia felicidad, mejor dicho, si mi felicidad consisteen que usted sea feliz y nada más, en que sea usted feliz con el marido quelibremente escoja!...––¡Ah, ya, ya caigo; usted se reserva el papel de heroica víctima, de mártir!Quédese usted con la casa, le digo. Se la regalo.––Pero, Eugenia, Eugenia...––¡Baste!Y sin más mirarle, aquellos dos ojos de fuego desaparecieron.Quedóse Augusto un momento fuera de sí, sin darse cuenta de que existía, ycuando sacudió la niebla de confusión que le envolviera tomó el sombrero y se echóa la calle, a errar a la aventura. Al pasar junto a una iglesia, San Martín, entró enella, casi sin darse cuenta de lo que hacía. No vio al entrar sino el mortecinoresplandor de la lamparilla que frente al altar mayor ardía. Parecíale respiraroscuridad, olor a vejez, a tradición sahumada en incienso, a hogar de siglos, yandando casi a tientas fue a sentarse en un banco. Dejóse en él caer más que sésentó. Sentíase cansado, mortalmente cansado y como si toda aquella oscuridad,toda aquella vejez que respiraba le pesasen sobre el corazón. De un susurro queparecía venir de lejos, de muy lejos, emergía una tos contenida de cuando encuando. Acordóse de su madre.Cerró los ojos y volvió a soñar aquella casa dulce y tibia, en que la luz entraba porentre las blancas flores bordadas en los visillos. Volvió a ver a su madre, yendo y viniendosin ruido, siempre de negro, con aquella su sonrisa que era poso de lágrimas.Y repasó su vide toda de hijo, cuando formaba parte de su madre y vivía a suamparo, y aquella muerte lenta, grave, dulce a indolorosa de la pobre señora,cuando se fue como un eve peregrine que emprende sin ruido el vuelo. Luegorecordó o resoñó el encuentro de Orfeo, y al poco rato encontróse sumido en unestado de espíritu en que pasaban ante él, en cinematógrafo, las más extrañasvisiones.Junto a él un hombre susurraba rezos. El hombre se levantó para salir y él lesiguió. A la salida de la iglesia el hombre aquel mojó los dedos índice y corazón de sudiestra en el aguabenditera y ofreció agua bendita a Augusto, santiguándose luego.Encontráronse en la cancela.––¡Don Avito! ––––exclamó Augusto.––¡El mismo, Augustito, el mismo!––Pero ¿usted por aquí?––Sí, yo por aquí; enseña mucho la vida, y más la muerte; enseñan más, muchomás que la ciencia.––Pero ¿y el candidato a genio?Don Avito Carrascal le contó la lamentable historia de su hijo. Y concluyó diciéndo:«Ya ves, Augustito, cómo he venido a esto...»Augusto callaba mirando al suelo. Iban por la Alameda.––Sí, Augusto, sí ––prosiguió don Avito––; la vida es la única maestra de la vida;no hay pedagogía que valga. Sólo se aprende a vivir viviendo, y cada hombre tieneque recomenzar el aprendizaje de la vida de nuevo...––¿Y la labor de las generaciones, don Avito, el legado de los siglos?––No hay más que dos legados: el de las ilusiones y el de los desengaños, y ambossólo se encuentran donde nos encontramos hace poco: en el templo. De seguro quete llevó allá o una gran ilusión o un gran desengaño.––Las dos cosas.––Sí, las dos cosas, sí. Porque la ilusión, la esperanza, engendra el desengaño, elrecuerdo, y el desengaño, el recuerdo, engendra a su vez la ilusión, la esperanza. Laciencia es realidad, es presente, querido Augusto, y yo no puedo vivir ya de nadapresente. Desde que mi pobre Apolodoro, mi víctima ––y al decir esto le lloraba lavoz––, murió, es decir, se mató, no hay ya presente posible, no hay ciencia nirealidad que valgan para mí; no puedo vivir sino recordándole o esperándole. Y heido a parar a ese hogar de todas las ilusiones y todos los desengaños: ¡a la iglesia!––¿De modo es que ahora cree usted?––¡Qué sé yo...!––Pero ¿no cree usted?––No sé si creo o no creo; sé que rezo. Y no sé bien lo que rezo. Somos unoscuantos que al anochecer nos reunimos ahí a rezar el rosario. No sé quiénes son, niellos me conocen, pero nos sentimos solidarios, en íntima comunión unos con otros.Y ahora pienso que a la humanidad maldita la falta que le hacen los genios.––¿Y su mujer, don Avito?––¡Ah, mi mujer! ––exclamó Carrascal, y una lágrima que se le había asomado aun ojo pareció irradiarle luz interna––. ¡Mi mujer!, ¡la he descubierto! Hasta mi tremendadesgracia no he sabido lo que tenía en ella. Sólo he penetrado en el misteriode la vida cuando en las noches terribles que sucedieron al suicidio de mi Apolodororeclinaba mi cabeza en el regazo de ella, de la madre, y lloraba, lloraba, lloraba. Yella, pasándome dulcemente la mano por la cabeza, me decía: «¡Pobre hijo mío!,¡pobre mío!» Nunca, nunca ha sido más madre que ahora. Jamás creí al hacerlamadre, ¿y cómo?, nada más que para que me diese la materia prima del genio...jamás creí al hacerla madre que como tal la necesitaría para mí un día. Porque yo noconocí a mi madre, Augusto, no la conocí; yo no he tenido madre, no he sabido quées tenerla hasta que al perder mi mujer a mi hijo y suyo se ha sentido madre mía.Tú conociste a tu madre, Augusto, a la excelente doña Soledad; si no, te aconsejaríaque te casases.––La conocí, don Avito, pero la perdí, y ahí, en la iglesia, estaba recordándola...––Pues si quieres volver a tenerla, ¡cásate, Augusto, cásate!––No, aquélla no, aquélla, no la volveré a tener––Es verdad, pero ¡cásate!––¿Y cómo? ––añadió Augusto con una forzada sonrisa y recordando lo que habíaoído de una de las doctrinal de don Avito–– ¿cómo?, ¿deductiva o inductivamente?––¡Déjate ahora de esas cosas; por Dios, Augusto, no me recuerdes tragedias!Pero... En fin, si te he de seguir el humor, ¡cásate intuitivamente!––¿Y si la mujer a quien quiero no me quiere?––Cásate con la mujer que te quiera, aunque no lo quieras tú. Es rnejor casarsepara que le conquisten a uno el amor que para conquistarlo. Busca una que tequiera.Por la mente de Augusto pasó en rapidísima visión la imagen de la chica de laplanchadora. Porque se había hecho la ilusión de que aquella pobrecita quedóenamorada de él.Cuando al cabo Augusto se despidió de don Avito dirigióse al Casino. Queríadespejar la niebla de su cabeza y la de su corazón echando una partida de ajedrezcon Víctor.XIVNotó Augusto que algo insólito le ocurría a su amigo Víctor; no acertaba ningunajugada, estaba displicente y silencioso.––Víctor, algo te pasa...––Sí, hombre, sí; me pasa una cosa grave. Y como necesito desahogo, vamosfuera; la noche está muy hermosa; te lo contaré.Víctor, aunque el más íntimo amigo de Augusto, le llevaba cinco o seis años deedad y hacía más de doce que estaba casado, pues contrajo matrimonio siendo muyjoven, por deber de conciencia, según decían. No tenía hijos.Cuando estuvieron en la calle, Víctor comenzó:––Ya sabes, Augusto, que me tuve que casar muy joven...––¿Que te tuviste que casar?––Sí, vamos, no te hagas el de nuevas, que la murmuración llega a todos. Noscasaron nuestros padres, los míos y los de mi Elena, cuando éramos unos chiquillos.Y el matrimonio fue para nosotros un juego. Jugábamos a marido y mujer. Peroaquello fue una falsa alarma...––¿Qué es lo que fue una falsa alarma?––Pues aquello porque nos casaron. Pudibundeces de nuestros sendos padres. Seenteraron de un desliz nuestro, que tuvo su cachito de escándalo, y sin esperar a verqué consecuencias tenía, o si las tenía, nos casaron.––Hicieron bien.––No diré yo tanto. Mas el caso fue que ni tuvo consecuencias aquel desliz ni lastuvieron los consiguientes deslices de después de casados.––¿Deslices?––Sí, en nuestro caso no eran sino deslices. Nos deslizábamos. Ya te he dicho quejugábamos a marido y mujer...––¡Hombre!––No, no seas demasiado malicioso. Éramos y aún somos jóvenes parapervertirnos. Pero en lo que menos pensábamos era en constituir un hogar. Éramosdos mozuelos que vivían juntos haciendo eso que se llama vida marital. Pero pasó elaño y al ver que no venía fruto empezamos a ponernos de morro, a mirarnos unpoco de reojo, a incriminarnos mutuamente en silencio. Yo no me avenía a no serpadre. Era un hombre ya, tenía más de veintiún años y, francamente, eso de que yofuese menos que otros, menos que cualquier bárbaro que a los nueve meses justosde haberse casado, o antes, tiene su primer hijo... a esto no me resignaba.––Pero, hombre, ¿qué culpa...?––Y, es claro, yo, aun sin decírselo, le echaba la culpa a ella y me decía: «Estamujer es estéril y te pone en ridículo.» Y ella, por su parte, no me cabía duda, meculpaba a mí, y hasta suponía, qué sé yo...––¿Qué?––Nada, que cuando pasa un año y otro y otro y el ma trimonio no tiene hijos, lamujer da en pensar que la culpa es del marido y que lo es porque no fue sano almatrimonio, porque llevó cualquier dolencia... El caso es que nos sentíamosenemigos el uno del otro; que el demonio se nos había metido en casa. Y al finestalló el tal demonio y llegaron las reconvenciones mutuas y aquello de «tú nosirves» y «quien no sirve eres tú» y todo lo demás.––¿Sería por eso que hubo una temporada, a los dos o tres años de habertecasado, que anduviste tan malo, tan preocupado, neurasténico?, ¿cuando tuviste queir solo a aquel sanatorio?––No, no fue eso... fue algo peor.Hubo un silencio. Víctor miraba al suelo.––Bueno, bueno, guárdatelo; no quiero romper tus secretos.––¡Pues sea, te lo diré! fue que exacerbado por aquellas querellas intestinas con mipobre mujer, llegué a imaginarme que la cuestión dependía no de la intensidad de loque sea, sino del número, ¿me entiendes?––Sí, creo entenderte...––Y di en dedicarme a comer como un bárbaro lo que creí más sustancioso ynutritivo y bien sazonado con todo género de especias, en especial las que pasan pormás afrodisiacas, y a frecuentar lo más posible a mi mujer. Y, claro...––Te pusiste enfermo.––¡Natural! Y si no acudo a tiempo y entramos en razón me las lío al otro mundo.Pero curé de aquello en ambos sentidos, volví a mi mujer y nos calmamos y resignamos.Y poco a poco volvió a reinar en casa no ya la paz, sino hasta la dicha. Alprincipio de esta nueva vida, a los cuatro o cinco años de casados, lamentábamosalguna que otra vez nuestra soledad, pero muy pronto no sólo nos consolamos, sinoque nos habituamos. Y acabamos no sólo por no echar de menos a los hijos, sinohasta por compadecer a los que los tienen. Nos habituamos uno a otro, nos hicimosel uno costumbre del otro. Tú no puedes entender esto...––No, no lo entiendo.––Pues bien; yo me hice una costumbre de mi mujer y Elena se hizo unacostumbre mía. Todo estaba moderadamente regularizado en nuestra casa, todo, lomismo que las comidas. A las doce en punto, ni minuto más ni minuto menos, lasopa en la mesa, y de tal modo, que comemos todos los días casi las mismas cosas,en el mismo orden y en la misma cantidad. Aborrezco el cambio y lo aborrece Elena.En mi casa se vive al reló.––Vamos, sí, esto me recuerda lo que dice nuestro amigo Luis del matrimonioRomera, que suele decir que son marido y mujer solterones.––En efecto, porque no hay solterón más solterón y recalcitrante que el casado sinhijos. Una vez, para suplir la falta de hijos, que al fin y al cabo ni en mí había muertoel sentimiento de la paternidad ni menos el de la maternidad en ella, adoptamos, o siquieres prohijamos, un perro; pero al verle un día morir a nuestra vista, porque se leatravesó un hueso en la garganta, y ver aquellos ojos húmedos que parecíansuplicarnos vida, nos entró una pena y un horror tal que no quisimos más perros nicosa viva. Y nos contentamos con unas muñecas, unas grandes peponas, que son lasque has visto en casa, y que mi Elena viste y desnuda.––Esas no se os morirán.––En efecto. Y todo iba muy bien y nosotros contentísimos. Ni me turban el sueñollantos de niño, ni tenía que preocuparme de si será varón o hembra y qué he dehacer de él o de ella... Y, además, he tenido siempre mi mujer a mi disposición,cómodamente, sin estorbos de embarazos ni de lactancias; en fin, ¡un encanto devida!––¿Sabes que eso en poco o nada se diferencia ...?––¿De qué? ¿De un arrimo ilegal? Así lo creo. Un matrimonio sin hijos puede llegara convertirse en una especie de concubinato legal, muy bien ordenado, muy higié-nico, relativamente casto, pero, en fin, ¡lo dicho! Marido y mujer solterones, perosolterones arrimados, en efecto. Y así han transcurrido estos más de once años, vanpara doce... Pero ahora... ¿sabes lo que me pasa?––Hombre, ¿cómo lo he de saber?––Pero ¿no sabes lo que me pasa?––Como no sea que has dejado encinta a tu mujer...––Eso, hombre, eso. ¡Figúrate qué desgracia!––¿Desgracia? ¿Pues no lo deseasteis tanto...?––Sí, al principio, los dos o tres primeros años, poco más. Pero ahora, ahora... Havuelto el demonio a casa, han vuelto las disensiones. Y ahora como antaño cada unode nosotros culpaba al otro de la esterilidad del lazo, ahora cada uno culpa al otro deesto que se nos viene. Y ya empezamos a llamarle... no, no te lo digo...––Pues no me lo digas si no quieres.––Empezamos a llamarle ¡el intruso! Y yo he soñado que se nos moría una mañanacon un hueso atravesado en la garganta...––¡Qué barbaridad!––Sí, tienes razón, una barbaridad. Y ¡adiós regularidad, adiós comodidad, adióscostumbres! Todavía ayer estaba Elena de vómitos; parece que es una de las molestiasanejas al estado que llaman... ¡Interesante! ¡Interesante! ¡Interesante! ¡Vaya uninterés! ¡De vómito! ¿Has visto nada más indecoroso, nada más sucio?––Pero ¿ella estará gozosísima al sentirse madre?––¿Ella? ¡Como yo! Esto es una mala jugada de la Providencia, de la Naturaleza ode quien sea, una burla. Si hubiera venido... el nene o nena, lo que fuere... sihubiera venido cuando, inocentes tórtolos llenos, más que de amor paternal, devanidad, le esperábamos; si hubiera venido cuando creíamos que el no tener hijosera ser menos que otros; si hubiera venido entonces, ¡santo y muy bueno!, pero¿ahora, ahora? Te digo que esto es una burla. Si no fuera por...––¿Qué hombre, qué?––Te lo regalaba, para que hiciese compañía a Orfeo.––Hombre, cálmate, y no digas disparates...––Tienes razón, disparato. Perdóname. Pero ¿te parece bien, al cabo de cerca dedoce años, cuando nos iba tan ricamente, cuando estábamos curados de la ridículavanidad de los recién casados, venirnos esto? Es claro, ¡vivíamos tan tranquilos, tanseguros, tan confiados...!––¡Hombre, hombre!––Tienes razón, sí, tienes razón. Y lo más terrible es, ¿a que no te figuras?, que mipobre Elena no puede defenderse del sentimiento del ridículo que la asalta. ¡Sesiente en ridículo!––Pues no veo...––No, tampoco yo lo veo, pero así es; se siente en ridículo. Y hace tales cosas quetemo por el... intruso... o intrusa.––¡Hombre! ––exclamó Augusto alarmado.––¡No, no, Augusto, no, no! No hemos perdido el sentido moral, y Elena, que escomo sabes profundamente religiosa, acata, aunque a regañadientes, los designiosde la Providencia y se resigna a ser madre. Y será buena madre, no me cabe de elloduda, muy buena madre. Pero es tal el sentimiento del ridículo en ella, que paraocultar su estado, para encubrir su embarazo, la creo capaz de cosas que... En fin,no quiero pensar en ello. Por de pronto, hace ya una semana que no sale de casa;dice que le da vergüenza, que se le figura que van a quedarse todos mirándola en lacalle. Y ya habla de que nos vayamos, de que si ella ha de salir a tomar el aire y elsol cuando esté ya en meses mayores, no ha de hacerlo donde haya gentes que laconozcan y que acaso vayan a felicitarla por ello.Callaron los dos amigos un rato, y después que el breve silencio selló el relato dijoVíctor:––Conque ¡anda, Augusto, anda y cásate, para que acaso te suceda algo por elestilo; anda y cásate con la pianista!––Y ¡quién sabe...! ––dijo Augusto como quien habla consigo mismo–– ¡quiénsabe...! Acaso casándome volveré a tener madre...––Madre, sí ––añadió Víctor––, ¡de tus hijos! Si los tienes...––¡Y la madre mía! Acaso ahora, Víctor, empieces a tener en tu mujer una madre,una madre tuya.––Lo que voy a empezar ahora es a perder noches...––O a ganarlas, Víctor, o a ganarlas.––En fin, que no sé lo que me pasa, ni lo que nos pasa. Y yo por mí creo quellegaría a resignarme; pero mi Elena, mi pobre Elena... ¡Pobrecita!––¿Ves? Ya empiezas a compadecerla.––En fin, Augusto, ¡que pienses mucho antes de casarte!Y se separaron.Augusto entró en su casa llena la cabeza de cuanto había oído a don Avito y aVíctor. A penas se acordaba ya ni de Eugenia ni de la hipoteca liberada, ni de lamozuela de la planchadora.Cuando al entrar en casa salió saltando a recibirle Orfeo, le cogió, le tentó bien elgaznate, y apretándole el seno le dijo: «Cuidado con los huesos, Orfeo, mucho cuidaditocon ellos, ¿eh? No quiero que te atragantes con uno; no quiero verte morir amis ojos suplicándome vida. Ya ves, Orfeo, don Avito, el pedagogo, se ha convertidoa la religión de sus abuelos... ¡es la herencia! Y Víctor no se resigna a ser padre.Aquel no se consuela de haber perdido a su hijo y este no se consuela de ir atenerlo. y ¡qué ojos, Orfeo, qué ojos! ¡Cómo le fulguraban cuando me dijo: "¡Quiereusted comprarme!, ¡quiere usted comprar no mi amor, que ese no se compra, sinomi cuerpo! ¡Quédese con mi casa!" ¡Comprar yo su cuerpo... su cuerpo...! ¡Si mesobra el mío, Orfeo, me sobra el mío! Lo que yo necesito es alma, alma, alma. Y unaalma de fuego, como la que irradia de los ojos de ella, de Eugenia. ¡Su cuerpo... sucuerpo... sí, su cuerpo es magnífico, espléndido, divino; pero es que su cuerpo esalma, alma pura, todo él vida, todo él significación, todo él idea! A mí me sobra elcuerpo, Orfeo, me sobra el cuerpo porque me falta alma. O ¿no es más bien que mefalta alma porque me sobra cuerpo? Yo me toco el cuerpo, Orfeo, me lo palpo, me loveo, pero ¿el alma?, ¿dónde está mi alma?, ¿es que la tengo? Sólo la sentí resollarun poco cuando tuve aquí abrazada, sobre mis rodillas, a Rosario, a la pobre Rosario;cuando ella lloraba y lloraba yo. Aquellas lágrimas no podían salir de mi cuerpo;salían de mi alma. El alma es un manantial que sólo se revela en lágrimas. Hasta que se llora de veras no se sabe si se tiene o no alma. Y ahora vamos a dormir, Orfeo, sies que nos dejan.»XV––Pero ¿qué has hecho, chiquilla? ––preguntó doña Ermelinda a su sobrina.––¿Qué he hecho? Lo que usted, si es que tiene vergüenza, habría hecho en micaso; estoy de ello segura. ¡Querer comprarme!, ¡querer comprarme a mí!––Mira, chiquilla, es siempre mucho mejor que quieran comprarla a una que no esel que quieran venderla, no lo dudes.––¡Querer comprarme!, ¡querer comprarme a mí!––Pero si no es eso, Eugenia, si no es eso. Lo ha hecho por generosidad, porheroísmo...––No quiero héroes. Es decir, los que procuran serlo. Cuando el heroísmo viene porsí, naturalmente, ¡bueno!; pero ¿por cálculo? ¡Querer comprarme!, ¡querer comprarmea mí, a mí! Le digo a usted, tía, que me la ha de pagar. Me la ha de pagarese...––¿Ese... qué? ¡Vamos, acaba!––Ese... panoli desaborido. Y para mí como si no existiera. ¡Como que no existe!––Pero qué tonterías estás diciendo...––¿Es que cree usted tía, que ese tío...?––¿Quién, Fermín?––No, ese... ese del canario, ¿tiene algo dentro?––Tendrá por lo menos sus entrañas...––Pero ¿usted cree que tiene entrañas? ¡Quiá! ¡Si es hueco, como si lo viera,hueco!––Pero ven acá, chiquilla, hablemos fríamente y no digas ni hagas tonterías. Olvidaeso. Yo creo que debes aceptarle...––Pero si no le quiero, tía...––Y tú ¿qué sabes lo que es querer? Careces de experiencia. Tú sabrás lo que esuna fusa o una corchea, pero lo que es querer...––Me parece, tía, que está usted hablando por hablar...––¿Qué sabes tú lo que es querer, chiquilla?––Pero si quiero a otro...––¿A otro? ¿A ese gandul de Mauricio, a quien se le pasea el alma por el cuerpo?¿A eso le llamas querer?, ¿a eso le llamas otro? Augusto es tu salvación y sólo Augusto.¡Tan fino, tan rico, tan bueno...!––Pues por eso no le quiero, porque es tan bueno como usted dice... No me gustanlos hombres buenos.––Ni a mí, hija, ni a mí, pero...––¿Pero qué?––Que hay que casarse con ellos. Para eso han nacido y son buenos, para maridos.––Pero si no le quiero, ¿cómo he de casarme con él?––¿Cómo? ¡Casándote! ¿No me casé yo con tu tío...?––Pero, tía...––Sí, ahora creo que sí, me parece que sí; pero cuando me casé no sé si le quería.Mira, eso del amor es una cosa de libros, algo que se ha inventado no más que parahablar y escribir de ello. Tonterías de poetas. Lo positivo es el matrimonio. El Códigocivil no habla del amor y sí del matrimonio. Todo eso del amor no es más que mú-sica...––¿Música?––Música, sí. Y ya sabes que la música apenas sirve sino para vivir de enseñarla, yque si no te aprovechas de una ocasión como esta que se te presenta vas a tardaren salir de tu purgatorio...––Y ¿qué? ¿Les pido yo a ustedes algo? ¿No me gano por mí mi vida? ¿Les soygravosa?––No te sulfures así, polvorilla, ni digas esas cosas, porque vamos a reñir de veras.Nadie te habla de eso. Y todo lo que te digo y aconsejo es por tu bien.––Sí, por mi bien... por mi bien... Por mi bien ha hecho el señor don Augusto Pérezesa hombrada, por mi bien... ¡Una hombrada, sí, una hombrada! ¡Quererme comprar...!¡Quererme comprar a mí... a mí! ¡Una hombrada, lo dicho, una hombrada...una cosa de hombre! Los hombres, tía, ya lo voy viendo, son unos groseros, unosbrutos, carecen de delicadeza. No saben hacer ni un favor sin ofender..––¿Todos?––¡Todos, sí todos! Los que son de veras hombres se entiende.––¡Ah!––Sí, porque los otros, los que no son groseros y brutos y egoístas, no sonhombres.––Pues ¿qué son?––¡Qué sé yo... maricas!––¡Vaya unas teorías, chiquilla!––En esta casa hay que contagiarse.––Pero eso no se lo has oído nunca a tu tío.––No, se me ha ocurrido a mí observando a los hombres.––¿También a tu tío?––Mi tío no es un hombre... de esos.––Entonces es un marica, ¿eh?, un marica. ¡Vamos, habla!––No, no, no, tampoco. Mi tío es... vamos... mi tío... No me acostumbro del todo aque sea algo así... vamos... de carne y hueso.––Pues ¿qué, qué crees de tu tío?––Que no es más que... no sé cómo decirlo... que no es más que mi tío. Vamos,así como si no existiese de verdad.––Eso te creerás tú, chiquilla. Pero yo te digo que tu tío existe, ¡vaya si existe!––Brutos, todos brutos, brutos todos. ¿No sabe usted lo que ese bárbaro de MartínRubio le dijo al pobre don Emeterio a los pocos días de quedarse este viudo?––No lo he oído, creo.––Pues verá usted; fue cuando la epidemia aquella, ya sabe usted. Todo el mundoestaba alarmadísimo, a mí no me dejaron ustedes salir de casa en una porción dedías y hasta tomaba el agua hervida. Todos huían los unos de los otros, y si se veía aalguien de luto reciente era como si estuviese apestado. Pues bien; a los cinco o seisdías de haber enviudado el pobre don Emeterio tuvo que salir de casa, de luto porsupuesto, y se encontró de manos a boca con ese bárbaro de Martín. Este, al verlede luto, se mantuvo a cierta prudente distancia de él, como temiendo el contagio, yle dijo: «Pero, hombre, ¿qué es eso?, ¿alguna desgracia en tu casa?» «Sí ––lecontestó el pobre don Eme terio––, acabo de perder a mi pobre mujer..» «¡Lástima! Y¿cómo, cómo ha sido eso?» «De sobreparto», le dijo don Emeterio. «¡Ah, menosmal!, le contestó el bárbaro de Martín, y entonces se le acercó a darle la mano.¡Habráse visto caballería mayor...! ¡Una hombrada! Le digo a usted que son unosbrutos, nada más que unos brutos.––Y es mejor que sean unos brutos que no unos holgazanes, como, por ejemplo,ese zanguango de Mauricio, que te tiene, yo no sé por qué, sorbido el seso... Porquesegún mis informes, y son de buena tinta, te lo aseguro, maldito si el muy bausánestá de veras enamorado de ti...––¡Pero lo estoy yo de él y basta!––Y ¿te parece que ese... tu novio quiero decir... es de veras hombre? Si fuesehombre, hace tiempo que habría buscado salida y trabajo.––Pues si no es hombre, quiero yo hacerle tal. Es verdad, tiene el defecto queusted dice, tía, pero acaso es por eso por lo que le quiero. Y ahora, después de lahombrada de don Augusto... ¡quererme comprar a mí, a mí!... después de eso estoydecidida a jugarme el todo por el todo casándome con Mauricio.––Y ¿de qué vais a vivir, desgraciada?––¡De lo que yo gane! Trabajaré, y más que ahora. Aceptaré lecciones que herechazado. Así como así, he renunciado ya a esa casa, se la he regalado a donAugusto. Era un capricho, nada más que un capricho. Es la casa en que nací. Yahora, libre ya de esa pesadilla de la casa y de su hipoteca, me pondré a trabajarcon más ahínco. Y Mauricio, viéndome trabajar para los dos, no tendrá más remedioque buscar trabajo y trabajar él. Es decir, si tiene vergüenza...––¿Y si no la tiene?––Pues si no la tiene... ¡dependerá de mí!––Sí, ¡el marido de la pianista!––Y aunque así sea. Será mío, mío, y cuanto más de mí dependa, más mío.––Sí, tuyo... pero como puede serlo un perro. Y eso se llama comprar un hombre.––¿No ha querido un hombre, con su capital, comprarme? Pues ¿qué de extrañotiene que yo, una mujer, quiera, con mi trabajo, comprar un hombre?––Todo esto que estás diciendo, chiquilla, se parece mucho a eso que tu tío llamafeminismo.––No sé, ni me importa saberlo. Pero le digo a usted, tía, que todavía no ha nacidoel hombre que me pueda comprar a mí. ¿A mí?, ¿a mí?, ¿comprarme a mí?En este punto de la conversación entró la criada a anunciar que don Augustoesperaba a la señora.––¿Él? ¡Vete! Yo no quiero verle. Dile que le he dicho ya mi última palabra.––Reflexiona un poco, chiquilla, cálmate; no lo tomes así. Tú no has sabidointerpretar las intenciones de don Augusto.Cuando Augusto se encontró ante doña Ermelinda empezó a darle sus excusas.Estaba, según decía, profundamente afectado; Eugenia no había sabido interpretarsus verdaderas intenciones. Él, por su parte, había cancelado formalmente lahipoteca de la casa y esta aparecía legalmente libre de semejante carga y en poderde su dueña. Y si ella se obstinaba en no recibir las rentas, él, por su parte, tampocopodía hacerlo; de manera que aquello se perdería sin provecho para nadie, o mejordicho, iría depositándose a nombre de su dueña. Además, él renunciaba a suspretensiones a la mano de Eugenia y sólo quería que esta fuese feliz; hasta sehallaba dispuesto a buscar una buena colocación a Mauricio para que no tuviese quevivir de las rentas de su mujer.––¡Tiene usted un corazón de oro! ––exclamó doña Ermelinda.––Ahora sólo falta, señora, que convenza a su sobrina de cuáles han sido misverdaderas intenciones, y que si lo de deshipotecar la casa fue una impertinencia mela perdone. Pero me parece que no es cosa ya de volver atrás. Si ella quiere seré yopadrino de la boda. Y luego emprenderé un largo y lejano viaje.Doña Ermelinda llamó a la criada, a la que dijo que Ilamase a Eugenia, pues donAugusto deseaba hablar con ella. «La señorita acaba de salir» , contestó la criada.XVI––Eres imposible, Mauricio ––le decía Eugenia a su novio, en el cuchitril aquel de laportería––, completamente imposible, y si sigues así, si no sacudes esa pachorra, sino haces algo para buscarte una colocación y que podamos casarnos, soy capaz decualquier disparate.––¿De qué disparate? Vamos, di, rica ––y le acariciaba el cuello ensortijándose enuno de sus dedos un rizo de la nuca de la muchacha.––Mira, si quieres, nos casamos así y yo seguiré trabajando... para los dos.––Pero ¿y qué dirán de mí, mujer, si acepto semejante cosa?––¿Y a mí qué me importa lo que de ti digan?––¡Hombre, hombre, eso es grave!––Sí, a mí no me importa eso; lo que yo quiero es que esto se acabe cuantoantes...––¿Tan mal nos va?––Sí, nos va mal, muy mal. Y si no te decides soy capaz de...––¿De qué, vamos?––De aceptar el sacrificio de don Augusto.––¿De casarte con él?––¡No, eso nunca! De recobrar mi finca.––Pues ¡hazlo, rica, hazlo! Si esa es la solución y no otra...––Y te atreves...––¡Pues no he de atreverme! Ese pobre don Augusto me parece a mí que no andabien de la cabeza, y pues ha tenido ese capricho, no creo que debemos molestarle...––De modo que tú...––Pues ¡claro está, rica, claro está!––Hombre, al fin y al cabo.––No tanto como tú quisieras, según te explicas. Pero ven acá...––Vamos, déjame, Mauricio; ya te he dicho cien veces que no seas...––Que no sea cariñoso...––¡No, que no seas... bruto! Estáte quieto. Y si quieres más confianzas sacude esapereza, busca de veras trabajo, y lo demás ya lo sabes. Conque, a ver si tienesjuicio, ¿eh? Mira que ya otra vez te di una bofetada.––¡Y qué bien que me supo! ¡Anda rica, dame otra! Mira, aquí tienes mi cara...––No lo digas mucho...––¡Anda, vamos!––No, no quiero darte ese gusto.––¿Ni otro?––Te he dicho que no seas bruto. Y te repito que si no te das prisa a buscar trabajosoy capaz de aceptar eso.––Pues bien, Eugenia, ¿quieres que te hable con el corazón en la mano, la verdad,toda la verdad?––¡Habla!––Yo te quiero mucho, pero mucho, estoy completamente chalado por ti, pero esodel matrimonio me asusta, me da un miedo atroz. Yo nací haragán por tempera-mento, no te lo niego; lo que más me molesta es tener que trabajar, y preveo que sinos casamos, y como supongo que tú querrás que tengamos hijos...––¡Pues no faltaba más!––Voy a tener que trabajar, y de firme, porque la vida es cara. Y eso de aceptar elque seas tú la que trabaje, ¡eso, nunca, nunca, nunca! Mauricio Blanco Clará nopuede vivir del trabajo de una mujer. Pero hay acaso una solución que sin tener yoque trabajar ni tú se arregle todo...––A ver, a ver...––Pues... ¿me prometes, chiquilla, no incomodarte?––¡Anda, habla!––Por todo lo que yo sé y lo que te he oído, ese pobre don Augusto es un panoli,un pobre diablo; vamos, un...––¡Anda, sigue!––Pero no te me incomodarás.––¡Que sigas te he dicho!––Es, pues, como venía diciéndote, un... predestinado. Y acaso lo mejor sea nosólo que aceptes eso de tu casa, sino que...––Vamos, ¿qué?––Que le aceptes a él por marido.––¿Eh? ––y se puso ella en pie.––Le aceptas, y como es un pobre hombre, pues... todo se arregla...––¿Cómo que se arregla todo?––Sí, él paga, y nosotros...––Nosotros... ¿qué?––Pues nosotros...––¡Basta!Y se salió Eugenia, con los ojos hechos un incendio y diciéndose: «Pero ¡québrutos, qué brutos! Jamás lo hubiera creído... ¡Qué brutos!» Y al llegar a su casa seencerró en su cuarto y rompió a llorar. Y tuvo que acostarse presa de una fiebre.Mauricio se quedó un breve rato como suspenso; mas pronto se repuso, encendióun cigarrillo, salió a la calle y le echó un piropo a la primera moza de garbo que pasóa su lado. Y aquella noche hablaba, con un amigo, de don Juan Tenorio.––A mí ese tío no acaba de convencerme ––decía Mauricio––; eso no es más queteatro.––¡Y que lo digas tú, Mauricio, que pasas por un Tenorio, por un seductor!––¿Seductor?, ¿seductor yo? ¡Qué cosas se inventan, Rogelio!––¿Y lo de la pianista?––¡Bah! ¿Quieres que te diga la verdad, Rogelio?––¡ Venga!––Pues bien; de cada cien líos, más o menos honrados, y ese a que aludías eshonradísimo, ¡eh!, de cada cien líos entre hombre y mujer, en más de noventa laseductora es ella y el seducido es él.––Pues qué, ¿me negarás que has conquistado a la pianista, a la Eugenia?––Sí, te lo niego; no soy yo quien la ha conquistado, sino ella quien me haconquistado a mí.––¡Seductor!––Como quieras... Es ella, ella. No supe resistirme.––Para el caso es igual...––Pero me parece que eso se va a acabar y voy a encontrarme otra vez libre. Librede ella, claro, porque no respondo de que me conquiste otra. ¡Soy tan débil! Si yohubiera nacido mujer...––Bueno, ¿y cómo se va a acabar?––Porque... pues, ¡porque he metido la pata! Quise que siguiéramos, es decir, queempezáramos las relaciones, ¿entiendes?, sin compromiso ni consecuencias... y,¡claro!, me parece que me va a dar soleta. Esa mujer quería absorberme.––¡Y te absorberá!––¡Quién sabe ...! ¡Soy tan débil! Yo nací para que una mujer me mantenga, perocon dignidad, ¿sabes?, y si no, ¡nada!––Y ¿a qué llamas dignidad?, ¿puede saberse?––¡Hombre, eso no se pregunta! Hay cosas que no pueden definirse.––¡Es verdad! ––contestó con profunda convicción Rogelio, añadiendo––: Y si lapianista te deja, ¿qué vas a hacer?––Pues quedar vacante. Y a ver si alguna otra me conquista. ¡He sido yaconquistado tantas veces ...! Pero esta, con eso de no ceder, de mantenerse siemprea honesta distancia, de ser honrada, en fin, porque como honrada lo es hasta dondela que más, con todo eso me tenía chaladito, pero del todo chaladito. Habría acabado por hacer de mí lo que hubiese querido. Y ahora, si me deja, lo sentiré, y mucho,pero me veré libre.––¿Libre?––Libre, sí, para otra.––Yo creo que haréis las paces...––¡Quién sabe!... Pero lo dudo, porque tiene un geniecito... Y hoy la ofendí, laverdad, la ofendí.XVII––¿Te acuerdas, Augusto ––le decía Víctor––, de aquel don Eloíno Rodríguez deAlburquerque y Álvarez de Castro?––¿Aquel empleado de Hacienda tan aficionado a correrla, sobre todo de lobaratito?––El mismo. Pues bien... ¡se ha casado!––¡Valiente carcamal se lleva la que haya cargado con él!––Pero lo estupendo es su manera de casarse. Entérate y vé tomando notas. Yasabrás que don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, a pesar desus apellidos, apenas si tiene sobre qué caerse muerto ni más que su sueldo enHacienda, y que está, además, completamente averiado de salud.––Tal vida ha llevado.––Pues el pobre padece una afección cardiaca de la que no puede recobrarse. Susdías están contados. Acaba de salir de un achuchón gravísimo, que le ha puesto a laspuertas de la muerte y le ha llevado al matrimonio, pero a otro... revienta. Es el casoque el pobre hombre andaba de casa en casa de huéspedes y de todas partes teníaque salir, porque por cuatro pesetas no pueden pedirse gollerías ni canguingos enmojo de gato y él era muy exigente. Y no del todo limpio. Y así rodando de casa encasa fue a dar a la de una venerable patrona, y entrada en años, ma yor que él que,como sabes, más cerca anda de los sesenta que de los cincuenta, y viuda dos veces;la primera, de un carpintero que se suicidó tirándose de un andamio a la calle, y aquien recuerda a menudo como su Rogelio, y la segunda, de un sargento decarabineros que le dejó al morir un capitalito que le da una peseta al día. Y hete aquíque hallándose en casa de esta señora viuda da mi don Eloíno en ponerse malo, muymalo, tan malo que la cosa parecía sin remedio y que se moría. Llamaron primero aque le viera don José, y luego a don Valentín. Y el hombre, ¡a morir! Y suenfermedad pedía tantos y tales cuidados, y a las veces no del todo aseados, quemonopolizaba a la patrona, y los otros huéspedes empezaban ya a amenazar conmarcharse. Y don Eloíno, que no podía pagar mucho más, y la doble viuda diciéndoleque no podía tenerle más en su casa, pues le estaba perjudicando el negocio. «Pero¡por Dios, señora, por caridad! ––parece que le decía él–– ¿Adónde voy yo en esteestado, en qué otra casa van a recibirme? Si usted me echa tendré que ir a morirmeal hospital... ¡Por Dios, por caridad!, ¡para los días que he de vivir...!» Porque élestaba convencido de que se moría y muy pronto. Pero ella, por su parte, lo que esnatural, que su casa no era hospital, que vivía de su negocio y que se estaba yaperjudicando. Cuando en esto a uno de los compañeros de oficina de don Eloíno se leocurre una idea salvadora, y fue que le dijo: «Usted no tiene, don Eloíno, sino unmedio de que esta buena señora se avenga a tenerle en su casa mientras viva.»«¿Cuál?» , preguntó él. «Primero ––le dijo el amigo–– sepamos lo que usted se creede su enfermedad.» «Ah, pues yo, que he de durar poco, muy poco; acaso nolleguen a verme con vida mis hermanos.» « ¿Tan mal se cree usted?» «Me sientomorir ...» «Pues si así es, le queda un medio de conseguir que esta buena mujer nole ponga de patitas en la calle, obligándole a irse al hospital.» «Y ¿cuál es?» «Casarse con ella.» « ¿Casarme con ella?, ¿con la patrona? ¿Quién, yo? ¡Un Rodríguezde Alburquerque y Álvarez de Castro! ¡Hombre, no estoy para bromas! » Y pareceque la ocurrencia le hizo un efecto tal que a poco se queda en ella.––Y no es para menos.––Pero el amigo, así que él se repuso de la primera sorpresa, le hizo ver quecasándose con la patrona le dejaba trece duros mensuales de viudedad, que de otromodo no aprovecharía nadie y se irían al Estado. Ya ves tú...––Sí, sé de más de uno, amigo Víctor, que se ha casado nada mas que para que elEstado no se ahorrase una viudedad. ¡Eso es civismo!––Pero si don Eloíno rechazó indignado tal proposición, figúrate lo que diría lapatrona: «¿Yo? ¿Casarme yo, a mis años, y por tercera vez, con ese carcamal? ¡Quéasco!» Pero se informó del médico, le aseguraron que no le quedaban a don Eloínosino muy pocos días de vida, y diciendo: «La verdad es que trece duros al mes mearreglan», acabó aceptándolo. Y entonces se le llamó al párroco, al bueno de don Matías, varón apostólico, como sabes, para que acabase de convencer aldesahuciado. «Sí, sí, sí ––dijo don Matías––; sí, ¡pobrecito!, ¡pobrecito!» Y leconvenció. Llamó luego don Eloíno a Correíta y dicen que le dijo que queríareconciliarse con él ––estaban reñidos––, y que fuese testigo de su boda. «Pero ¿secasa usted, don Eloíno?» «Sí, Correíta, sí, ¡me caso con la patrona!, ¡con doñaSinfo!; ¡yo, un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, figúrate! Yo porqueme cuide los pocos días de vida que me queden... no sé si llegarán mis hermanos atiempo de verme vivo... y ella por los trece duros de viudedad que le dejo.» Ycuentan que cuando Correíta se fue a su casa y se lo contó todo, como es natural, asu mujer, a Emilia, esta exclamó: «Pero ¡tú eres un majadero, Pepe! ¿Por qué no ledijiste que se casase con Encarna ––Encarnación es una criada, ni joven ni guapa,que llevó Emilia como de dote a su matrimonio––, que le habría cuidado por los treceduros de viudedad tan bien como esa tía?» Y es fama que la Encarna añadió: «Tieneusted razón, señorita; también yo me hubiera casado con él y le habría cuidado loque viviese, que no será mucho, por trece duros.»––Pero todo eso, Víctor, parece inventado.––Pues no lo es. Hay cosas que no se inventan. Y aún falta lo mejor. Y me contabadon Valentín, que es después de don José quien ha estado tratando a don Eloíno,que al ir un día a verle y encontrarse con don Matías revestido, creyó que era paradarle la Extremaunción al enfermo, y le dicen que estaba casándole. Y al volver mástarde le acompañó hasta la puerta la recién casada patrona, ¡por tercera vez!, y convoz compungida y ansiosa le preguntaba: «Pero, diga usted, don Valentín, ¿vivirá?,¿vivirá todavía?» «No, señora, no; es cuestión de díás...» «Se morirá pronto, ¿eh?»«Sí, muy pronto.» «Pero ¿de veras se morirá?»––¡Qué enormidad!––Y no es todo. Don Valentín ordenó que no se le diese al enfermo más que leche,y de esta poquita de cada vez, pero doña Sinfo decía a otro huésped: «¡Quiá! ¡yo ledoy de todo lo que me pida! ¡A qué quitarle sus gustos si ha de vivir tan poco...!» Yluego ordenó que le diese unas ayudas, y ella decía: «¿Unas ayudas? ¡Uf, qué asco!¿A ese tío carcamal? ¡Yo, no, yo no! ¡Si hubiese sido a alguno de los otros dos, a losque quería, con los que me casé por mi gusto! Pero ¿a este?, ¿unas ayudas? ¿Yo?¡Como no...!»––¡Todo esto es fantástico!––No, es histórico. Y llegaron unos hermanos de don Eloíno, hermano y hermana, yél decía abrumado por la desgracia: «¡Casarse mi hermano, mi hermano, un Rodrí-guez de Alburquerque y Álvarez de Castro, con la patrona de la calle de Pellejeros!,¡mi hermano, hijo de un presidente que fue de la Audiencia de Zaragoza, de Za-rago-za,con una... doña Sinfo!» Estaba aterrado. Y la viuda del suicida y recién casadacon el desahuciado se decía: «Y ahora verá usted, como si lo viera, ¡con esto de quesomos cuñados se irán sin pagarme el pupilaje, cuando yo vivo de esto!» Y pareceque le pagaron, sí, el pupilaje, y se lo pagó el marido, pero se llevaron un bastón depuño de oro que él tenía.––¿Y murió?––Sí, bastante después. Mejoró, mejoró bastante. Y ella, la patrona, decía: «Deesto tiene la culpa ese don Valentín, que le ha entendido la enfermedad... Mejor erael otro, don José, que no se la entendía. Si sólo le hubiese tratado él, ya estaríamuerto, y no que ahora me va a fastidiar.» Ella, doña Sinfo, tiene, además de loshijos del primer marido, una hija del segundo, del carabinero, y a poco de habersecasado le decía don Eloíno: « Ven, ven acá; ven, ven que te dé un beso, que ya soytu padre, eres hija mía...» «Hija, no ––decía la madre, ¡ahijada!» «¡Hijastra, señora,hijastra! Ven acá... os dejo bien...» Y es fama que la madre refunfuñaba: «¡Y elsinvergüenza no lo hacía más que para sobarla...! ¡Habráse visto...!» Y luego vino,como es natural, la ruptura. «Esto fue un engaño, nada más que un engaño, donEloíno, porque si me casé con usted fue porque me aseguraron que usted se moría ymuy pronto, que si no... ¡pa chasco! Me han engañado, me han engañado.»«También a mí me han engañado, señora. Y ¿qué quería usted que hubiese yohecho? ¿Morirme por darle gusto?» «Eso era lo convenido.» «Ya me moriré, señora,ya me moriré... y antes que quisiera. ¡Un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez deCastro!»Y riñeron por cuestión de unos cuartos más o menos de pupilaje, y acabó ella porecharle de casa. «¡Adiós, don Eloíno, que le vaya a usted bien!» «Quede usted conDios, doña Sinfo.» Y al fin se ha muerto el tercer marido de esta señora dejándola2,15 pesetas diarias, y además le han dado 500 para lutos. Por supuesto, que no lasha empleado en tales lutos. A lo más le ha sacado un par de misas, porremordimiento y por gratitud a los trece duros de viudedad.––Pero ¡qué cosas, Dios mío!––Cosas que no se inventan, que no es posible inventar. Ahora estoy recogiendomás datos de esta tragicomedia, de esta farsa fúnebre. Pensé primero hacer de elloun sainete; pero considerándolo mejor he decidido meterlo de cualquier manera,como Cervantes metió en su Quijote aquellas novelas que en él figuran, en unanovela que estoy escribiendo para desquitarme de los quebraderos de cabeza queme da el embarazo de mi mujer.––Pero ¿te has metido a escribir una novela?––¿Y qué quieres que hiciese?––¿Y cuál es su argumento, si se puede saber?––Mi novela no tiene argumento, o mejor dicho, será el que vaya saliendo. Elargumento se hace él solo.––¿Y cómo es eso?––Pues mira, un día de estos que no sabía bien qué pacer, pero sentía ansia dehacer algo, una comezón muy íntima, un escarabajeo de la fantasía, me dije: voy aescribir una novela, pero voy a escribirla como se vive, sin saber lo que vendrá. Mesenté, cogí unas cuartillas y empecé lo primero que se me ocurrió, sin saber lo queseguiría, sin plan alguno. Mis personajes se irán haciendo según obren y hablen,sobre todo según hablen; su carácter se irá formando poco a poco. Y a las veces sucarácter será el de no tenerlo.––Sí, como el mío.––No sé. Ello irá saliendo. Yo me dejo llevar.––¿Y hay psicología?, ¿descripciones?––Lo que hay es diálogo; sobre todo diálogo. La cosa es que los personajes hablen,que hablen mucho, aunque no digan nada.––Eso te lo habrá insinuado Elena, ¿eh?––¿Por qué?––Porque una vez que me pidió una novela para matar el tiempo, recuerdo que medijo que tuviese mucho diálogo y muy cortado.––Sí, cuando en una que lee se encuentra con largas descripciones, sermones orelatos, los salta diciendo: ¡paja!, ¡paja!, ¡paja! Para ella sólo el diálogo no es paja. Yya ves tú, puede muy bien repartirse un sermón en un diálogo...––¿Y por qué será esto?...––Pues porque a la gente le gusta la conversación por la conversación misma,aunque no diga nada. Hay quien no resiste un discurso de media hora y se está treshoras charlando en un café. Es el encanto de la conversación, de hablar por hablar,del hablar roto a interrumpido.––También a mí el tono de discurso me carga...––Sí, es la complacencia del hombre en el habla, y en el habla viva... Y sobre todoque parezca que el autor no dice las cosas por sí, no nos molesta con supersonalidad, con su yo satánico. Aunque, por supuesto, todo lo que digan mispersonajes lo digo yo...––Eso pasta cierto punto...––¿Cómo hasta cierto punto?––Sí, que empezarás creyendo que los llevas tú, de tu mano, y es fácil que acabesconvenciéndote de que son ellos los que te llevan. Es muy frecuente que un autoracabe por ser juguete de sus ficciones...––Tal vez, pero el caso es que en esa novela pienso meter todo lo que se meocurra, sea como fuere.––Pues acabará no siendo novela.––No, será... será... nivola.––Y ¿qué es eso, qué es nivola?––Pues le he oído contar a Manuel Machado, el poeta, el hermano de Antonio, queuna vez le llevó a don Eduardo Benoit, para leérselo, un soneto que estaba enalejandrinos o en no sé qué otra forma heterodoxa. Se lo leyó y don Eduardo le dijo:«Pero ¡eso no es soneto! ...» «No, señor ––le contestó Machado––, no es soneto,es... sonite. » Pues así con mi novela, no va a ser novela, sino... ¿cómo dije?,navilo... nebulo, no, no, nivola, eso es, ¡nivola! Así nadie tendrá derecho a decir quederoga las leyes de su género... Invento el género, a inventar un género no es másque darle un nombre nuevo, y le doy las leyes que me place. ¡Y mucho diálogo!––¿Y cuando un personaje se queda solo?––Entonces... un monólogo. Y para que parezca algo así como un diálogo inventoun perro a quien el personaje se dirige.––¿Sabes, Víctor, que se me antoja que me estás inventando?...––¡Puede ser!Al separarse uno de otro, Víctor y Augusto, iba diciéndose este: «Y esta mi vida,¿es novela, es nivola o qué es? Todo esto que me pasa y que les pasa a los que me rodean, ¿es realidad o es ficción? ¿No es acaso todo esto un sueño de Dios o dequien sea, que se desvanecerá en cuanto Él despierte, y por eso le rezamos yelevamos a Él cánticos a himnos, para adormecerle, para cunar su sueño? ¿No esacaso la liturgia de todas las religiones un modo de brezar el sueño de Dios y que nodespierte y deje de soñarnos? ¡Ay, mi Eugenia!, ¡mi Eugenia! Y mi Rosarito...»––¡Hola, Orfeo!Orfeo le había salido al encuentro, brincaba, le quería trepar piernas arriba. Cogióley el animalito empezó a lamerle la mano.––Señorito ––le dijo Liduvina––, ahí le aguarda Rosarito con la plancha.––¿Y cómo no la despachaste tú?––Qué sé yo... Le dije que el señorito no podía tardar, que si quería aguardarse...––Pero podías haberle despachado como otras veces...––Sí, pero... en fin, usted me entiende...––¡Liduvina! ¡Liduvina!––Es mejor que la despache usted mismo.––Voy allá.XVIII––¡Hola, Rosarito! ––exclamó Augusto apenas la vio.––Buenas tardes, don Augusto ––y la voz de la muchacha era serena y clara y nomenos clara y serena su mirada.––¿Cómo no has despachado con Liduvina como otras veces en que yo no estoy encasa cuando llegas?––¡No sé! Me dijo que me esperase. Creí que querría usted decirme algo...«Pero ¿esto es ingenuidad o qué es?», pensó Augusto y se quedó un momentosuspenso. Hubo un instante embarazoso, preñado de un inquieto silencio.––Lo que quiero, Rosario, es que olvides lo del otro día, que no vuelvas a acordartede ello, ¿entiendes?––Bueno, como usted quiera...––Sí, aquello fue una locura... una locura... no sabía bien lo que me hacía ni lo quedecía... como no lo sé ahora... ––e iba acercándose a la chica.Esta le esperaba tranquilamente y como resignada. Augusto se sentó en un sofá, lallamó: ¡ven acá!, la dijo que se sentara, como la otra vez sobre sus rodillas, y laestuvo un buen rato mirando a los ojos. Ella resistió tranquilamente aquella mirada,pero temblaba toda ella como la hoja de un chopo.––¿Tiemblas, chiquilla...?––¿Yo? Yo no. Me parece que es usted...––No tiembles, cálmate.––No vuelva a hacerme llorar...––Vamos, sí, que quieres que te vuelva a hacer llorar. Di, ¿tienes novio?––Pero qué preguntas...––Dímelo, ¿le tienes?––¡Novio... así, novio... no!––Pero ¿es que no se te ha dirigido todavía ningún mozo de tu edad?––Ya ve usted, don Augusto...––¿Y qué le has dicho?––Hay cosas que no se dicen...––Es verdad. Y vamos, di, ¿os queréis?––Pero, ¡por Dios, don Augusto...!––Mira, si es que vas a llorar te dejo.La chica apoyó la cabeza en el pecho de Augusto, ocultándolo en él, y rompió allorar procurando ahogar sus sollozos. «Esta chiquilla se me va a desmayar» , pensóél mientras le acariciaba la cabellera.––¡Cálmate!, ¡cálmate!––¿Y aquella mujer...? ––preguntó Rosario sin levantar la cabeza y tragándose sussollozos.––Ah, ¿te acuerdas? Pues aquella mujer ha acabado por rechazarme del todo.Nunca la gané, pero ahora la he perdido del todo, ¡del todo!La chica levantó la frente y le miró cara a cara, como para ver si decía la verdad.––Es que me quiere engañar... ––susurró.––¿Cómo que te quiero engañar? Ah, ya, ya. Conque esas tenemos, ¿eh? Pues ¿nodices que tenías novio?––Yo no he dicho nada...––¡Calma!, ¡calma! ––y poniéndola junto a sí en el sofá se levantó él y empezó apasearse por la estancia.Pero al volver la vista a ella vio que la pobre muchacha estaba demudada ytemblorosa. Comprendió que se encontraba sin amparo, que así, sola frente a él, acierta distancia, sentada en aquel sofá como un reo ante el fiscal, sentíasedesfallecer.––¡Es verdad! ––exclamó––; estamos más protegidos cuanto más cerca.Volvió a sentarse, volvió a sentarla sobre sí, la ciñó con sus brazos y la apretó a supecho. La pobrecilla le echó un brazo sobre el hombro, como para apoyarse en él, yvolvió a ocultar su cara en el seno de Augusto. Y allí, como oyese el martilleo delcorazón de este, se alarmó.––¿Está usted malo, don Augusto?––¿Y quién está bueno?––¿Quiere usted que llame para que le traigan algo?––No, no, déjalo. Yo sé cuál es mi enfermedad. Y lo que me hace falta esemprender un viaje. ––Y después de un silencio––: ¿Me acompañarás en él?––¡Don Augusto!––¡Deja el don! ¿Me acompañarás?––Como usted quiera...Una niebla invadió la mente de Augusto; la sangre empezó a latirle en las sienes,sintió una opresión en el pecho. Y para libertarse de ello empezó a besar a Rosaritoen los ojos, que los tenía que cerrar. De pronto se levantó y dijo dejándola:––¡Déjame!, ¡déjame!, ¡tengo miedo!––¿Miedo de qué?La repentina serenidad de la mozuela le asustó más aún.––Tengo miedo, no sé de quién, de ti, de mí; ¡de lo que sea!, ¡de Liduvina! Mira,vete, vete, pero volverás, ¿no es eso?, ¿volverás?––Cuando usted quiera.––Y me acompañarás en mi viaje, ¿no es así?––Como usted mande...––¡Vete, vete ahora!––Y aquella mujer...Abalanzóse Augusto a la chica, que se había ya puesto en pie, la cogió, la apretócontra su pecho, juntó sus labios secos a los labios de ella y así, sin besarla, seestuvo un rato apretando boca a boca mientras sacudía su cabeza. Y luegosoltándola: ¡anda, vete!Rosario se salió. Y apenas se había salido fue Augusto, y cansado como si acabasede recorrer a pie leguas por entre montañas se echó sobre su cama, apagó la luz, yse quedó monologando:«La he estado mintiendo y he estado mintiéndome. ¡Siempre es así! Todo esfantasía y no hay más que fantasía. El hombre en cuanto habla miente, y en cuantose habla a sí mismo, es decir, en cuanto piensa sabiendo que piensa, se miente. Nohay más verdad que la vida fisiológica. La palabra, este producto social, se ha hechopara mentir. Le he oído a nuestro filósofo que la verdad es, como la palabra, unproducto social, lo que creen todos, y creyéndolo se entienden. Lo que es productosocial es la mentira...»Al sentir unos lametones en la mano exclamó: «Ah, ¿ya estás aquí, Orfeo? Túcomo no hablas no mientes, y hasta creo que no te equivocas, que no te mientes.Aunque, como animal doméstico que eres, algo se te habrá pegado del hombre... Nohacemos más que mentir y darnos importancia. La palabra se hizo para exagerarnuestras sensaciones a impresiones todas... acaso para creerlas. La palabra y todogénero de expresión convencional, como el beso y el abrazo... No hacemos sinorepresentar cada uno su papel. ¡Todos personas, todos caretas, todos cómic os!Nadie sufre ni goza lo que dice y expresa y acaso cree que goza y sufre; si no, no sepodría vivir. En el fondo estamos tan tranquilos. Como yo ahora aquí, representandoa solas mi comedia, hecho actor y espectador a la vez. No mata más que el dolorfísico. La única verdad es el hombre fisiológico, el que no habla, el que no miente ...»Oyó un golpecito a la puerta.––¿Qué hay?––¿Es que no va usted a cenar hoy? ––preguntó Liduvina.––Es verdad; espera, que allá voy.«Y luego dormiré hoy, como los otros días, y dormirá ella. ¿Dormirá Rosarito? ¿Nohabré turbado la tranquilidad de su espíritu? Y esa naturalidad suya, ¿es inocencia oes malicia? Pero acaso no hay nada más malicioso que la inocencia, o bien, másinocente que la malicia. Sí, sí, ya me suponía yo que en el fondo no hay nada más...más... ¿cómo lo diré?... más cínico que la inocencia. Sí, esa tranquilidad con que seme entregaba, eso que hizo me entrara miedo, miedo, no sé bien de qué, eso no erasino inocencia. Y lo de: "¿Y aquella mujer?", celos, ¿eh?, ¿celos? Probablemente no nace el amor sino al nacer los celos; son los celos los que nos revelan el amor. Pormuy enamorada que esté una mujer de un hombre, o un hombre de una mujer, nose dan cuenta de que lo están, no se dicen a sí mismos que lo están, es decir, no seenamoran de veras sino cuando él ve que ella mira a otro hombre o ella le ve a élmirar a otra mujer. Si no hubiese más que un solo hombre y una sola mujer en elmundo, sin más sociedad, sería imposible que se enamorasen uno de otro. Ademásde que hace siempre falta la tercera, la Celestina, y la Celestina es la sociedad. ¡ElGran Galeoto! ¡Y qué bien está eso! ¡Sí, el Gran Galeoto! Aunque sólo fuese por ellenguaje. Y por esto es todo eso del amor una mentira más. ¿Y el fisiológico? ¡Bah,eso fisiológico no es amor ni cosa que lo valga! ¡Por eso es verdad! Pero... vamos,Orfeo, vamos a cenar. ¡Esto sí que es verdad!»XIXA los dos días de esto anunciáronle a Augusto que una señora deseaba verle yhablarle. Salió a recibirla y se encontró con doña Ermelinda, que al: «¿usted poraquí?» de Augusto, contestó con un: «¡como no ha querido volver a vemos... ! »––Usted comprende, señora ––––contestó Augusto––, que después de lo que meha pasado en su casa las dos últimas veces que he ido, la una con Eugenia a solas yla otra cuando no quiso verme, no debía volver. Yo me atengo a lo hecho y lo dicho,pero no puedo volver por allí...––Pues traigo una misión para usted de parte de Eugenia...––¿De ella?––Sí, de ella. Yo no sé qué ha podido ocurrirle con el novio, pero no quiere oírhablar de él, está contra él furiosa, y el otro día, al volver a casa, se encerró en sucuarto y se negó a cenar. Tenía los ojos encendidos de haber llorado, pero con esaslágrimas que escaldan, ¿sabe usted?, las de rabia...––¡Ah!, pero ¿es que hay diferentes clases de lágrimas?––Naturalmente; hay lágrimas que refrescan y desahogan y lágrimas queencienden y sofocan más. Había llorado y no quiso cenar. Y me estuvo repitiendo suestribillo de que los hombres son ustedes todos unos brutos y nada más que unosbrutos. Y ha estado estos días de morro, con un humor de todos los diablos. Hastaque ayer me llamó, me dijo que estaba arrepentida de cuanto le había dicho a usted,que se excedió y fue con usted injusta, que reconoce la rectitud y nobleza de lasintenciones de usted y que quiere no ya que usted le perdone aquello que le dijo deque la quería comprar, sino que no cree semejante cosa. Es en esto en lo que hizomás hincapié. Dice que ante todo quiere que usted le crea que si dijo aquello fue porexcitación, por despecho, pero que no lo cree...––Y creo que no lo crea.––Después... después me encargó que averiguase yo de usted con diplomacia...––Y la mejor diplomacia, señora, es no tenerla, y sobre todo conmigo...––Después me rogó que averiguase si le molestaría a usted el que ella aceptase,sin compromiso alguno, el regalo que usted le ha hecho de su propia casa...––¿Cómo sin compromiso?––Vamos, sí, el que acepte el regalo como tal regalo.––Si como tal se lo doy, ¿cómo ha de aceptarlo?––Porque dice que sí, que está dispuesta, para demostrarle su buena voluntad y losincero de su arrepentimiento por lo que le dijo, a aceptar su generosa donación,pero sin que eso implique...––¡Basta, señora, basta! Ahora parece que sin darse cuenta vuelven aofenderme...––Será sin intención...––Hay ocasiones en que las peores ofensas son esas que se infligen sin intención,según se dice.––Pues no lo entiendo...––Y es, sin embargo, cosa muy clara. Una vez entré en una reunión y uno que allíhabía y me conocía ni me saludó siquiera. Al salir me quejé de ello a un amigo y esteme dijo: «No le extrañe a usted, no lo ha hecho aposta; es que no se ha percatadosiquiera de la presencia de usted.» Y le contesté: «Pues ahí está la grosería mayor;no en que no me haya saludado, sino en que no se haya dado cuenta de mipresencia.» «Eso es en él involuntario; es un distraído...» , me replicó. Y yo a mivez: «Las mayores groserías son las llamadas involuntarias, y la grosería de lasgroserías distraerse delante de personas. Es, señora, como eso que llamanneciamente olvidos involuntarios, como si cupiese olvidarse voluntariamente de algo.El olvido involuntario suele ser una grosería.»––Y a qué viene esto...––Esto viene, señora doña Ermelinda, a que después de haberme pedido perdónpor aquella especie ofensiva de que con mi donativo buscaba comprarla forzando suagradecimiento, no sé bien a qué viene aceptarlo pero haciendo constar que sincompromiso. ¿Qué compromiso, vamos, qué compromiso?––¡No se exalte usted así, don Augusto...!––¡Pues no he de exaltarme, señora, pues no he de exaltarme! ¿Es que esa...muchacha se va a burlar de mí y va a querer jugar conmigo? ––y al decir esto seacordaba de Rosarito.––¡Por Dios, don Augusto, por Dios...!––Ya tengo dicho que la hipoteca se deshizo, que la he cancelado, y que si ella nose hace cargo de su casa yo nada tengo que ver con ella. ¡Y que me lo agradezca ono, ya no me importa!––Pero, don Augusto, ¡no se ponga así! ¡Si lo que ella quiere es hacer las pacescon usted, que vuelvan a ser amigos... !––Sí, ahora que ha roto la guerra con el otro, ¿no es eso? Antes era yo el otro;ahora soy el uno, ¿no es eso? Ahora se trata de pescarme, ¿eh?––Pero ¡si no he dicho tal cosa...!––No, pero lo adivino.––Pues se equivoca usted de medio a medio. Porque precisamente después dehaberme mi sobrina dicho todo lo que acabo de repetirle a usted, al insinuarle yo yaconsejarle quc pues ha reñido con el gandul de su novio procurase ganar a ustedcomo tal, vamos, usted me entiende...––Sí, que me reconquistase...––¡Eso! Pues bien, al aconsejarle esto, me dijo una y cien veces que eso no y queno y que no; que le estimaba y apreciaba a usted para amigo y como tal, pero no legustaba como marido, que no quería casarse sino con un hombre de quien estuvieseenamorada...––Y que de mí no podrá llegar a estarlo, ¿no es eso?––No, tanto como eso no dijo...––Vamos, sí; que esto también es diplomacia...––¿Cómo?––Sí, que viene usted no sólo a que yo perdone a esa... muchacha, sino a ver siaccedo a pretenderla para mujer, ¿no es eso? Cosa convenida, ¿eh?, y ella seresignará...––Le juro a usted, don Augusto, le juro por la santa memoria de mi santa madreque esté en gloria, le juro...––El segundo, no jurar...––Pues le juro que es usted el que ahora se olvida, involuntariamente porsupuesto, de quién soy yo, de quién es Ermelinda Ruiz y Ruiz.––Si así fuese...––Sí, así es, así ––y pronunció estas palabras con tal acento que no dejaba lugar aduda.––Pues entonces... entonces... diga a su sobrina que acepto sus explicaciones, quese las agradezco profundamente, que seguiré siendo su amigo, un amigo leal y noble,pero sólo amigo, ¿eh?, nada más que amigo, sólo amigo... Y no le diga que yono soy un piano en que se puede tocar a todo antojo, que no soy un hombre de hoyte dejo y luego te tomo, que no soy sustituto ni vicenovio, que no soy plato desegunda mesa...––¡No se exalte usted así!––¡No, si no me exalto! Pues bien, que sigo siendo su amigo...––¿E irá usted pronto a vernos?––Eso...––Mire que si no la pobrecilla no me va a creer, va a sentirlo...––Es que pienso emprender un viaje largo y lejano...––Antes, de despedida...––Bueno, veremos...Separáronse. Cuando doña Ermelinda llegó a casa y contó a su sobrina laconversación con Augusto, Eugenia se dijo: «Aquí hay otra, no me cabe duda; ahorasí que le reconquisto.»Augusto, por su parte, al quedarse solo púsose a pasearse por la estanciadiciéndose: «Quiere jugar conmigo, como si yo fuese un piano... me deja, me toma,me volverá a dejar... Yo estaba de reserva... Diga lo que quiera, anda buscando queyo vuelva a solicitarla, acaso para vengarse, tal vez para dar celos al otro y volverleal retortero... Como si yo fuese un muñeco, un ente, un don nadie... ¡Y yo tengo micarácter, vaya si le tengo, yo soy yo! Sí, ¡yo soy yo!, ¡yo soy yo! Le debo a ella, a Eugenia, ¿cómo negarlo?, el que haya despertado mi facultad amorosa; pero una vezque me la despertó y suscitó no necesito ya de ella; lo que sobran son mujeres.»Al llegar a esto no pudo por menos que sonreírse, y es que se acordó de aquellafrase de Víctor cuando anunciándoles Gervasio, recién casado, que se iba con su mujera pasar una temporadita en París, le dijo: «¿A París y con mujer? ¡Eso es como ircon un bacalao a Escocia!» Lo que le hizo muchísima gracia a Augusto.Y siguió diciéndose: «Lo que sobran son mujeres. ¡Y qué encanto la inocenciamaliciosa, la malicia inocente de Rosarito, esta nueva edición de la eterna Eva!, ¡quéencanto de chiquilla! Ella, Eugenia, me ha bajado del abstracto al concreto, pero ellame llevó al genérico, y hay tantas mujeres apetitosas, tantas... ¡tantas Eugenias!,¡tantas Rosarios! No, no, conmigo no juega nadie, y menos una mujer. ¡Yo soy yo!¡Mi alma será pequeña, pero es mía!» Y sintiendo en esta exaltación de su yo comosi este se le fuera hinchando, hinchando y la casa le viniera estrecha, salió a la callepara darle espacio y desahogo.Apenas pisó la calle y se encontró con el cielo sobre la cabeza y las gentes que ibany venían, cada cual a su negocio o a su gusto y que no se fijaban en él, involuntariamentepor supuesto, ni le hacían caso, por no conocerle sin duda, sintió que su yo,aquel yo del « ¡yo soy yo!» se le iba achicando, achicando y se le replegaba en elcuerpo y aun dentro de este buscaba un rinconcito en que acurrucarse y que no se leviera. La calle era un cinematógrafo y él sentíase cinematográfico, una sombra, unfantasma. Y es que siempre un baño en muchedumbre humana, un perderse en lamasa de hombres que iban y venían sin conocerle ni percatarse de él, le produjo elefecto mismo de un baño en naturaleza abierta a cielo abierto, y a la rosa de losvientos.Sólo a solas se sentía él; sólo a solas podía decirse a sí mismo, tal vez paraconvencerse, « ¡yo soy yo!» ; ante los demás, metido en la muchedumbre atareadao distraída, no se sentía a sí mismo.Así llegó a aquel recatado jardincillo que había en la solitaria plaza del retiradobarrio en que vivía. Era la plaza un remanso de quietud donde siempre jugabanalgunos niños, pues no circulaban por allí tranvías ni apenas coches, a iban algunosancianos a tomar el sol en las tardecitas dulces del otoño, cuando las hojas de ladocena de castaños de Indias que allí vivían recluidos, después de haber temblado alcierzo, rodaban por el enlosado o cubrían los asientos de aquellos bancos de maderasiempre pintada de verde, del color de la hoja fresca. Aquellos árboles domésticos,urbanos, en correcta formación, que recibían riego a horas fijas, cuando no llovía,por una reguera y que extendían sus raíces bajo el enlosado de la plaza; aquellosárboles presos que esperaban ver salir y ponerse el sol sobre los tejados de lascasas; aquellos árboles enjaulados, que tal vez añoraban la remota selva, atraíanlecon un misterioso tiro. En sus copas cantaban algunos pájaros urbanos también, deesos que aprenden a huir de los niños y alguna vez a acercarse a los ancianos queles ofrecen unas migas de pan.¡Cuántas veces sentado solo y solitario en uno de los bancos verdes de aquellaplazuela vio el incendio del ocaso sobre un tejado y alguna vez destacarse sobre eloro en fuego del espléndido arrebol el contorno de un gato negro sobre la chimeneade una casa! Y en tanto, en otoño, llovían hojas amarillas, anchas hojas como de vid,a modo de manos momificadas, laminadas, sobre los jardincillos del centro con susarriates y sus macetas de flores. Y jugaban los niños entre las hojas secas, jugabanacaso a recogerlas, sin darse cuenta del encendido ocaso.Cuando llegó aquel día a la tranquila plaza y se sentó en el banco, no sin anteshaber despejado su asiento de las hojas secas que lo cubrían ––pues era otoño––,jugaban allí cerca, como de ordinario, unos chiquillos. Y uno de ellos, poniéndole aotro junto al tronco de uno de los castaños de Indias, bien arrimadito a él, le decía:«Tú estabas ahí preso, te tenían unos ladrones ...» «Es que yo ...», empezómalhumorado el otro, y el primero le replicó: «No, tú no eras tú...» Augusto no quisooír más; levantóse y se fue a otro banco. Y se dijo: «Así jugamos también losmayores; ¡tú no eres tú!, ¡yo no soy yo! Y estos pobres árboles, ¿son ellos? Se lescae la hoja antes, mucho antes que a sus hermanos del monte, y se quedan en esqueleto,y estos esqueletos proyectan su recortada sombra sobre los empedrados alresplandor de los reverberos de luz eléctrica. ¡Un árbol iluminado por la luzeléctrica!, ¡qué extraña, qué fantástica apariencia la de su copa en primavera cuandoel arco voltaico ese le da aquella apariencia metálica!, ¡y aquí que las brisas no losmecen ...! ¡Pobres árboles que no pueden gozar de una de esas negras noches delcampo, de esas noches sin luna, con su manto de estrellas palpitantes! Parece que alplantar a cada uno de estos árboles en este sitio les ha dicho el hombre: "¡tú no erestú!" y para que no lo olviden le han dado esa iluminación nocturna por luz eléctrica... para que no se duerman... ¡pobres árboles trasnochadores! ¡No, no, conmigo no sejuega como con vosotros! »Levantóse y empezó a recorrer calles como un sonámbulo.XXEmprendería el viaje, ¿sí o no? Ya lo había anunciado primero a Rosarito, sin saberbien lo que se decía, por decir algo, o más bien como un pretexto para preguntarle sile acompañaría en él, y luego a doña Ermelinda, para probarle... ¿qué?, ¿qué es loque pretendió probarle con aquello de que iba a emprender un viaje? ¡Lo que fuese!Mas era el caso que había soltado por dos veces prenda, que había dicho que iba aemprender un viaje largo y lejano y él era hombre de carácter, él era él; ¿tenía queser hombre de palabra?Los hombres de palabra primero dicen una cosa y después la piensan, y por últimola hacen, resulte bien o mal luego de pensada; los hombres de palabra no serectifican ni se vuelven atrás de lo que una vez han dicho. Y él dijo que iba aemprender un viaje largo y lejano.¡Un viaje largo y lejano! ¿Por qué?, ¿para qué?, ¿cómo?, ¿adónde?Anunciáronle que una señorita deseaba verle. «¿Una señorita?» «Sí ––dijoLiduvina––, me parece que es... ¡la pianista!» «¡Eugenia!» «La misma.» Quedósesuspenso. Como un relámpago de mareo pasóle por la mente la idea de despacharla,de que le dijeran que no estaba en casa. «Viene a conquistarme, a jugar conmigocomo con un muñeco ––se dijo––, a que le haga el juego, a que sustituya al otro...»Luego lo pensó mejor. «¡No, hay que mostrarse fuerte!»––Dile que ahora voy.Le tenía absorto la intrepidez de aquella mujer. «Hay que confesar que es toda unamujer, que es todo un carácter, ¡vaya un arrojo!, ¡vaya una resolución!, ¡vaya unosojos!; pero, ¡no, no, no, no me doblega!, ¡no me conquista!»Cuando entró Augusto en la sala, Eugenia estaba de pie. Hízole una seña de que sesentara, mas ella, antes de hacerlo, exclamó: «¡A usted, don Augusto, le hanengañado lo mismo que me han engañado a mí!» Con lo que se sintió el pobrehombre desarmado y sin saber qué decir. Sentáronse los dos, y se siguió unbrevísimo silencio.––Pues sí, lo dicho, don Augusto, a usted le han engañado respecto a mí y a mí mehan engañado respecto a usted; esto es todo.––Pero ¡si hemos hablado uno con otro, Eugenia!––No haga usted caso de lo que le dije. ¡Lo pasado, pasado!––Sí, siempre es lo pasado pasado, ni puede ser de otra manera.––Usted me entiende. Y yo quiero que no dé a mi aceptación de su generosodonativo otro sentido que el que tiene.––Como yo deseo, señorita, que no dé a mi donativo otra significación que la quetiene.––Así, lealtad por lealtad. Y ahora, como debemos hablar claro, he de decirle quedespués de todo lo pasado y de cuanto le dije, no podría yo, aunque quisiera,pretender pagarle esa generosa donación de otra manera que con mi más puroagradecimiento. Así como usted, por su parte, creo...––En efecto, señorita, por mi parte yo, después de lo pasado, de lo que usted medijo en nuestra última entrevista, de lo que me contó su señora tía y de lo queadivino, no podría, aunque lo deseara, pretender cotizar mi generosidad...––¿Estamos, pues, de acuerdo?––De perfecto acuerdo, señorita.––Y así, ¿podremos volver a ser amigos, buenos amigos, verdaderos amigos?––Podremos.Le tendió Eugenia su fina mano, blanca y fría como la nieve, de ahusados dedoshechos a dominar teclados, y la estrechó en la suya, que en aquel momento temblaba.––Seremos, pues, amigos don Augusto, buenos amigos, aunque esta amistad amí...––¿Qué?––Acaso ante el público...––¿Qué? ¡Hable!, ¡hable!––Pero, en fin, después de dolorosas experiencias recientes he renunciado ya aciertas cosas...––Explíquese usted más claro, señorita. No vale decir las cosas a medias.––Pues bien, don Augusto, las cosas claras, muy claras. ¿Cree usted que es fácilque después de lo pasado y sabiendo, como ya se sabe entre nuestrosconocimientos, que usted ha deshipotecado mi patrimonio regalándomelo así, es fácilque haya quien se dirija a mí con ciertas pretensiones?«¡Esta mujer es diabólica!» , pensó Augusto, y bajó la cabeza mirando al suelo sinsaber qué contestar. Cuando, al instante, la levantó vio que Eugenia se enjugabauna furtiva lágrima.––¡Eugenia! ––exclamó, y le temblaba la voz.––¡Augusto! ––susurró rendidamente ella.––Pero, ¿y qué quieres que hagamos?––Oh, no, es la fatalidad, no es más que la fatalidad; somos juguete de ella. ¡Esuna desgracia!Augusto fue, dejando su butaca, a sentarse en el sofá, al lado de Eugenia.––¡Mira, Eugenia, por Dios, que no juegues así conmigo! La fatalidad eres tú; aquíno hay más fatalidad que tú. Eres tú, que me traes y me llevas y me haces dar vueltascomo un argadillo; eres tú, que me vuelves loco; eres tú, que me hacesquebrantar mis más firmes propósitos; eres tú, que haces que yo no sea yo...Y le echó el brazo al cuello, la atrajo a sí y la apretó contra su seno. Y ellatranquilamente se quitó el sombrero.––Sí, Augusto, es la fatalidad la que nos ha traído a esto. Ni... ni tú ni yo podemosser infieles, desleales a nosotros mismos; ni tú puedes aparecer queriéndome comprarcomo yo en un momento de ofuscación te dije, ni yo puedo aparecer haciendode ti un sustituto, un vice, un plato de segunda mesa, como a mi tía le dijiste, y queriendono más que premiar tu generosidad...––Pero ¿y qué nos importa, Eugenia mía, el aparecer de un modo o de otro?, ¿aqué ojos?––¡A los mismos nuestros!––Y qué, Eugenia mía...Volvió a apretarla a sí y empezó a llenarle de besos la frente y los ojos. Se oía larespiración de ambos.––¡Déjame!, ¡déjame! ––dijo ella, mientras se arreglaba y componía el pelo.––No, tú... tú... tú... Eugenia... tú...––––No, yo no, no puede ser..––¿Es que no me quieres?––Eso de querer... ¿quién sabe lo que es querer? No sé... no sé... no estoy segurade ello...––¿Y esto entonces?––¡Esto es una... fatalidad del momento!, producto de arrepentimiento... qué séyo... estas cosas hay que ponerlas a prueba... Y además, ¿no habíamos quedado,Augusto, en que seríamos amigos, buenos amigos, pero nada más que amigos?––Sí, pero... ¿Y aquello de tu sacrificio? ¿Aquello de que por haber aceptado midádiva, por ser amiga, nada más que amiga mía, no va ya a haber quien tepretenda?––¡Ah, eso no importa; tengo tomada mi resolución!––¿Acaso después de aquella ruptura...? .––Acaso...––¡Eugenia! ¡Eugenia!En este momento se oyó llamar a la puerta, y Augusto, tembloroso, encendido surostro, exclamó con voz seca: «¿Qué hay?»––¡La Rosario, que espera! ––dijo la voz de Liduvina.Augusto cambió de color, poniéndose lívido.––¡Ah! ––exclamó Eugenia––, aquí estorbo ya. Es la... Rosario que le espera austed. ¿Ve usted cómo no podemos ser más que amigos, buenos amigos, muybuenos amigos?––Pero Eugenia...––Que espera la Rosario...––Y si me rechazaste, Eugenia, como me rechazaste, diciéndome que te queríacomprar y en rigor porque tenías otro, ¿qué iba a hacer yo luego que al verteaprendí a querer? ¿No sabes acaso lo que es el despecho, lo que es el cariñodesnidado?––Vaya, Augusto, venga esa mano; volveremos a vernos, pero conste que lopasado, pasado.––No, no, lo pasado, pasado, ¡no!, ¡no!, ¡no! .. ––Bien, bien, que espera laRosario...––Por Dios, Eugenia...––No, si nada de ext raño tiene; también a mí me esperaba en un tiempo el...Mauricio. Volveremos a vemos. Y seamos serios y leales a nosotros mismos.Púsose el sombrero, tendió su mano a Augusto que, cogiéndosela, se la llevó a loslabios y la cubrió de besos, y salió, acompañándola él hasta la puerta. La miró unrato bajar las escaleras garbosa y con pie firme. Desde un descansillo de abajo alzóella sus ojos y le saludó con la mirada y con la mano. Volvióse Augusto, entró algabinete, y al ver a Rosario allí de pie, con la cesta de la plancha, le dijobruscamente: «¿Qué hay?»––Me parece, don Augusto, que esa mujer le está engañando a usted...––Y a ti ¿qué te importa?––Me importa todo lo de usted.––Lo que quieres decir es que te estoy engañando...––Eso es lo que no me importa.––¿Me vas a hacer creer que después de las esperanzas que te he hecho concebirno estás celosa?––Si usted supiera, don Augusto, cómo me he criado y en qué familia,comprendería que aunque soy una chiquilla estoy ya fuera de esas cosas de celos.Nosotras, las de rni posición...––¡Cállate!––Como usted quiera. Pero le repito que esa mujer le está a usted engañando. Sino fuera así y si usted la quiere y es ese su gusto, ¿qué más quisiera yo sino queusted se casase con ella?––Pero ¿dices todo eso de verdad?––De verdad.––¿Cuántos años tienes?––Diecinueve.––Ven acá ––y cogiéndola con sus dos manos de los sendos hombros la puso caraa cara consigo y se le quedó rnirando a los ojos.Y fue Augusto quien se demudó de color, no ella.––La verdad es, chiquilla, que no te entiendo.––Lo creo.––Yo no sé qué es esto, si inocencia, malicia, burla, precoz perversidad...––Esto no es más que cariño.––¿Cariño?, ¿y por qué?––¿Quiere usted saber por qué?, ¿no se ofenderá si se lo digo?, ¿me promete noofenderse?––Anda, dímelo.––Pues bien, por... por... porque es usted un infeliz, un pobre hombre...––¿También tú?––Como usted quiera. Pero fíese de esta chiquilla; fíese de... la Rosario. Más leal austed... ¡ni Orfeo!––¿Siempre?––¡Siempre!––¿Pase lo que pase?––Sí, pase lo que pase.––Tú, tú eres la verdadera ––y fue a cogerla.––No, ahora no, cuando esté usted más tranquilo. Y cuando no...––Basta, te entiendo.Y se despidieron.Y al quedarse solo se decía Augusto: «Entre una y otra me van a volver loco deatar... yo ya no soy yo...»––Me parece que el señorito debía dedicarse a la política o a algo así por el estilo ––le dijo Liduvina mientras le servía la comida––; eso le distraería.––¿Y cómo se te ha ocurrido eso, mujer de Dios?––Porque es mejor que se distraiga uno a no que le distraigan y... ¡ya ve usted!––Bueno, pues llama ahora a tu marido, a Domingo, en cuanto acabe de comer, ydile que quiero echar con él una partida de tote... que me distraiga.Y cuando la estaba jugando dejó de pronto Augusto la baraja sobre la mesa ypreguntó:––Di, Domingo, cuando un hombre está enamorado de dos o más mujeres a la vez,¿qué debe hacer?––¡Según y conforme!––¿Cómo según y conforme?––¡Sí! Si tiene mucho dinero y muchas agallas, casarse con todas ellas, y si no nocasarse con ninguna.––Pero ¡hombre, eso primero no es posible!––¡En teniendo mucho dinero todo es posible!––¿Y si ellas se enteran?––Eso a ellas no les importa.––¿Pues no ha de importarle, hombre, a una mujer el que otra le quite parte delcariño de su marido?––Se contenta con su parte, señorito, si no se le pone tasa al dinero que gasta. Loque le molesta a una mujer es que su hombre la ponga a ración de comer, de vestir,de todo lo demás así, de lujo; pero si le deja gastar lo que quiera... Ahora, si tienehijos de él...––Si tiene hijos, ¿qué?––Que los verdaderos celos vienen de ahí, señorito, de los hijos. Es una madre queno tolera otra madre o que puede serlo, es una madre que no tolera que se lesmerme a sus hijos para otros hijos o para otra mujer. Pero si no tiene hijos y no letasan el comedero y el vestidero, y la pompa y la fanfarria, ¡bah!, hasta le ahorranasí molestias... Si uno tiene además de una mujer que le cueste otra que no lecueste nada, aquella que le cuesta apenas si siente celos de esta otra que no lecuesta, y si además de no costarle nada le produce encima... si lleva a una mujerdinero que de otra saca, entonces...––Entonces, ¿qué?––Que todo marcha a pedir de boca. Créame usted, señorito, no hay Otelas...––Ni Desdémonos.––¡Puede ser...!––Pero qué cosas dices...––Es que antes de haberme casado con Liduvina y venir a servir a casa delseñorito había servido yo en muchas casas de señorones... me han salido los dientesen ellas...––¿Y en vuestra clase?––¿En nuestra clase? ¡bah!, nosotros no nos permitimos ciertos lujos...=¿Y a qué llamas lujos?––A esas cosas que se ve en los teatros y se lee en las novelas...––¡Pues, hombre, pocos crímenes de esos que llaman pasionales, por celos, se venen vuestra clase...!––¡Bah!, eso es porque esos... chulos van al teatro y leen novelas, que si no...––Si no, ¿qué?––Que a todos nos gusta, señorito, hacer papel y nadie es el que es, sino el que lehacen los demás.––Filósofo estás...––Así me llamaba el último amo que tuve antes. Pero yo creo lo que le ha dicho miLiduvina, que usted debe dedicarse a la política.XXI––Sí, tiene usted razón ––le decía don Antonio a Augusto aquella tarde, en elCasino, hablando a solas, en un rinconcito––, tiene usted razón, hay un misteriodoloroso, dolorosisímo en mi vida. Usted ha adivinado algo. Pocas veces ha visitadousted mi pobre hogar.. ¿hogar?, pero habrá notado...––Sí, algo extraño, yo no sé qué tristeza flotante que me atraía a él...––A pesar de mis hijos, de mis pobres hijos, a usted le habrá parecido un hogar sinhijos, acaso sin esposos...––No sé... no sé...––Vinimos de lejos, de muy lejos, huyendo, pero hay cosas que van siempre conuno, que le rodean y envuelven como un ánimo misterioso. Mi pobre mujer...––Sí, en el rostro de su señora se adivina toda una vida de...––De martirio, dígalo usted. Pues bien, amigo don Augusto, usted ha sido, no sébien por qué, por una cierta oculta simpatía, quien mayor afecto, más compasiónacaso nos ha mostrado, y yo, para figurarme una vez más que me libro de un peso,voy a confiarle mis desdichas. Esa mujer, la madre de mis hijos, no es mi mujer.Me lo suponía; pero si es ella la madre de sus hijos, si con usted vive como sumujer, lo es.––No, yo tengo otra mujer... legítima, según se la llama. Estoy casado, pero nocon la que usted conoce. Y esta, la madre de mis hijos, está casada también, pero noconmigo––Ah, un doble...––No, un cuádruple, como va usted a verlo. Yo me casé loco, pero enteramenteloco de amor, con una mujercita reservada y callandrona, que hablaba poco yparecía querer decir siempre mucho más de lo que decía, con unos ojos garzosdulces, dulces, dulces, que parecían dormidos y sólo se despertaban de tarde entarde, pero era entonces para chispear fuego. Y ella era toda así. Su corazón, su alma toda, todo su cuerpo, que parecían de ordinario dormidos, despertaban depronto como en sobresalto, pero era para volver a dormirse muy pronto, pasado elrelámpago de vida, ¡y de qué vida!, y luego como si nada hubiese sido, como si sehubiese olvidado de todo lo que pasó. Era como si estuviésemos siempre recomenzandola vida, como si la estuviese reconquistando de continuo. Me admitió de noviocomo en un ataque epiléptico y creo que en otro ataque me dio el sí ante el altar. Ynunca pude conseguir que me dijese si me quería o no. Cuantas veces se lopregunté, antes y después de casarnos, siempre me contestó: «Eso no se pregunta;es una tontería.» Otras veces decía que el verbo amar ya no se usa sino en el teatroy los libros, y que si yo le hubiese escrito: ¡te amo!, me habría despedido al punto.Vivimos más de dos años de casados de una extraña manera, reanudando yo cadadía la conquista de aquella esfinge. No tuvimos hijos. Un día faltó a casa por lanoche, me puse como loco, la anduve buscando por todas partes, y al siguiente díasupe por una carta muy seca y muy breve que se había ido lejos, muy lejos, con otrohombre...––Y no sospechó usted nada antes, no lo barruntó...––¡Nada! Mi mujer salía sola de casa con bastante frecuencia, a casa de su madre,de unas amigas, y su misma extraña frialdad la defendía ante mí de toda sospecha.¡Y nada adiviné nunca en aquella esfinge! El hombre con quien huyó era un hombrecasado, que no sólo dejó a su mujer y a una pequeña niña para irse con la mía, sinoque se llevó la fortuna toda de la suya, que era regular, después de haberlamanejado a su antojo. Es decir, que no sólo abandonó a su esposa, sino que laarruinó robándole lo suyo. Y en aquella seca y breve y fría carta que recibí se hacíaalusión al estado en que la pobre mujer del raptor de la mía se quedaba. ¡Raptor oraptado... no lo sé! En unos días ni dormí, ni comí, ni descansé; no hacía sino pasearpor los más apartados barrios de mi ciudad. Y estuve a punto de dar en los viciosmás bajos y más viles. Y cuando empezó a asentárseme el dolor, a convertírseme enpensamiento, me acordé de aquella otra pobre víctima, de aquella mujer que sequedaba sin amparo, robada de su cariño y de su fortuna. Creí un caso deconciencia, pues que mi mujer era la causa de su desgracia, ir a ofrecerla mi ayudapecuniaria, ya que Dios me dio fortuna.––Adivino el resto, don Antonio.––No importa. La fui a ver. Figúrese usted aquella nuestra primera entrevista.Lloramos nuestras sendas desgracias, que eran una desgracia común. Yo me decía:«¿Y es por mi mujer por la que ha dejado a esta ese hombre?», y sentía, ¿por quéno he de confesarle la verdad?, una cierta íntima satisfacción, algo inexplicable,como si yo hubiese sabido escoger mejor que él y él lo reconociese. Y ella, su mujer,se hacía una reflexión análoga, aunque invertida, según después me ha declarado.Le ofrecí mi ayuda pecuniaria, lo que de mi fortuna necesitase, y empezórechazándomelo. «Trabajaré para vivir y mantener a mi hija», me dijo. Pero insistí ytanto insistí que acabó aceptándomelo. La ofrecí hacerla mi ama de llaves, que seviniese a vivir conmigo, claro que viniéndonos muy lejos de nuestra patria, ydespués de mucho pensarlo lo aceptó también.––Y es claro, al irse a vivir juntos...––No, eso tardó, tardó algo. Fue cosa de la convivencia, de un cierto sentimientode venganza, de despecho, de qué sé yo... Me prendé no ya de ella, sino de su hija,de la desdichada hija del amante de mi mujer; la cobré un amor de padre, unviolento amor de padre, como el que hoy le tengo, pues la quiero tanto, tanto, sí,cuando no más, que a mis propios hijos. La cogía en mis brazos, la apretaba a mipecho, la envolvía en besos, y lloraba, lloraba sobre ella. Y la pobre niña me decía:«¿Por qué lloras, papá?», pues le hacía que me llamase así y por tal me tuviera. Y supobre madre al verme llorar así lloraba también y alguna vez mezclamos nuestraslágrimas sobre la rubia cabecita de la hija del amante de mi mujer, del ladrón de midicha.Un día supe ––prosiguió–– que mi mujer había tenido un hijo de su amante y aqueldía todas mis entrañas se sublevaron, sufrí como nunca había sufrido y creí volvermeloco y quitarme la vida. Los celos, lo más brutal de los celos, no lo sentí hastaentonces. La herida de mi alma, que parecía cicatrizada, se abrió y sangraba...¡sangraba fuego! Más de dos años había vivido con mi mujer, con mi propia mujer, y¡anda!, ¡y ahora aquel ladrón...! Me imaginé que mi mujer habría despertado deltodo y que vivía en pura brasa. La otra, la que vivía conmigo, conoció algo y mepreguntó: «¿Qué te pasa?» Habíamos convenido en tutearnos, por la niña.«¡Déjame!» , le contesté. Pero acabé confesándoselo todo, y ella al oírmelo temblaba.Y creo que la contagié de mis furiosos celos...––Y claro, después de eso...––No, vino algo después y por otro camino. Y fue que un día estando los dos con laniña, la tenía yo sobre mis rodillas y estaba contándole cuentos y besándola y diciéndolabobadas, se acercó su madre y empezó a acariciarla también. Y entoncesella, ¡pobrecilla!, me puso una de sus manitas sobre el hombro y la otra sobre el desu madre y, nos dijo: «Papaíto... mamaíta... ¿por qué no me traéis un hermanitopara que juegue conmigo, como le tienen otras niñas, y no que estoy sola...?» Nospusimos lívidos, nos miramos a los ojos con una de esas miradas que desnudan lasalmas, nos vimos estas al desnudo, y luego, para no avergonzarnos, nos pusimos abesuquear a la niña, y alguno de estos besos cambió de rumbo. Aquella noche, entrelágrimas y furores de celos, engendramos al primer hermanito de la hija del ladrónde mi dicha.––¡Extraña historia!––Y fueron nuestros amores, si es que así quiere usted llamarlos unos amoressecos y mudos, hechos de fuego y rabia, sin ternezas de palabra. Mi mujer, la madrede mis hijos quiero decir, porque esta y no otra es mi mujer, mi mujer es, comousted habrá visto, una mujer agraciada, tal vez hermosa, pero a mí nunca me inspiróardor de deseos, y esto a pesar de la convivencia. Y aun después que acabamos enlo que le digo me figuré no estar en exceso enamorado de ella, hasta que pudeconvencerme de lo contrario. Y es que una vez, después de uno de sus partos,después del nacimiento del cuarto de nuestros hijos, se me puso tan mal, tan mal,que creí que se me moría. Perdió la más de la sangre de sus venas, se quedó comola cera de blanca, se le cerraban los párpados... Creí perderla. Y me puse como loco,blanco yo también como la cera, la sangre se me helaba. Y fui a un rincón de la casa,donde nadie me viese, y me arrodillé y pedí a Dios que me matara antes de quedejase morir a aquella santa mujer. Y lloré y me pellizqué y me arañé el pecho hastasacarme sangre. Y comprendí con cuán fuerte atadura estaba mi corazón atado alcorazón de la madre de mis hijos. Y cuando esta se repuso algo y recobró conocimientoy salió de peligro, acerqué mi boca a su oído, según ella sonreía a la vidarenaciente tendida en la cama, y le dije lo que nunca le había dicho y nunca le hevuelto de la misma manera a decir. Y ella sonreía, sonreía, sonreía mirando al techo.Y puse mi boca sobre su boca, y me enlacé con sus desnudos brazos el cuello, yacabé llorando de mis ojos sobre sus ojos. Y me dijo: «Gracias, Antonio, gracias, pormí, por nuestros hijos, por nuestros hijos todos... todos... todos... por ella, porRita...» Rita es nuestra hija mayor, la hija del ladrón... no, no, nuestra hija, mi hija.La del ladrón es la otra, es la de la que se llamó mi mujer en un tiempo. ¿Locomprende usted ahora todo?––Sí, y mucho más, don Antonio.––¿Mucho más?––¡Más, sí! De modo que usted tiene dos mujeres, don Antonio.––No, no, no tengo más que una, una sola, la madre de mis hijos. La otra no es mimujer, no sé si lo es del padre de su hija.––Y esa tristeza...––La ley es siempre triste, don Augusto. Y es más triste un amor que nace y secría sobre la tumba de otro y como una planta que se alimenta, como de mantillo, dela podredumbre de otra planta. Crímenes, sí, crímenes ajenos nos han juntado, ¿y esnuestra unión acaso crimen? Ellos rompieron lo que no debe romperse, ¿por qué nohabíamos nosotros de anudar los cabos sueltos?––Y no han vuelto a saber...––No hemos querido volver a saber. Y luego nuestra Rita es una mujercita ya; elmejor día se nos casa... Con rni nombre, por supuesto, con mi nombre, y haga luegola ley lo que quiera. Es mi hija y no del ladrón; yo la he criado.XXII––Y bien, ¿qué? ––le preguntaba Augusto a Víctor ¿cómo habéis recibido alintruso?––¡Ah, nunca lo hubiese creído, nunca! Todavía la víspera de nacer nuestrairritación era grandísima. Y mientras estaba pugnando por venir al mundo no sabesbien los insultos que me lanzaba mi Elena. «¡Tú, tú tienes la culpa, tú! », me decía. Yotras veces: «¡Quítate de delante, quítate de mi vista! ¿No te da vergüenza de estaraquí? Si me muero, tuya será la culpa.» Y otras veces: «¡Esta y no más, esta y nomás!» Pero nació y todo ha cambiado. Parece como si hubiésemos despertado de unsueño y como si acabáramos de casarnos. Yo me he quedado ciego, talmente ciego;ese chiquillo me ha cegado. Tan ciego estoy, que todos dicen que mi Elena haquedado con la preñez y el parto desfiguradísima, que está hecha un esqueleto y que ha envejecido lo menos diez años, y a mí me parece más fresca, más lozana, másjoven y hasta más metida en carnes que nunca.––Eso me recuerda, Víctor, la leyenda del fogueteiro que tengo oída en Portugal.––Venga.––Tú sabes que en Portugal eso de los fuegos artificiales, de la pirotecnia, es unaverdadera bella arte. El que no ha visto fuegos artificiales en Portugal no sabe todolo que se puede hacer con eso. ¡Y qué nomenclatura, Dios mío!––Pero venga la leyenda.––Allá voy. Pues el caso es que había en un pueblo portugués un pirotécnico ofogueteiro que tenía una mujer hermosísima, que era su consuelo, su encanto y suorgullo. Estaba locamente enamorado de ella, pero aún más era orgullo. Complacíaseen dar dentera, por así decirlo, a los demás mortales, y la paseaba consigo comodiciéndoles: ¿veis esta mujer?, ¿os gusta?, ¿sí, eh?, ¡pues es la mía, mía sola!, ¡yfastidiarse! No hacía sino ponderar las excelencias de la hermosura de su mujer yhasta pretendía que era la inspiradora de sus más bellas producciones pirotécnicas,la musa de sus fuegos artificiales. Y hete que una vez, preparando uno de estos,mientras estaba, como de costumbre, su hermosa mujer a su lado para inspirarle, sele prende fuego la pólvora, hay una explosión y tienen que sacar a marido y mujerdesvanecidos y con gravísimas quemaduras. A la mujer se le quemó buena parte dela cara y del busto, de tal manera que se quedó horriblemente desfigurada, pero él,el fogueteiro, tuvo la fortuna de quedarse ciego y no ver el desfiguramiento de sumujer. Y después de esto seguía orgulloso de la hermosura de su mujer yponderándola a todos y caminando al lado de ella, convertida ahora en su lazarilla,con el mismo aire y talle de arrogante desafío que antes. «¿Han visto ustedes mujermás hermosa?», preguntaba, y todos, sabedores de su historia, se compadecían delpobre fogueteiro y le ponderaban la hermosura de su mujer.––Y bien, ¿no seguía siendo hermosa para él?––Acaso más que antes, como para ti tu mujer después que te ha dado al intruso.––¡No le llames así!––Fue cosa tuya.––Sí, pero no quiero oírsela a otro.––Eso pasa mucho; el mote mismo que damos a alguien nos suena muy de otromodo cuando se lo oíamos a otro.––Sí, dicen que nadie conoce su voz...––Ni su cara. Yo por lo menos sé de mí decirte que una de las cosas que me danmás pavor es quedarme mirándome al espejo, a solas, cuando nadie me ve. Acabopor dudar de mi propia existencia a imaginarme, viéndome como otro, que soy unsueño, un ente de ficción...––Pues no te mires así...––No puedo remediarlo. Tengo la manía de la introspección.––Pues acabarás como los faquires, que dicen se contemplan el propio ombligo.––Y creo que si uno no conoce su voz ni su cara, tampoco conoce nada que seasuyo, muy suyo, como si fuera parte de él...––Su mujer, por ejemplo.––En efecto; se me antoja que debe de ser imposible conocer a aquella mujer conquien se convive y que acaba por formar parte nuestra. ¿No has oído aquello quedecía uno de nuestros más grandes poetas, Campoamor?––No; ¿qué es ello?––Pues decía que cuando uno se casa, si lo hace enamorado de veras, al principiono puede tocar el cuerpo de su mujer sin emberrenchinarse y encenderse en deseocarnal, pero que pasa tiempo, se acostumbra, y llega un día en que lo mismo le estocar con la mano al muslo desnudo de su mujer que al propio muslo suyo, perotambién entonces, si tuvieran que cortarle a su mujer el muslo le dolería como si lecortasen el propio.––Y así es, en verdad. ¡No sabes cómo sufrí en el parto!––Ella más.––¡Quién sabe...! Y ahora como es ya algo mío, parte de mi ser, me he dado tanpoca cuenta de eso que dicen de que se ha desfigurado y afeado, como no se da unocuenta de que se desfigura, se envejece y se afea.––Pero ¿crees de veras que uno no se da cuenta de que se envejece y afea?––No, aunque lo diga. Si la cosa es continua y lenta. Ahora, si de repente le ocurrea uno algo... Pero eso de que se sienta uno envejecer, ¡quiá!; lo que siente uno esque envejecen las cosas en derredor de él o que rejuvenecen. Y eso es lo único quesiento ahora al tener un hijo. Porque ya sabes lo que suelen decir los padresseñalando a sus hijos: «¡Estos, estos son los que nos hacen viejos!» Ver crecer al hijo es lo más dulce y lo más terrible, creo. No te cases, pues, Augusto, no te cases,si quieres gozar de la ilusión de una juventud eterna.––Y ¿qué voy a hacer si no me caso?, ¿en qué voy a pasar el tiempo?––Dedícate a filósofo.––Y ¿no es acaso el matrimonio la mejor, tal vez la única escuela de filosofía?––¡No, hombre, no! Pues ¿no has visto cuántos y cuán grandes filósofos ha habidosolteros? Que ahora recuerde, aparte de los que han sido frailes, tienes a Descartes,a Pascal, a Spinoza, a Kant...––¡No me hables de los filósofos solteros!––Y de Sócrates, ¿no recuerdas cómo despachó de su lado a su mujer Jantipa, eldía en que había de morirse, para que no le perturbase?––No me hables tampoco de eso. No me resuelvo a creer sino que eso que noscuenta Platón no es sino una novela...––O una nivola...––Como quieras.Y rompiendo bruscamente la voluptuosidad de la conversación se salió.En la calle acercósele un mendigo diciéndole: «¡Una limosna, por Dios, señorito,que tengo siete hijos...!» «¡No haberlos hecho!», le contestó malhumoradoAugusto.«Ya quisiera yo haberle visto a usted en mi caso ––replicó el mendigo, añadiendo––:y ¿qué quiere usted que hagamos los pobres si no hacemos hijos... para los ricos?» «Tienes razón ––replicó Augusto––, y por filósofo, ¡ahí va, toma!» , y le dio unapeseta, que el buen hombre se fue al punto a gastar a la taberna próxima.XXIIIEl pobre Augusto estaba consternado. No era sólo que se encontrase, como el asnode Buridán, entre Eugenia y Rosario; era que aquello de enamorarse de casi todaslas que veía, en vez de amenguársele, íbale en medro. Y Ilegó a descubrir cosasfatales.––¡Vete, vete, Liduvina, por Dios! ¡Vete, déjame solo! ¡Anda, vete! ––le decía unavez a su criada.Y apenas ella se fue, apoyó los codos sobre la mesa, la cabeza en las palmas de lasmanos, y se dijo: «¡Esto es terrible, verdaderamente terrible! ¡Me parece que sindarme cuenta de ello me voy enamorando... hasta de Liduvina! ¡Pobre Domingo! Sinduda. Ella, a pesar de sus cincuenta años, aún está de buen ver, y sobre todo bienmetida en carnes, y cuando alguna vez sale de la cocina con los brazos remangadosy tan redondos... ¡Vamos, que esto es una locura! ¡Y esa doble barbilla y esospliegues que se le hacen en el cuello...! Esto es terrible, terrible, terrible...»«Ven acá, Orfeo ––prosiguió, cogiendo al perro––, ¿qué crees tú que debo yohacer? ¿Cómo voy a defenderme de esto hasta que al fin me decida y me case? ¡Ah,ya!, ¡una idea, una idea luminosa, Orfeo! Convirtamos a la mujer, que así mepersigue, en materia de estudio. ¿Qué te parece de que me dedique a la psicologíafemenina? Sí, sí, y haré dos monografías, pues ahora se llevan mucho lasmonografías; una se titulará: Eugenia, y la otra: Rosario, añadiendo: estudio demujer ¿Qué te parece de mi idea, Orfeo?»Y decidió ir a consultarlo con Antolín S. ––o sea Sánchez–– Paparrigópulos, que porentonces se dedicaba a estudios de mujeres, aunque más en los libros que no en lavida.Antolín S. Paparrigópulos era lo que se dice un erudito, un joven que había de dara la patria días de gloria dilucidando sus más ignoradas glorias. Y si el nombre de S.Paparrigópulos no sonaba aún entre los de aquella juventud bulliciosa que a fuerzade ruido quería atraer sobre sí la atención pública, era porque poseía la verdaderacualidad íntima de la fuerza: la paciencia, y porque era tal su respeto al público y a símismo que dilataba la hora de su presentación hasta que, suficientementepreparado, se sintiera seguro en el suelo que pisaba.Muy lejos de buscar con cualquier novedad arlequinesca un efímero renombre derelumbrón cimentado sobre la ignorancia ajena, aspiraba en cuantos trabajos literariostenía en proyecto, a la perfección que en lo humano cabe y a no salirse, sobretodo, de los linderos de la sensatez y del buen gusto. No quería desafinar parahacerse oír, sino reforzar con su voz, debidamente disciplinada, la hermosa sinfoníagenuinamente nacional y castiza.La inteligencia de S. Paparrigópulos era clara, sobre todo clara, de unatransparencia maravillosa, sin nebulosidades ni embolismos de ninguna especie.Pensaba en castellano neto, sin asomo alguno de hórridas brumas setentrionales nidejos de decadentismos de bulevar parisiense, en limpio castellano, y así era comopensaba sólido y hondo, porque lo hacía con el alma del pueblo que lo sustentaba y a que debía su espíritu. Las nieblas hiperbóreas le parecían bien entre los bebedoresde cerveza encabezada, pero no en esta clarísima España de esplendente cielo y desano Valdepeñas enyesado. Su filosofía era la del malogrado Becerro de Bengoa, quedespués de llamar tío raro a Schopenhauer aseguraba que no se le habrían ocurridoa este las cosas que se le ocurrieron, ni habría sido pesimista, de haber bebidoValdepeñas en vez de cerveza, y que decía también que la neurastenia proviene demeterse uno en lo que no le importa y que se cura con ensalada de burro.Convencido S. Paparrigópulos de que en última instancia todo es forma, forma máso menos interior, el universo mismo un caleidoscopio de formas enchufadas las unasen las otras y de que por la forma viven cuantas grandes obras salvan los siglos,trabajaba con el esmero de los maravillosos artífices del Renacimiento el lenguajeque había de revestir a sus futuros trabajos.Había tenido la virtuosa fortaleza de resistir a todas las corrientes desentimentalismo neo-romántico y a esa moda asoladora por las cuestiones llamadassociales. Convencido de que la cuestión social es insoluble aquí abajo, de que habrásiempre pobres y ricos y de que no puede esperarse más alivio que el que aporten lacaridad de estos y la resignación de aquellos, apartaba su espíritu de disputas que anada útil conducen y refugiábase en la purísima región del arte inmaculado, adondeno alcanza la broza de las pasiones y donde halla el hombre consolador refugio paralas desilusiones de la vida. Abominaba, además, del estéril cosmopolitismo, que nohace sino sumir a los espíritus en ensueños de impotencia y en utopías enervadoras,y amaba a esta su idolatrada España, tan calumniada cuanto desconocida de nopocos de sus hijos; a esta España que le había de dar la materia prima de lostrabajos sobre que fundaría su futura fama.Dedicaba Paparrigópulos las poderosas energías de su espíritu a investigar laíntima vida pasada de nuestro pueblo, y era su labor tan abnegada como sólida.Aspiraba nada menos que a resucitar a los ojos de sus compatriotas nuestro pasado––es decir, el presente de sus bisabuelos––, y conocedor del engaño de cuantos lointentaban a pura fantasía, buscaba y rebuscaba en todo género de viejas memoriaspara levantar sobre inconmovibles sillares el edificio de su erudita ciencia histórica.No había suceso pasado, por insignificante que pareciese, que no tuviera a sus ojosun precio inestimable.Sabía que hay que aprender a ver el universo en una gota de agua, que con unhueso constituye el paleontólogo el animal entero y con un asa de puchero toda unavieja civilización el arqueólogo, sin desconocer tampoco que no debe mirarse a lasestrellas con microscopio y con telescopio a un infusorio, como los humoristasacostumbran hacer para ver turbio. Mas aunque sabía que un asa de pucherobastaba al arqueólogo genial para reconstruir un arte enterrado en los limbos delolvido, como en su modestia no se tenía por genio, prefería dos asas a un asa sola ––cuantas más asas mejor–– y prefería el puchero todo al asa sola.«Todo lo que en extensión parece ganarse, piérdese en intensidad»; tal era sulema. Sabía Paparrigópulos que en un trabajo el más especificado, en la másconcreta monografía puede verterse una filosofía entera, y creía, sobre todo, en lasmaravillas de la diferenciación del trabajo y en el enorme progreso aportado a lasciencias por la abnegada legión de los pincha-ranas, caza-vocablos, barrunta-fechasy cuenta-gotas de toda laya.Tentaban en especial su atención los más arduos y enrevesados problemas denuestra historia literaria, tales como el de la patria de Prudencio, aunqueúltimamente, a consecuencia decíase de unas calabazas, se dedicaba al estudio demujeres españolas de los pasados siglos.En trabajos de índole al parecer insignificante era donde había que ver y admirar laagudeza, la sensatez, la perspicacia, la maravillosa intuición histórica y la penetracióncrítica de S. Paparrigópulos. Había que ver sus cualidades así, aplicadas y enconcreto, sobre lo vivo, y no en abstracta y pura teoría; había que verle en la suerte.Cada disertación de aquellas era todo un curso de lógica inductive, un monumentotan maravilloso como la obra de Lionnet acerca de la oruga del sauce, y unamuestra, sobre todo, de lo que es el austero amor a la santa Verdad. Huía de laingeniosidad como de la peste y creía que sólo acostumbrándonos a respetar a ladivina Verdad, aun en lo más pequeño, podremos rendirle el debido culto en logrande.Preparaba una edición popular de los apólogos de Calila y Dimna con unaintroducción acerca de la influencia de la literatura índica en la Edad Media española,y ojalá hubiese llegado a publicarla, porque su lectura habría apartado, de seguro, alpueblo de la taberna y de perniciosas doctrines de imposibles redencioneseconómicas. Pero las dos obras magnas que proyectaba Paparrigópulos eran unahistoria de los escritores oscuros españoles, es decir, de aquellos que no figuran en las histories literarias corrientes o figuran sólo en rápida mención por la supuestainsignificancia de sus obras, corrigiendo así la injusticia de los tiempos, injusticia quetanto deploraba y aun temía, y era otra su obra acerca de aquellos cuyas obras sehen perdido sin que nos quede más que la mención de sus nombres y a lo sumo lade los títulos de las que escribieron. Y estaba a punto de acometer la historia deaquellos otros que habiendo pensado escribir no llegaron a hacerlo.Para el mejor logro de sus empresas, una vez nutrido del sustancioso meollo denuestra literatura nacional, se había bañado en las extranjeras, y como esto se lehacía penoso, pues era torpe para lenguas extranjeras y su aprendizaje exige tiempoque para más altos estudios necesitaba, recurrió a un notable expediente, aprendidode su ilustre maestro. Y era que leía las principales obras de crítica a historia literariaque en el extranjero se publicaran, siempre que las hallase en trances, y una vez quehabía cogido la opinión media de los críticos más reputados, respecto a este o aquelautor, hojeábalo en un periquete para cumplir con su conciencia y quedar libre pararehacer juicios ajenos sin mengua de su escrupulosa integridad de crítico.Vese, pues, que no era S. Paparrigópulos uno de esos jóvenes espíritusvagabundos y erráticos que se pasean sin rumbo fijo por los dominios delpensamiento y de la fantasía, lanzando acaso acá y allá tal cual fugitivo chispazo,¡no! Sus tendencies eran rigurosa y sólidamente itineraries; era de los que van aalguna parte. Si en sus estudios no habría de aparecer nada saliente deberíase a queen ellos todo era cima, siendo a modo de mesetas, trasunto fiel de las vastas ysoleadas llanuras castellanas donde ondea la mies dorada y sustanciosa.¡Así diera la Providencia a España muchos Antolines Sánchez Paparrigópulos! Conellos, haciéndonos todos dueños de nuestro tradicional peculio, podríamos sacarlepingües rendimientos, Paparrigópulos aspiraba ––y aspire, pues aún vive y siguepreparando sus trabajos–– a introducir la reja de su arado crítico, aunque sólo seaun centímetro más que los aradores que le habían precedido en su campo, para quela mies crezca, merced a nuevos jugos, más lozana y granen mejor las espigas y laharina sea más rice y comamos los españoles mejor pan espiritual y más barato.Hemos dicho que Paparrigópulos sigue trabajando y preparando sus trabajos paradarlos a la luz. Y así es. Augusto había tenido noticia de los estudios de mujeres aque se dedicaba por comunes amigos de uno y de otro, pero no había publicadonada ni lo ha publicado todavía.No faltan otros eruditos que con la característica caridad de la especie, habiendovislumbrado a Paparrigópulos y envidiosos de antemano de la fama que preven leespera, tratan de empequeñecerle. Tal hay que dice de Paparrigópulos que, como elzorro, borra con el jopo sus propias huellas, dando luego vueltas y más vueltas porotros derroteros para despistar al cazador y que no se sepa por dónde fue a atraparla gallina, cuando si de algo peca es de dejar en pie los andamios, una vez acabadala torre, impidiendo así que se admire y vea bien esta. Otro le llamadesdeñosamente concionador, como si el de concionar no fuese arte supremo. El demás allá le acusa, ya de traducir, ya de arreglar ideas tomadas del extranjero,olvidando que al revestirlas Paparrigópulos en tan neto, castizo y transparentecastellano como es el suyo, las hace castellanas y por ende propias, no de otro modoque hizo el padre Isla propio el Gil Blas de Lesage. Alguno le moteja de que suprincipal apoyo es su honda fe en la ignorancia ambiente, desconociendo el que asíle juzga que la fe es trasportadora de montañas. Pero la suprema injusticia de estosy otros rencorosos juicios de gentes a quienes Paparrigópulos ningún mal ha hecho,su injusticia notoria, se verá bien clara con sólo tener en cuenta que todavía no hadado Paparrigópulos nada a luz y que todos los que le muerden los zancajos hablande oídas y por no callar.No se puede, en fin, escribir de este erudito singular sino con reposada serenidad ysin efectismos nivolescos de ninguna clase.En este hombre, quiero decir, en este erudito, pues, pensó Augusto, sabedor deque se dedicaba a estudios de mujeres, claro está que en los libros, que estratándose de ellas lo menos expuesto, y de mujeres de pasados siglos, que sontambién mucho meños expuestas para quien las estudia que las mujeres de hoy.A este Antolín, erudito solitario que por timidez de dirigirse a las mujeres en la viday para vengarse de esa timidez las estudiaba en los libros, fue a quien acudió a verAugusto para de él aconsejarse.No bien le hubo expuesto su propósito prorrumpió el erudito:––¡Ay, pobre señor Pérez, cómo le compadezco a usted! ¿Quiere estudiar a lamujer? Tarea le mando...––Como usted la estudia...––Hay que sacrificarse. El estudio, y estudio oscuro, paciente, silencioso, es mirazón de ser en la vida. Pero yo, ya lo sabe usted, soy un modesto, modestísimo obrero del pensamiento, que acopio y ordeno materiales para que otros que vengandetrás de mí sepan aprovecharlos. La obra humana es colectiva; nada que no seacolectivo es ni sólido ni durable...––¿Y las obras de los grandes genios? La Divina Comedia, la Eneida, una tragediade Shakespeare, un cuadro de Velázquez...––Todo eso es colectivo, mucho más colectivo de lo que se cree. La DivinaComedia, por ejemplo, fue preparada por toda una serie...––Sí, ya sé eso.––Y respecto a Velázquez... a propósito, ¿conoce usted el libro de Justi sobre él?Para Antolín, el principal, casi el único valor de las grandes obras maestras delingenio humano, consiste en haber provocado un libro de crítica o de comentario; losgrandes artistas, poetas, pintores, músicos, historiadores, filósofos, han nacido paraque un erudito haga su biografía y un crítico comente sus obras, y una frasecualquiera de un gran escritor directo no adquiere valor hasta que un erudito no larepite y cita la obra, la edición y la página en que la expuso. Y todo aquello de lasolidaridad del trabajo colectivo no era más que envidia a impotencia. Pertenecía a laclase de esos comentadores de Homero que si Homero mismo redivivo entrase en suoficina cantando le echarían a empellones porque les estorbaba el trabajar sobre lostextos muertos de sus obras y buscar un apax cualquiera en ellas.––Pero, bien, ¿qué opina usted de la psicología femenina? ––le preguntó Augusto.––Una pregunta así, tan vaga, tan genérica, tan en abstracto, no tiene sentidopreciso para un modesto investigador como yo, amigo Pérez, para un hombre que nosiendo genio, ni deseando serlo...––¿Ni deseando?––Sí, ni deseando. Es mal oficio. Pues bien, esa pregunta carece de sentido precisopara mí. El contestarla exigiría...––Sí, vamos, como aquel otro cofrade de usted que escribió un libro sobrepsicología del pueblo español y siendo, al parecer, español él y viviendo entreespañoles, no se le ocurrió sino decir que este dice esto y aquel aquello otro y haceruna bibliografía.––¡Ah, la bibliografía! Sí, ya sé...––No, no siga usted, amigo Paparrigópulos, y dígame lo más concretamente quesepa y pueda qué le parece de la psicología femenina.––Habría que empezar por plantear una primera cuestión y es la de si la mujertiene alma.––¡Hombre!––Ah, no sirve desecharla así, tan en absoluto...«¿La tendrá él?» , pensó Augusto, y luego:––Bueno, pues de lo que en las mujeres hace las veces de alma... ¿qué cree usted?––¿Me promete usted, amigo Pérez, guardarme el secreto de lo que le voy adecir?... Aunque, no, no, usted no es erudito.––¿Qué quiere usted decir con eso?––Que usted no es uno de esos que están a robarle a uno lo último que le hayanoído y darlo como suyo...––Pero ¿esas tenemos...?––Ay, amigo Pérez, el erudito es por naturaleza un ladronzuelo; se lo digo a ustedyo, yo, yo que lo soy. Los eruditos andamos a quitarnos unos a otros las pequeñascositas que averiguamos y a impedir que otro se nos adelante.––Se comprende: el que tiene almacén guarda su género con más celo que el quetiene fábrica; hay que guardar el agua del pozo, no la del manantial.––Puede ser. Pues bien, si usted, que no es erudito, me promete guardarme elsecreto hasta que yo lo revele, le diré que he encontrado en un oscuro y casidesconocido escritor holandés del siglo XVII una interesantísima teoría respecto alalma de la mujer...––Veámosla.––Dice ese escritor, y lo dice en latín, que así como cada hombre tiene su alma, lasmujeres todas no tienen sino una sola y misma alma, un alma colectiva, algo asícomo el entendimiento agente de Averroes, repartida entre todas ellas. Y añade quelas diferencias que se observan en el modo de sentir, pensar y querer de cada mujerprovienen no más que de las diferencias del cuerpo, debidas a raza, clima,alimentación, etc., y que por eso son tan insignificantes. Las mujeres, dice eseescritor, se parecen entre sí mucho más que los hombres y es porque todas son unasola y misma mujer...––Ve ahí por qué, amigo Paparrigópulos, así que me enamoré de una me sentí enseguida enamorado de todas las demás.––¡Claro está! Y añade ese interesantísimo y casi desconocido ginecólogo que lamujer tiene mucha más individualidad, pero mucha menos personalidad, que el hombre;cada una de ellas se siente más ella, más individual, que cada hombre, pero conmenos contenido.––Sí, sí, creo entrever lo que sea.––Y por eso, amigo Pérez, lo mismo da que estudie usted a una mujer o a varias.La cuestión es ahondar en aquella a cuyo estudio usted se dedique.––Y ¿no sería mejor tomar dos o más para poder hacer el estudio comparativo?Porque ya sabe usted que ahora se lleva mucho esto de lo comparativo...––En efecto, la ciencia es comparación; mas en punto a mujeres no es menestercomparar. Quien conozca una, una sola bien, las conoce todas, conoce a la Mujer.Además, ya sabe usted que todo lo que se gana en extensión se pierde enintensidad.––En efecto, y yo deseo dedicarme al cultivo intensivo y no al extensivo de lamujer. Pero dos por lo menos... por lo menos dos...––¡No, dos no!, ¡de ninguna manera! De no contentarse con una, que yo creo es lomejor y es bastante tarea, por lo menos tres. La dualidad no cierra.––¿Cómo que no cierra la dualidad?––Claro está. Con dos líneas no se cierra espacio. El más sencillo polígono es eltriángulo. Por lo menos tres.––Pero el triángulo carece de profundidad. El más sencillo poliedro es el tetraedro;de modo que por lo menos cuatro.––Pero dos no, ¡nunca! De pasar de una, por lo menos tres. Pero ahonde usted enuna.––Tal es mi propósito.XXIVCuando salió Augusto de su entrevista con Paparrigópulos íbase diciendo: «Demodo que tengo que renunciar a una de las dos o buscar una tercera. Aunque paraesto del estudio psicológico bien me puede servir de tercer término, de términopuramente ideal de comparación, Liduvina. Tengo, pues, tres: Eugenia, que mehabla a la imaginación, a la cabeza; Rosario, que me habla al corazón, y Liduvina, micocinera, que me habla al estómago. Y cabeza, corazón y estómago son las tresfacultades del alma que otros llaman inteligencia, sentimiento y voluntad. Se piensacon la cabeza, se siente con el corazón y se quiere con el estómago. ¡Esto esevidente! Y ahora...»«Ahora ––prosiguió pensando––, ¡una idea luminosa, luminosísima! Voy a fingirque quiero pretender de nuevo a Eugenia, voy a solicitarla de nuevo, a ver si meadmite de novio, de futuro marido, claro que no más que para probarla, como unexperimento psicológico y seguro como estoy de que ella me rechazará... ¡pues nofaltaba más! Tiene que rechazarme. Después de lo pasado, después de lo que ennuestra última entrevista me dijo, no es posible ya que me admita. Es una mujer depalabra, creo. Mas... ¿es que las mujeres tienen palabra?, ¿es que la mujer, la Mujer,así, con letra mayúscula, la única, la que se reparte entre millones de cuerposfemeninos y más o menos hermosos ––más bien más que menos––; es que la Mujerestá obligada a guardar su palabra? Eso de guardar su palabra, ¿no es acasomasculino? Pero ¡no, no! Eugenia no puede admitirme; no me quiere. No me quierey aceptó ya mi dádiva. Y si aceptó mi dádiva y la disfruta, ¿para qué va aquererme?»«Pero... ¿y si, volviéndose atrás de lo que me dijo ––pensó luego––, me dice que síy me acepta como novio, como futuro marido? Porque hay que ponerse en todo. ¿Ysi me acepta?, digo. ¡Me fastidia! ¡Me pesca con mi propio anzuelo! ¡Eso sí que seríael pescador pescado! Pero ¡no, no!, ¡no puede ser! ¿Y si es? ¡Ah! entonces no quedasino resignarse. ¿Resignarse? Sí, resignarse. Hay que saber resignarse a la buenafortuna. Y acaso la resignación a la dicha es la ciencia más difícil. ¿No nos dicePíndaro que las desgracias todas de Tántalo le provinieron de no haber podido digerirsu felicidad? ¡Hay que digerir la felicidad! Y si Eugenia me dice que sí, si me acepta,entonces... ¡venció la psicología! ¡Viva la psicología! Pero ¡no, no, no! No meaceptará, no puede aceptarme, aunque sólo sea por salirse con la suya. Una mujercomo Eugenia no da su brazo a torcer; la Mujer, cuando se pone frente al Hombre aver cuál es de más tesón y constancia en sus propósitos, es capaz de todo. ¡No, nome aceptará!»––Rosarito le espera.Con tres palabras, preñadas de sentimientos, interrumpió Liduvina el curso de lasreflexiones de su amo.––Di, Liduvina, ¿crees tú que las mujeres sois fieles a lo que una vez hayáisdicho?, ¿sabéis guardar vuestra palabra?––Según y conforme.––Sí, el estribillo de tu marido. Pero contesta derechamente y no comoacostumbráis hacer las mujeres, que rara vez contestáis a lo que se os pregunta,sino a lo que se os figuraba que se os iba a preguntar.––Y ¿qué es lo que usted quiso preguntarme?––Que si vosotras las mujeres guardáis una palabra que hubiéseis dado.––Según la palabra.––¿Cómo según la palabra?––Pues claro está. Unas palabras se dan para guardarlas y otras para noguardarlas. Ya nadie se engaña, porque es valor entendido...––Bueno, bueno, di a Rosario que entre.Y cuando Rosario entró preguntóle Augusto:––Di Rosario, ¿qué crees tú, que una mujer debe guardar la palabra que dio o queno debe guardarla?––No recuerdo haberle dado a usted palabra alguna...––No se trata de eso, sino de si debe o no una mujer guardar la palabra que dio...––Ah, sí, lo dice usted por la otra... por esa mujer...––Por lo que lo diga; ¿qué crees tú?––Pues yo no entiendo de esas cosas...––¡No importa!––Bueno, ya que usted se empeña, le diré que lo mejor es no dar palabra alguna.––¿Y si se ha dado?––No haberlo hecho.«Está visto ––se dijo Augusto–– que a esta mozuela no la saco de ahí. Pero ya queestá aquí, voy a poner en juego la psicología, a llevar a cabo un experimento.»––¡Ven acá, siéntate aquí! ––y le ofreció sus rodillas.La muchacha obedeció tranquilamente y sin inmutarse, como a cosa acordada yprevista. Augusto en cambio quedóse confuso y sin saber por dónde empezar suexperiencia psicológica. Y como no sabía qué decir, pues... hacía. Apretaba a Rosariocontra su pecho anhelante y le cubría la cara de besos, diciéndose entre tanto: «Meparece que voy a perder la sangre fría necesaria para la investigación psicológica.»Hasta que de pronto se detuvo, pareció calmarse, apartó a Rosario algo de sí y ladijo de repente:––Pero ¿no sabes que quiero a otra mujer?Rosario se calló, mirándole fijamente y encogiéndose de hombros.––Pero ¿no lo sabes? ––repitió él.––¿Y a mí qué me importa eso ahora ...?––¿Cómo que no te importa?––¡Ahora, no! Ahora me quiere usted a mí, me parece.––Y a mí también me parece, pero...Y entonces ocurrió algo insólito, algo que no entraba en las previsiones de Augusto,en su programa de experiencia psicológica sobre la Mujer, y es que Rosario,bruscamente, le enlazó los brazos al cuello y empezó a besarle. Apenas si el pobrehombre tuvo tiempo para pensar: «Ahora soy yo el experimentado; esta mozuelaestá haciendo estudios de psicología masculina.» Y sin darse cuenta de lo que hacíasorprendióse acariciando con las temblorosas manos las pantorrillas de Rosario.Levantóse de pronto Augusto, levantó luego en vilo a Rosario y la echó en el sofá.Ella se dejaba hacer, con el rostro encendido. Y él, teniéndola sujeta de los brazoscon sus dos manos, se le quedó mirando a los ojos.––¡No los cierres, Rosario, no los cierres, por Dios! Ábrelos. Así, así, cada vez más.Déjame que me vea en ellos, tan chiquitito...Y al verse a sí mismo en aquellos ojos como en un espejo vivo, sintió que laprimera exaltación se le iba templando.––Déjame que me vea en ellos como en un espejo, que me vea tan chiquitito...Sólo así llegaré a conocerme... viéndome en ojos de mujer..Y el espejo le miraba de un modo extraño. Rosario pensaba: «Este hombre no meparece como los demás; debe de estar loco.»Apartóse de pronto de ella Augusto, se miró a sí mismo, y luego se palpó,exclamando al cabo:––Y ahora, Rosario, perdóname.––¿Perdonarle?, ¿por qué?Y había en la voz de la pobre Rosario más miedo que otro sentimiento alguno.Sentía deseos de huir, porque ella se decía: «Cuando uno empieza a decir o hacer in-congruencias no sé adónde va a parar. Este hombre sería capaz de matarme en unarrebato de locura.» Y le brotaron unas lágrimas.––¿Lo ves? ––le dijo Augusto––, ¿lo ves? Sí, perdóname, Rosarito, perdóname; nosabía lo que me hacía.Y ella pensó: «Lo que no sabe es lo que no se hace.»––Y ahora, ¡vete, vete!––¿Me echa usted?––No, me defiendo. ¡No te echo, no! ¡Dios me libre! Si quieres me ire yo y tequedas aquí tú, para que veas que no te echo.«Decididamente, no está bueno», pensó ella y sintió lástima de él.––Vete, vete, y no me olvides, ¿eh? ––le cogió de la barbilla, acariciándosela––. Nome olvides, no olvides al pobre Augusto.La abrazó y la dio un largo y apretado beso en la boca. Al salir la muchacha ledirigió una mirada llena de un misterioso miedo. Y apenas ella salió, pensó para síAugusto: «Me desprecia, indudablemente me desprecia; he estado ridículo, ridículo,ridículo... Pero ¿qué sabe ella, pobrecita, de estas cosas? ¿Qué sabe ella depsicología?»Si el pobre Augusto hubiese podido entonces leer en el espíritu de Rosario habríasedesesperado más. Porque la ingenua mozuela iba pensando: «Cualquier día vuelvo adarme yo un rato así a beneficio de la otra prójima...»Íbale volviendo la exaltación a Augusto. Sentía que el tiempo perdido no vuelvetrayendo las ocasiones que se desperdiciaron. Entróle una rabia contra sí mismo. Sinsaber qué hacía y por ocupar el tiempo llamó a Liduvina y al verla ante sí, tanserena, tan rolliza, sonriéndose maliciosamente, fue tal y tan insólito el sentimientoque le invadió, que diciéndole: «¡Vete, vete, vete!», se salió a la calle. Es que temióun momento no poder contenerse y asaltar a Liduvina.Al salir a la calle se encalmó. La muchedumbre es como un bosque; le pone a unoen su lugar, le reencaja.«¿Estaré bien de la cabeza?», iba pensando Augusto. «¿No será acaso quemientras yo creo ir formalmente por la calle, como las personas normales ––¿y quées una persona normal?––, vaya haciendo gestos, contorsiones y pantomimas, y quela gente que yo creo pasa sin mirarme o que me mira indiferentemente no sea así,sino que están todos fijos en mí y riéndose o compadeciéndome...? Y estaocurrencia, ¿no es acaso locura? ¿Estaré de veras loco? Y en último caso, aunque loesté, ¿qué? Un hombre de corazón, sensible, bueno, si no se vuelve loco es por serun perfecto majadero. El que no está loco es o tonto o pillo. Lo que no quiere decir,claro está, que los pillos y los tontos no enloquezcan.»«Lo que he hecho con Rosario ––prosiguió pensando–– ha sido ridículo,sencillamente ridículo. ¿Qué habrá pensado de mí? Y ¿qué me importa lo que de mípiense una mozuela así?... ¡Pobrecilla! Pero... ¡con qué ingenuidad se dejaba hacer!Es un ser fisiológico, perfectamente fisiológico, nada más que fisiológico, sin psicologíaalguna. Es inútil, pues, tomarla de conejilla de Indias o de ranita paraexperimentos psicológicos. A lo sumo fisiológico... Pero ¿es que la psicología, y sobretodo la feminidad, es algo más que fisiología, o si se quiere psicología fisiológica?¿Tiene la mujer alma? Y a mí para meterme en experimentos psicofisiológicos mefalta preparación técnica. Nunca asistí a ningún laboratorio... carezco, además, deaparatos. Y la psicofisiología exige aparatos. ¿Estaré, pues, loco?»Después de haberse desahogado con estas meditaciones callejeras, por en mediode la atareada muchedumbre indiferente a sus cuitas, sintióse ya tranquilo y sevolvió a casa.XXVFue Augusto a ver a Víctor, a acariciar al tardío hijo de este, a recrearse en lacontemplación de la nueva felicidad de aquel hogar, y de paso a consultar con élsobre el estado de su espíritu. Y al encontrarse con su amigo a solas, le dijo:––¿Y de aquella novela o... ¿cómo era?... ¡ah, sí, nivola!... que estabasescribiendo?, ¿supongo que ahora, con lo del hijo, la habrás abandonado?––Pues supones mal. Precisamente por eso, por ser ya padre, he vuelto a ella. Y enella desahogo el buen humor que me llena.––¿Querrías leerme algo de ella?Sacó Víctor las cuartillas y empezó a leer por aquí y por allá a su amigo.––Pero, hombre, ¡te me han cambiado! ––exclamó Augusto.––¿Por qué?––Porque ahí hay cosas que rayan en lo pornográfico y hasta a las veces pasan deello...––¿Pornográfico? ¡De ninguna manera! Lo que hay aquí son crudezas, pero nopornografías. Alguna vez algún desnudo, pero nunca un desvestido... Lo que hay esrealismo...––Realismo, sí, y además...––Cinismo, ¿no es eso?––¡Cinismo, sí!––Pero el cinismo no es pornografía. Estas crudezas son un modo de excitar laimaginación para conducirla a un examen más penetrante de la realidad de lascosas; estas crudezas son crudezas... pedagógicas. ¡Lo dicho, pedagógicas!––Y algo grotescas...––En efecto, no te lo niego. Gusto de la bufonería.––Que es siempre en el fondo tétrica.––Por lo mismo. No me agradan sino los chistes lúgubres, las gracias funerarias. Larisa por la risa misma me da grima, y hasta miedo. La risa no es sino la preparaciónpara la tragedia.––Pues a mí esas bufonadas crudas me producen un detestable efecto.––Porque eres un solitario, Augusto, un solitario, entiéndemelo bien, un solitario...Y yo las escribo para curar... No, no, no las escribo para nada, sino porque me divierteescribirlas, y si divierten a los que las lean me doy por pagado. Pero si a la vezlogro con ellas poner en camino de curación a algún solitario como tú, de doble soledad...––¿Doble?––Sí, soledad de cuerpo y soledad de alma.––A propósito, Victor...––Sí, ya sé lo que vas a decirme. Venías a consultarme sobre tu estado, que desdehace algún tiempo es alarmante, verdaderamente alarmante, ¿no es eso?––Sí, eso es.––Lo adiviné. Pues bien, Augusto, cásate y cásate cuanto antes.––Pero ¿con cuál?––¡Ah!, pero ¿hay más de una?––Y ¿cómo has adivinado también esto?––Muy sencillo. Si hubieses preguntado: pero ¿con quién?, no habría supuesto quehay más de una ni que esa una haya; mas al preguntar: pero ¿con cuál?, se entiendecon cuál de las dos, o tres, o diez, o ene.––Es verdad.––Cásate, pues, cásate, con una cualquiera de las ene de que estás enamorado,con la que tengas más a mano. Y sin pensarlo demasiado. Ya ves, yo me casé sinpensarlo; nos tuvieron que casar.––Es que ahora me ha dado por dedicarme a las experiencias de psicologíafemenina.––La única experiencia psicológica sobre la Mujer es el matrimonio. El que no secasa, jamás podrá experimentar psicológicamente el alma de la Mujer. El único laboratoriode psicología femenina o de ginepsicología es el matrimonio.––Pero ¡eso no tiene remedio!––Ninguna experimentación de verdad le tiene. Todo el que se mete a quererexperimentar algo, pero guardando la retirada, no quemando las naves, nunca sabenada de cierto. Jamás te fíes de otro cirujano que de aquel que se haya amputado así mismo algún propio miembro, ni te entregues a alienista que no esté loco. Cásate,pues, si quieres saber psicología.––De modo que los solteros...––La de los solteros no es psicología; no es más que metafísica, es decir, más alláde la física, más allá de lo natural.––Y ¿qué es eso?––Poco menos que en lo que estás tú.––¿Yo estoy en la metafísica? Pero ¡si yo, querido Vic tor, no estoy más allá de lonatural, sino más acá de ello!––Es igual.––¿Cómo que es igual?––Sí, más acá de lo natural es lo mismo que más allá, como más allá del espacioes lo mismo que más acá de él. ¿Ves esta línea? ––y trazó una línea en un papel––.Prolongada por uno y otro extremo al infinito y los extremos se encontrarán,cerrarán en el infinito, donde se encuentra todo y todo se lía. Toda recta es curva deuna circunferencia de radio infinito y en el infinito cierra. Luego lo mismo da lo demás acá de lo natural que lo de más allá. ¿No está claro?––No, está oscurísimo, muy oscuro.––Pues porque está tan oscuro, cásate.––Sí, pero... ¡me asaltan tantas dudas!––Mejor, pequeño Hamlet, mejor. ¿Dudas?, luego piensas; ¿piensas?, luego eres.––Sí, dudar es pensar.––Y pensar es dudar y nada más que dudar. Se cree, se sabe, se imagina sindudar; ni la fe, ni el conocimiento, ni la imaginación suponen duda y hasta la dudalas destruye, pero no se piensa sin dudar. Y es la duda lo que de la fe y delconocimiento, que son algo estático, quieto, muerto, hace pensamiento, que esdinámico, inquieto, vivo.––¿Y la imaginación?––Sí, ahí cabe alguna duda. Suelo dudar lo que les he de hacer decir o hacer a lospersonajes de mi nivola, y aun después de que les he hecho decir o hacer algo dudode si estuvo bien y si es lo que en verdad les corresponde. Pero... ¡paso por todo! Sí,sí, cabe duda en el imaginar, que es un pensar...Mientras Augusto y Victor sostenían esta conversación nivolesca, yo, el autor deesta nivola, que tienes, lector, en la mano y estás leyendo, me sonreíaenigmáticamente al ver que mis nivolescos personajes estaban abogando por mí yjustijïcando mis procedimientos, y me decía a mí mismo: «¡Cuán lejos estarán estosinfelices de pensar que no están haciendo otra cosa que tratar de justificar lo que yoestoy haciendo con ellos! Así cuando uno busca razones para justificarse no hace enrigor otra cosa que justijicar a Dios. Y yo soy el Dios de estos dos pobres diablosnivolescos.»XXVIAugusto se dirigió a casa de Eugenia dispuesto a tentar la última experienciapsicológica, la definitiva, aunque temiendo que ella le rechazase. Y encontróse conella en la escalera, que bajaba para salir cuando él subía para entrar.––¿Usted por aquí, don Augusto?––Sí, yo; mas puesto que tiene usted que salir, lo dejaré para otro día; me vuelvo.––No, está arriba mi tío.––No es con su tío, es con usted, Eugenia, con quien tenía que hablar. Dejémoslopara otro día.––No, no, volvamos. Las cosas en caliente.––Es que si está su tío.––¡Bah!, ¡es anarquista! No le llamaremos.Y obligó a Augusto a que subiese con ella. El pobre hombre, que había ido con airesde experimentador, sentíase ahora rana.Cuando estuvieron solos en la sala, Eugenia, sin quitarse el sombrero, con el trajede calle con que había entrado, le dijo:––Bien, sepamos qué es lo que tenía que decirme.––Pues... pues... ––y el pobre Augusto balbuceaba–– pues... pues...––Bien; pues ¿qué?––Que no puedo descansar, Eugenia; que les he dado mil vueltas en el magín a lascosas que nos dijimos la última vez que hablamos, y que a pesar de todo no puedoresignarme, ¡no, no puedo resignarme, no lo puedo!––Y ¿a qué es lo que no puede usted resignarse?––Pues ¡a esto, Eugenia, a esto!––Y ¿qué es esto?––A esto, a que no seamos más que amigos...––¡Más que amigos...! ¿Le parece a usted poco, señor don Augusto?, ¿o es quequiere usted que seamos menos que amigos?––No, Eugenia, no, no es eso.––Pues ¿qué es?––Por Dios, no me haga sufrir..––El que se hace sufrir es usted mismo.––¡No puedo resignarme, no!––Pues ¿qué quiere usted?––¡Que seamos... marido y mujer!––¡Acabáramos!––Para acabar hay que empezar.––¿Y aquella palabra que me dio usted?––No sabía lo que me decía.––Y la Rosario aquella...––¡Oh, por Dios, Eugenia, no me recuerdes eso!, ¡no pienses en la Rosario!Eugenia entonces se quitó el sombrero, lo dejó sobre una mesilla, volvió a sentarsey luego pausadamente y con solemnidad dijo:––Pues bien, Augusto, ya que tú, que eres al fin y al cabo un hombre, no te creesobligado a guardar la palabra, yo que no soy nada más que una mujer tampoco deboguardarla. Además, quiero librarte de la Rosario y de las demás Rosarios o Petrasque puedan envolverte. Lo que no hizo la gratitud por tu desprendimiento ni hizo eldespecho de lo que con Mauricio me paso ––ya ves si te soy franca–– hace lacompasión. ¡Sí, Augusto, me das pena, mucha pena! ––y al decir esto le dio dosleves palmaditas con la diestra en una rodilla.––¡Eugenia! ––y le tendió los brazos como para cogerla.––¡Eh, cuidadito! ––exclamó ella apartándoselos y hurtándose de ellos––¡cuidadito!––Pues la otra vez... la última vez...––¡Sí, pero entonces era diferente!«Estoy haciendo de rana», pensó el psicólogo experimental.––¡Sí ––prosiguió Eugenia––, a un amigo, nada más que amigo, puedenpermitírsele ciertas pequeñas libertades que no se deben otorgar al... vamos, al...novio!––Pues no lo comprendo...––Cuando nos hayamos casado, Augusto, te lo explicaré. Y ahora, quietecito, ¿eh?«Esto es hecho», pensó Augusto, que se sintió ya completa y perfectamente rana.––Y ahora ––agregó Eugenia levantándose–– voy a llamar a mi tío.––¿Para qué?––¡Toma, para darle parte!––¡Es verdad! ––––exclamó Augusto, consternado.Al momento llegó don Fermín.––Mire usted, tío ––le dijo Eugenia––, aquí tiene usted a don Augusto Pérez, queha venido a pedirme la mano. Y yo se la he concedido.––¡Admirable!, ¡admirable! ––exclamó don Fermín––, ¡admirable! ¡Ven acá, hijamía, ven acá que te abrace!, ¡admirable!––¿Tanto le admira a usted que vayamos a casarnos, tío?––No, lo que me admira, lo que me arrebata, lo que me subyuga es la manera dehaber resuelto este asunto, los dos solos, sin medianeros... ¡viva la anarquía! Y eslástima, es lástima que para llevar a cabo vuestro propósito tengáis que acudir a laautoridad... Por supuesto, sin acatarla en el fuero interno de vuestra conciencia,¿eh?, pro formula, nada más que pro formula. Porque yo sé que os consideráis yamarido y mujer. ¡Y en todo caso yo, yo solo, en nombre del Dios anárquico, os caso!Y esto basta. ¡Admirable!, ¡admirable! Don Augusto, desde hoy esta casa es su casa.––¿Desde hoy?––Tiene usted razón, sí, lo fue siempre. Mi casa... ¿mía? Esta casa que habito fuesiempre de usted, fue siempre de todos mis hermanos. Pero desde hoy... usted meentiende.––Sí, le entiende a usted, tío.En aquel momento llamaron a la puerta y Eugenia dijo:––¡La tía!Y al entrar esta en la sala y ver aquello, exclamó:––Ya, ¡enterada! ¿Conque es cosa hecha? Esto ya me lo sabía yo.Augusto pensaba: «¡Rana, rana completa! Y me han pescado entre todos.»––Se quedará usted hoy a comer con nosotros, por supuesto, para celebrarlo... ––dijo doña Ermelinda.––¡Y qué remedio! ––se le escapó al pobre rana.XXVIIEmpezó entonces para Augusto una nueva vida. Casi todo el día se lo pasaba encasa de su novia y estudiande no psicología, sino estética.¿Y Rosario? Rosario no volvió por su casa. La siguiente vez que le llevaron la ropaplanchada fue otra la que se la llevó, una mujer cualquiera. Y apenas se atrevié apreguntar por qué no venía ya Rosario. ¿Para qué, si le adivinaba? Y este desprecio,porque no era sino desprecio, bien lo conocía y, lejos de dolerle, casi le hizo gracia,Bien. Bien se desquitaría él en Eugenia. Que, por supuesto, seguía con lo de: «¡Eh,cuidadito y manos quedas!» ¡Buena era ella para otra cosa!Eugenia le tenía a ración de vista y no más que de vista, encendiéndole el apetito.Una vez le dijo él:––¡Me entran unas ganas de hacer unos versos a tus ojos!Y ella le contestó:––¡Hazlos!––Mas para ello ––agregó él–– sería conveniente que tocases un poco el piano.Oyéndote en él, en tu instrumento profesional, me inspiraría.––Pero ya sabes, Augusto, que desde que, gracias a tu generosidad, he podido irdejando mis lecciones no he vuelto a tocar el piano y que lo aborrezco. ¡Me hacostado tantas molestias!––No importa, tócalo, Eugenia, tócalo para que yo escriba mis versos.––¡Sea, pero por única vez!Sentóse Eugenia a tocar el piano y mientras lo tocaba escribió Augusto esto:Mi alma vagaba lejos de mi cuerpoen las brumas perdidas de la idea,perdida allá en las notas de la músicaque según dicen cantan las esferas;y yacía mi cuerpo solitariosin alma y triste errando por la tierra.Nacidos para arar juntos la vidano vivían; porque él era materiatan sólo y ella nada más que espíritubuscando completarse, ¡dulce Eugenia!Mas brotaron tus ojos como fuentesde viva luz encima de mi senday prendieron a mi alma y la trajerondel vago cielo a la dudosa tierra,metiéronla en mi cuerpo, y desde entonces¡y sólo desde entonces vivo, Eugenia!Son tus ojos cual clavos encendidosque mi cuerpo a mi espíritu sujetan,que hacen que sueñe en mi febril la sangrey que en carne convierten mis ideas.¡Si esa luz de mi vida se apagara,desuncidos espíritu y materia,perderíame en brumas celestialesy del profundo en la voraz tiniebla!––¿Qué te parecen? ––le preguntó Augusto luego que se los hubo leído.––Como mi piano, poco o nada musicales. Y eso de «según dicen...» .––Sí, es para darle familiaridad...––Y lo de «dulce Eugenia» me parece un ripio.––¿Qué?, ¿que eres un ripio tú?––¡Ahí, en esos versos, sí! Y luego todo eso me parece muy... muy...––Vamos, sí, muy nivodesco.––¿Qué es eso?––Nada, un timo que nos traemos entre Víctor y yo.––Pues mira, Augusto, yo no quiero timos en mi casa luego que nos casemos,¿sabes? Ni timos ni perros. Conque ya puedes ir pensando lo que has de hacer deOrfeo...––Pero ¡Eugenia, por Dios!, ¡si ya sabes cómo le encontré, pobrecillo!, ¡si esademás mi confidente...!, ¡si es a quien dirijo mis monólogos todos...!––Es que cuando nos casemos no ha de haber monólogos en mi casa. ¡Está de másel perro!––Por Dios, Eugenia, siquiera hasta que tengamos un hijo...––Si lo tenemos...––Claro, si lo tenemos. Y si no, ¿por qué no el perro?, ¿por qué no el perro, del quese ha dicho con tanta justicia que sería el mejor amigo del hombre si tuviesedinero...?––No, si tuviese dinero el perro no sería amigo del hombre, estoy segura de ello.Porque no lo tiene es su amigo.Otro día le dijo Eugenia a Augusto:––Mira, Augusto, tengo que hablarte de una cosa grave, muy grave, y te ruego queme perdones de antemano si lo que voy a decirte...––¡Por Dios, Eugenia, habla!––Tú sabes aquel novio que tuve...––Sí, Mauricio.––Pero no sabes por qué le tuve que despachar al muy sinvergüenza...––No quiero saberlo.––Eso te honra. Pues bien; le tuve que despachar al haragán y sinvergüenza aquel,pero...––¿Qué, te persigue todavía?––¡Todavía!––¡Ah, como yo le coja!...––No, no es eso. Me persigue, pero no ya con las intenciones que tú crees, sinocon otras.––¡A ver!, ¡a ver!––No te alarmes, Augusto, no te alarmes. El pobre Mauricio no muerde, ladra.––Ah, pues haz lo que dice el refrán árabe: «Si vas a detenerte con cada perro quete salga a ladrar al camino; nunca llegarás al fin de él.» No sirve tirarles piedras. Nole hagas caso.––Creo que hay otro medio mejor.––¿Cuál?––Llevar a prevención mendrugos de pan en el bolsillo e irlos tirando a los perrosque salen a ladrarnos, porque ladran por hambre.––¿Qué quieres decir?––Que ahora Mauricio no pretende sino que le busque una colocación cualquiera oun modo de vivir y dice que me dejará en paz, y si no...––Si no...––Amenaza con perseguirme para comprometerme...––¡Desvergonzado!, ¡bandido!––No te exaltes. Y creo que lo mejor es quitámosle de enmedio buscándole unacolocación cualquiera que le dé para vivir y que sea lo más lejos posible. Es, además,de mi parte algo de compasión porque el pobrecillo es como es, y...––Acaso tengas razón, Eugenia. Y mira, creo que podré arreglarlo todo. Mañanamismo hablaré a un amigo mío y me parece que le buscaremos ese empleo.Y, en efecto, pudo encontrarle el empleo y conseguir que le destinasen bastantelejos.XXVIITorció el gesto Augusto cuando una mañana le anunció Liduvina que un joven leesperaba y se encontró luego con que era Mauricio. Estuvo por despedirlo sin oírle,pero le atraía aquel hombre que fue en un tiempo novio de Eugenia, al que estaquiso y acaso seguía queriendo en algún modo; aquel hombre que tal vez sabía de laque iba a ser mujer de él, de Augusto, intimidades que este ignoraba; de aquelhombre que... Había algo que les unía.––Vengo, señor ––empezó sumisamente Mauricio––, a darle las gracias por elfavor insigne que merced a la mediación de Eugenia usted se ha dignadootorgarme...––No tiene usted de qué darme las gracias, señor mío, y espero que en adelantedejará usted en paz a la que va a ser mi mujer.––Pero ¡si yo no la he molestado lo más mínimo!––Sé a qué atenerme.––Desde que me despidió, a hizo bien en despedirme, porque no soy yo el que aella corresponde, he procurado consolarme como mejor he podido de esa desgracia yrespetar, por supuesto, sus determinaciones. Y si ella le ha dicho a usted otra cosa...––Le ruego que no vuelva a mentar a la que va a ser mi mujer, y mucho menosque insinúe siquiera el que haya faltado lo más mínimo a la verdad. Consuélesecomo pueda y déjenos en paz.––Es verdad. Y vuelvo a darles a ustedes dos las gracias por el favor que me hanhecho proporcionándome ese empleíto. Iré a servirlo y me consolaré como pueda.Por cierto que pienso llevarme conmigo a una muchachita...––Y ¿a mí qué me importa eso, caballero?––Es que me parece que usted debe de conocerla...––¿Cómo?, ¿cómo?, ¿quiere usted burlarse...?––No... no... Es una tal Rosario, que está en un taller de planchado y que meparece le solía llevar a usted la plancha...Augusto palideció. «¿Sabrá este todo?» , se dijo, y esto le azaró aún más que suanterior sospecha de que aquel hombre supiese de Eugenia lo que él no sabía. Perorepúsose al pronto y exclamó:––Y ¿a qué me viene usted ahora con eso?––Me parece ––prosiguió Mauricio, como si no hubiese oído nada–– que a losdespreciados se nos debe dejar el que nos consolemos los unos con los otros.––Pero ¿qué quiere usted decir, hombre, qué quiere usted decir? ––y pensóAugusto si allí, en aquel que fue escenario de su última aventura con Rosario,estrangularía o no a aquel hombre.––¡No se exalte así, don Augusto, no se exalte así! No quiero decir sino lo que hedicho. Ella... la que usted no quiere que yo miente, me despreció, me despachó, y yome he encontrado con esa pobre chicuela, a la que otro despreció y...Augusto no pudo ya contenerse; palideció primero, se encendió después,levantóse, cogió a Mauricio por los dos brazos, lo levantó en vilo y le arrojó en elsofá sin darse clara cuenta de lo que hacía, como para estrangularlo. Y entonces, alverse Mauricio en el sofá, dijo con la mayor frialdad:––Mírese usted ahora, don Augusto, en mis pupilas y verá qué chiquito se ve...El pobre Augusto creyó derretirse. Por lo menos se le derritió la fuerza toda de losbrazos, empezó la estancia a convertirse en niebla a sus ojos; pensó: «¿Estaré so-ñando?», y se encontró con que Mauricio, de pie ya y frente a él, le miraba con unasocarrona sonrisa:––¡Oh, no ha sido nada, don Augusto, no ha sido nada! Perdóneme usted, unarrebato... ni sé siquiera lo que me hice... ni me di cuenta... Y ¡gracias, gracias, otravez gracias!, ¡gracias a usted y a... ella! ¡Adiós!Apenas había salido Mauricio, llamó Augusto a Liduvina.––Di, Liduvina, ¿quién ha estado aquí conmigo?––Un joven.––¿De qué señas?––Pero ¿necesita usted que se lo diga?––¿De veras, ha estado aquí alguien conmigo?––¡Señorito!––No... no... júrame que ha estado aquí conmigo un joven y de las señas que medigas... alto, rubio, ¿no es eso?, de bigote, más bien grueso que flaco, de narizaguileña... ¿ha estado?––Pero ¿está usted bueno, don Augusto?––¿No ha sido un sueño...?––Como no lo hayamos soñado los dos...––No, no pueden soñar dos al mismo tiempo la misma cosa. Y precisamente seconoce que algo no es sueño en que no es de uno solo...––Pues ¡sí, estése tranquilo, sí! Estuvo ese joven que dice.––Y ¿qué dijo al salir?––Al salir no habló conmigo... ni le vi...––Y tú ¿sabes quién es, Liduvina?––Sí, sé quién es. El que fue novio de...––Sí, basta. Y ahora, ¿de quién lo es?––Eso ya sería saber demasiado.––Como las mujeres sabéis tantas cosas que no os enseñan...––Sí, y en cambio no logramos aprender las que quieren enseñamos.––Pues bueno, di la verdad, Liduvina: ¿no sabes con quién anda ahora ese...prójimo?––No, pero me lo figuro.––¿Por qué?––Por lo que está usted diciendo.––Bueno, llama ahora a Domingo.––¿Para qué?––Para saber si estoy también todavía soñando o no, y si tú eres de verdadLiduvina, su mujer, o si...––¿O si Domingo está soñando también? Pero creo que hay otra cosa mejor.––¿Cuál?––Que venga Orfeo.––Tienes razón; ¡ese no sueña!Al poco rato, habiendo ya salido Liduvina, entraba el perro.«¡Ven acá, Orfeo ––le dijo su amo––, ven acá! ¡Pobrecito!, ¡qué pocos días tequedan ya de vivir conmigo! No te quiere ella en casa. Y ¿adónde voy a echarte?,¿qué voy a hacer de ti?, ¿qué será de ti sin mí? Eres capaz de morirte, ¡lo sé! Sóloun perro es capaz de morirse al verse sin amo. Y yo he sido más que tu amo, ¡tupadre, tu dios! ¡No te quiere en casa; te echa de mi lado! ¿Es que tú, el símbolo dela felicidad, le estorbas en casa? ¡Quién lo sabe...! Acaso un perro sorprende los mássecretos pensamientos de las personas con quienes vive, y aunque se calle... ¡Ytengo que casarme, no tengo más remedio que casarme... si no, jamás voy a salirdel sueño! Tengo que despertar.»«Pero ¿por qué me miras así, Orfeo? ¡Si parece que lloras sin lágrimas...! ¿Es queme quieres decir algo?, te veo sufrir por no tener palabras. ¡Qué pronto aseguré quetú no sueñas! ¡Tú sí que me estás soñando, Orfeo! ¿Por qué somos hombres loshombres sino porque hay perros y gatos y caballos y bueyes y ovejas y animales detoda clase, sobre todo domésticos?, ¿es que a falta de animales domésticos en quedescargar el peso de la animalidad de la vida habría el hombre llegado a suhumanidad? ¿Es que a no haber domesticado el hombre al caballo no andaría lamitad de nuestro linaje llevando a cuestas a la otra mitad? Sí, a vosotros se os debela civilización. Y a las mujeres. Pero ¿no es acaso la mujer otro animal doméstico? Yde no haber mujeres, ¿serían hombres los hombres? ¡Ay, Orfeo, viene de fuera quiende casa te echa! »Y le apretó contra su seno, y el perro, que parecía en efecto llorar, le lamía labarba.XXIXTodo estaba dispuesto ya para la boda. Augusto la quería recogida y modesta, peroella, su mujer futura, parecía preferir que se le diese más boato y resonancia.A medida que se acercaba aquel plazo, el novio ardía por tomarse ciertas pequeñaslibertades y confianzas, y ella, Eugenia, se mantenía más en reserva.––Pero ¡si dentro de unos días vamos a ser el uno del otro, Eugenia!––Pues por lo mismo. Es menester que empecemos ya a respetarnos.––Respeto... Respeto... El respeto excluye el cariño.––Eso creerás tú... ¡Hombre al fin!Y Augusto notaba en ella algo extraño, algo forzado. Alguna vez parecióle quetrataba de esquivar sus miradas. Y se acordó de su madre, de su pobre madre, y delanhelo que sintió siempre porque su hijo se casara bien. Y ahora, próximo a casarsecon Eugenia, le atormentaba más lo que Mauricio le dijera de llevarse a Rosario.Sentía celos, unos celos furiosos, y rabia por haber dejado pasar una ocasión, por elridículo en que quedó ante la mozuela. «Ahora estarán riéndose los dos de mí ––sedecía––, y él doblemente, porque ha dejado a Eugenia encajándomela y porque seme lleva a Rosario.» Y alguna vez le entraron furiosas ganas de romper sucompromiso y de ir a la conquista de Rosario, a arrebatársela a Mauricio.––Y de aquella mocita, de aquella Rosario, ¿qué se ha hecho? ––le preguntóEugenia unos días antes del de la boda.––Y ¿a qué viene recordarme ahora eso?––¡Ah, si no te gusta el recuerdo, lo dejaré!––No... no... pero...––Sí, como una vez interrumpió ella una entrevista nuestra... ¿No has vuelto asaber de ella? ––y le miró con mirada de las que atraviesan.––No, no he vuelto a saber de ella.––¿Quién la estará conquistando o quién la habrá conquistado a estas horas...? ––y apartando su mirada de Augusto la fijó en el vacío, más allá de lo que miraba.Por la mente del novio pasaron, en tropel, extraños agüeros. «Esta parece saberalgo», se fijo, y luego en voz alta:––¿Es que sabes algo?––¿Yo? ––contestó ella fingiendo indiferencia y volvió a mirarle.Entre los dos flotaba sombra de misterio.––Supongo que la habrás olvidado...––Pero ¿a qué esta insistencia en hablarme de esa... chiquilla?––¡Qué sé yo!... Porque, hablando de otra cosa, ¿qué le pasará a un hombrecuando otro le quita la mujer a que pretendía y se la lleva?A Augusto le subió una oleada de sangre a la cabeza al oír esto. Entráronle ganasde salir, correr en busca de Rosario, ganarla y volver con ella a Eugenia para decir aesta: «¡Aquí la tienes, es mía y no de... tu Mauricio!»Faltaban tres días para el de la boda. Augusto salió de casa de su novia pensativo.Apenas pudo dormir aquella noche.A la mañana siguiente, apenas despertó, entró Liduvina en su cuarto.––Aquí hay una carta para el señorito; acaban de traerla. Me parece que es de laseñorita Eugenia...––¿Carta?, ¿de ella?, ¿de ella carta? ¡Déjala ahí y vete!Salió Liduvina. Augusto empezó a temblar. Un extraño desasosiego le agitaba elcorazón. Se acordó de Rosario, luego de Mauricio. Pero no quiso tocar la carta. Mirócon terror al sobre. Se levantó, se lavó, se vistió, pidió el desayuno, devorándololuego. «No, no quiero leerla aquí», se dijo. Salió de su casa, fuese a la iglesia máspróxima, y allí, entre unos cuantos devotos que oían misa, abrió la carta. «Aquí tendré que contenerme ––se dijo––, porque yo no sé qué cosas me dice el corazón.»Y decía la carta:«Apreciable Augusto: Cuando leas estas líneas yo estaré con Mauricio camino delpueblo adonde este va destinado gracias a tu bondad, a la que debo también poderdisfrutar de mis rentas, que con el sueldo de él nos permitirá vivir juntos con algúndesahogo. No te pido que me perdones, porque después de esto creo que teconvencerás de que ni yo te hubiera hecho feliz ni tú mucho menos a mí. Cuando sete pase la primera impresión volveré a escribirte para explicarte por qué doy estepaso ahora y de esta manera. Mauricio quería que nos hubiéramos escapado el díamismo de la boda, después de salir de la iglesia; pero su plan era muy complicado yme pareció, además, una crueldad inútil. Y como te dije en otra ocasión, creoquedaremos amigos. Tu amiga.Eugenia Domingo del Arco.P.S. No viene con nosotros Rosario. Te queda ahí y puedes con ella consolarte.»Augusto se dejó caer en un banco, anonadado. Al poco rato se arrodilló y rezaba.Al salir de la iglesia parecíale que iba tranquilo, mas era una terrible tranquilidadde bochorno. Se dirigió a casa de Eugenia, donde encontró a los pobres tíos consternados.La sobrina les había comunicado por carta su determinación y noremaneció en toda la noche. Había tomado la pareja un tren que salió al anochecer,muy poco después de la última entrevista de Augusto con su novia.––Y ¿qué hacemos ahora? ––dijo doña Ermelinda.––¡Qué hemos de hacer, señora ––contestó Augusto––, sino aguantarnos!––¡Esto es una indignidad ––exclamó don Fermín––; estas cosas no debían quedarsin un ejemplar castigo!––Y ¿es usted, don Fermín, usted, el anarquista...?––Y ¿qué tiene que ver? Estas cosas no se hacen así. ¡No se engaña así a unhombre!––¡Al otro no le ha engañado! ––dijo fríamente Augusto, y después de haberlodicho se aterró de la frialdad con que lo dijera.––Pero le engañará... le engañará... ¡no lo dude usted!Augusto sintió un placer diabólico al pensar que Eugenia engañaría al cabo aMauricio. «Pero no ya conmigo», se dijo muy bajito, de modo que apenas si se oyesea sí mismo.––Bueno, señores, lamento lo sucedido, y más que nada por su sobrina, pero deboretirarme.––Usted comprenderá, don Augusto, que nosotros... ––empezó doña Ermelinda.––¡Claro!, ¡claro! Pero...Aquello no podía prolongarse. Augusto, después de breves palabras más, se salió.Iba aterrado de sí mismo y de lo que le pasaba, o mejor aún, de lo que no lepasaba. Aquella frialdad, al menos aparente, con que recibió el golpe de la burlasuprema, aquella calma le hacía que hasta dudase de su propia existencia. «Si yofuese un hombre como los demás ––se decía––, con corazón; si fuese siquiera unhombre, si existiese de verdad, ¿cómo podía haber recibido esto con la relativatranquilidad con que lo recibo?» Y empezó, sin darse de ello cuenta, a palparse, yhasta se pellizcó para ver si lo sentía.De pronto sintió que alguien le tiraba de una pierna. Era Orfeo, que le había salidoal encuentro, para consolarlo. Al ver a Orfeo sintió, ¡cosa extraña!, una gran alegría,lo tomó en brazos y le dijo: «¡Alégrate, Orfeo mío, alégrate!, ¡alegrémonos los dos!¡Ya no te echan de casa; ya no te separan de mí; ya no nos separarán al uno delotro! Viviremos juntos en la vida y en la muerte. No hay mal que por bien no venga,por grande que el mal sea y por pequeño que sea el bien, o al revés. ¡Tú, tú eresfiel, Orfeo mío, tú eres fiel! Yo ya supongo que algunas veces buscarás tu perra, perono por eso huyes de casa, no por eso me abandonas; tú eres fiel, tú. Y mira, paraque no tengas nunca que marcharte, traeré una perra a casa, sí, te la traeré. Porqueahora, ¿es que has salido a mi encuentro para consolar la pena que debía tener, o esque me encuentras al volver de una visita a tu perra? De todos modos, tú eres fiel,tú, y ya nadie te echará de mi casa, nadie nos separará.»Entró en su casa, y no bien se volvió a ver en ella, solo, se le desencadenó en elalma la tempestad que parecía calma. Le invadió un sentimiento en que se dabanconfundidos tristeza, amarga tristeza, celos, rabia, miedo, odio, amor, compasión,desprecio, y sobre todo vergüenza, una enorme vergüenza, y la terrible concienciadel ridículo en que quedaba.––¡Me ha matado! ––le dijo a Liduvina.––¿Quién?––Ella.Y se encerró en su cuarto. Y a la vez que las imágenes de Eugenia y de Mauriciopresentábase a su espíritu la de Rosario, que también se burlaba de él. Y recordabaa su madre. Se echó sobre la cama, mordió la almohada, no acertaba a decirse nadaconcreto, se le enmudeció el monólogo, sintió como si se le acorchase el alma yrompió a llorar. Y lloró, lloró, lloró. Y en el llanto silencioso se le derretía elpensamiento.XXXVíctor encontró a Augusto hundido en un rincón de un sofá, mirando más abajo delsuelo.––¿Qué es eso? ––le preguntó poniéndole una mano sobre el hombro.––Y ¿me preguntas qué es esto? ¿No sabes lo que me ha pasado?––Sí, sé lo que te ha pasado por fuera, es decir, lo que ha hecho ella; lo que no sées lo que lo pasa por dentro, es decir, no sé por qué estás así...––¡Parece imposible!––Se te ha ido un amor, el de a; ¿no te queda el de b, o el de c, o el de x, o el deotra cualquiera de las n?––No es la ocasión para bromas, creo.––Al contrario, esta es la ocasión de broma s.––Es que no me duele en el amor; ¡es la burla, la burla, la burla! Se han burladode mí, me han escarnecido, me han puesto en ridículo; han querido demostrarme...¿qué sé yo?... que no existo.––¡Qué felicidad!––No te burles, Víctor.––Y ¿por qué no me he de burlar? Tú, querido experimentador, la quisiste tomar derana, y es ella la que te ha tomado de rana a ti. ¡Chapúzate, pues, en la charca, y acroar y a vivir!––Te ruego otra vez...––Que no bromee, ¿eh? Pues bromearé. Para estas ocasiones se ha hecho la burla.––Es que eso es corrosivo.––Y hay que corroer. Y hay que confundir. Confundir sobre todo, confundirlo todo.Confundir el sueño con la vela, la ficción con la realidad, lo verdadero con lo falso;confundirlo todo en una sola niebla. La broma que no es corrosiva y confundente nosirve para nada. El niño se ríe en la tragedia; el viejo llora en la comedia. Quisistehacerla rana, te ha hecho rana; acéptalo, pues, y sé para ti mismo rana.––¿Qué quieres decir con eso?––Experimenta en ti mismo.––Sí, que me suicide.––No digo ni que sí ni que no. Sería una solución como otra, pero no la mejor.––Entonces, que les busque y les mate.––Matar por matar es un desatino. A lo sumo para librarse del odio, que no hacesino corromper el alma. Porque más de un rencoroso se curó del rencor y sintió piedad,y hasta amor a su víctima, una vez que satisfizo su odio en ella. El acto malolibera del mal sentimiento. Y es porque la ley hace el pecado.––Y ¿qué voy a hacer?––Habrás oído que en este mundo no hay sino devorar o ser devorado...––Sí, burlarse de otros o ser burlado.––No; cabe otro término tercero y es devorarse uno a sí mismo, burlarse de símismo uno. ¡Devórate! El que devora goza, pero no se harta de recordar elacabamiento de sus goces y se hace pesimista; el que es devorado sufre, y no seharta de esperar la liberación de sus penas y se hace optimista. Devórate a ti mismo,y como el placer de devorarte se confundirá y neutralizará con el dolor de ser devorado,llegarás a la perfecta ecuanimidad de espíritu, a la ataraxia; no serás sino unmero espectáculo para ti mismo.––Y ¿eres tú, tú, Víctor, tú el que me vienes con esas cosas?––¡Sí, yo, Augusto, yo, soy yo!––Pues en un tiempo no pensabas de esa manera tan... corrosiva.––Es que entonces no era padre.––Y ¿el ser padre...?––El ser padre, al que no está loco o es un mentecato, le despierta lo más terribleque hay en el hombre: ¡el sentido de la responsabilidad! Yo entrego a mi hijo ellegado perenne de la humanidad. Con meditar en el misterio de la paternidad hay para volverse loco. Y si los más de los padres no se vuelven locos es porque sontontos... o no son padres. Regocíjate, pues, Augusto, que con eso de habérseteescapado te evitó acaso el que fueses padre. Y yo te dije que te casaras, pero no quete hicieses padre. El matrimonio es un experimento... psicológico; la paternidad loes... patológico.––¡Es que me ha hecho padre, Víctor!––¿Cómo?, ¿que te ha hecho padre?––¡Sí, de mí mismo! Con esto creo haber nacido de veras. Y para sufrir, paramorir.––Sí, el segundo nacimiento, el verdadero, es nacer por el dolor a la conciencia dela muerte incesante, de que estamos siempre muriendo. Pero si te has hecho padrede ti mismo es que te has hecho hijo de ti mismo también.––Parece imposible, Víctor, parece imposible que pasándome lo que me pasa,después de lo que ha hecho conmigo... ¡ella!, pueda todavía oír con calma estassutilezas, estos juegos de concepto, estas humoradas macabras, y hasta algo peor...––¿Qué?––Que me distraigan. ¡Me irrito contra mí mismo!––Es la comedia, Augusto, es la comedia que representamos ante nosotrosmismos, en lo que se llama el foro interno, en el tablado de la conciencia, haciendo ala vez de cómicos y de espectadores. Y en la escena del dolor representamos el dolory nos parece un desentono el que de repente nos entre ganas de reír entonces. Y escuando más ganas nos da de ello. ¡Comedia, comedia el dolor!––¿Y si la comedia del dolor le lleva a uno a suicidarse?––¡Comedia de suicidio!––¡Es que se muere de veras!––¡Comedia también!––Pues ¿qué es lo real, lo verdadero, lo sentido?––Y ¿quién te ha dicho que la comedia no es real y verdadera y sentida?––¿Entonces?––Que todo es uno y lo mismo; que hay que confundir, Augusto, hay queconfundir. Y el que no confunde se confunde.––Y el que confunde también.––Acaso.––¿Entonces?––Pues esto, charlar, sutilizar, jugar con las palabras y los vocablos... ¡pasar elrato!––¡Ellos sí que lo estarán pasando!––¡Y tú también! ¿te has encontrado nunca a tus propios ojos más interesante queahora? ¿Cómo sabe uno que tiene un miembro si no le duele?––Bueno, y ¿qué voy a hacer yo ahora?––¡Hacer... hacer... hacer..! ¡Bah, ya te estás sintiendo personaje de drama o denovela! ¡Contentémonos con serlo de... nivola! ¡Hacer... hacer... hacer...! ¿Te pareceque hacemos poco con estar así hablando? Es la manía de la acción, es decir, de lapantomima. Dicen que pasan muchas cosas en un drama cuando los actores puedenhacer muchos gestos y dar grandes pasos y fingir duelos y saltar y... ¡pantomima!,¡pantomima! ¡Hablan demasiado!, dicen otras veces. Como si el hablar no fuese hacer.En el principio fue la Palabra y por la Palabra se hizo todo. Si ahora, porejemplo, algún... nivolista oculto ahí, tras ese armario, tomase nota taquigráfica decuanto estamos aquí diciendo y lo reprodujese, es fácil que dijeran los lectores queno pasa nada, y sin embargo...––¡Oh, si pudiesen verme por dentro, Víctor, te aseguro que no dirían tal cosa!––¿Por dentro?, ¿por dentro de quién?, ¿de ti?, ¿de mí? Nosotros no tenemosdentro. Cuando no dirían que aquí no pasa nada es cuando pudiesen verse pordentro de sí mismos, de ellos, de los que leen. El alma de un personaje de drama, denovela o de nivola no tiene más interior que el que le da...––Sí, su autor.––No, el lector.––Pues yo te aseguro, Víctor...––No asegures nada y devórate. Es lo seguro.––Y me devoro, me devoro. Empecé, Víctor, como una sombra, como una ficción;durante años he vagado como un fantasma, como un muñeco de niebla, sin creer enmi propia existencia, imaginándome ser un personaje fantástico que un oculto genioinventó para solazarse o desahogarse; pero ahora, después de lo que me han hecho,después de lo que me han hecho, después de esta burla, de esta ferocidad de burla,¡ahora sí!, ¡ahora me siento, ahora me palpo, ahora no dudo de mi existencia real!––¡Comedia!, ¡comedia!, ¡comedia!––¡,Cómo?––Sí, en la comedia entra el que se crea rey el que lo representa.––Pero ¿qué te propones con todo esto?––Distraerte. Y además, que si, como te decía, un nivolista oculto que nos estéoyendo toma nota de nuestras palabras para reproducirlas un día, el lector de lanivola llegue a dudar, siquiera fuese un fugitivo momento, de su propia realidad debulto y se crea a su vez no más que un personaje nivolesco, como nosotros.––Y eso ¿para qué?––Para redimirle.––Sí, ya he oído decir que lo más liberador del arte es que le hace a uno olvidarque exista. Hay quien se hunde en la lectura de novelas para distraerse de sí mismo,para olvidar sus penas...––No, lo más liberador del arte es que le hace a uno dudar de que exista.––Y ¿qué es existir?––¿Ves? Ya te vas curando; ya empiezas a devorarte. Lo prueba esa pregunta. ¡Sero no sere, que dijo Hamlet, uno de los que inventaron a Shakespeare.––Pues a mí, Víctor, eso de ser o no ser me ha parecido siempre una solemnevaciedad.––Las frases, cuanto más profundas, son más vacías. No hay profundidad mayorque la de un pozo sin fondo. ¿Qué te parece lo más verdadero de todo?––Pues... pues... lo de Descartes: «Pienso, luego soy.»––No, sino esto: A = A.––Pero ¡eso no es nada!––Y por lo mismo es lo más verdadero, porque no es nada. Pero esa otra vaciedadde Descartes, ¿la crees tan incontrovertible?––¡Y tanto...!––Pues bien, ¿o dijo eso Descartes?––¡Sí!––Y no era verdad. Porque como Descartes no ha sido más que un ente ficticio,una invención de la historia, pues... ¡ni existió... ni pensó!––Y ¿quién dijo eso?––Eso no lo dijo nadie; eso se dijo ello mismo.––Entonces, ¿el que era y pensaba era el pensamiento ese?––¡Claro! Y, figúrate, eso equivale a decir que ser es pensar y lo que no piensa noes.––¡Claro está!––Pues no pienses, Augusto, no pienses. Y si te empeñas en pensar...––¿Qué?––¡Devórate!––Es decir, ¿que me suicide...?––En eso ya no me quiero meter. ¡Adiós!Y se salió Víctor, dejando aAugusto perdido y confundido en sus cavilaciones.XXXIAquella tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, endecisión de suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de susdesdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que seagarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor de todo esterelato. Por entonces había leído Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada,hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas que de míhabía leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme conocido y platicado un ratoconmigo. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinteaños vivo, para visitarme.Cuando me anunciaron su visita sonreí enigmáticamente y le mandé pasar a midespacho-librería. Entró en él como un fantasma, miró a un retrato mío al óleo queallí preside a los libros de mi librería, y a una seña mía se sentó, frente a mí.Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos,demostrando conocerlos bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, yen seguida empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que seahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, yse lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos.Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser increííble; creínotar que se le alteraba el color y traza del semblante y que hasta temblaba. Letenía yo fascinado.––¡Parece mentira! ––repetía––, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería... No sési estoy despierto o soñando...––Ni despierto ni soñando ––le contesté.––No me lo explico... no me lo explico ––añadió––; mas puesto que usted parecesaber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito...––Sí ––le dije––, tú ––y recalqué este tú con un tono autoritario––, tú, abrumadopor tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo,movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes aconsultármelo.El pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría.Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.––¡No, no te muevas! ––le ordené.––Es que... es que... ––balbuceó.––Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.––¿Cómo? ––exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.––Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? ––le pregunté.––Que tenga valor para hacerlo ––me contestó.––No ––le dije––, ¡que esté vivo!––¡Desde luego!––¡Y tú no estás vivo!––¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? ––y empezó, sin darse claracuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.––¡No, hombre, no! ––le repliqué––. Te dije antes que no estabas ni despierto nidormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.––¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! ––mesuplicó consternado––, porque son tales las cosas que estoy viendo y oyendo estatarde, que temo volverme loco.––Pues bien; la verdad es, querido Augusto ––le dije con la más dulce de misvoces––, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, nitampoco muerto, porque no existes...––¿Cómo que no existo? ––––exclamó.––No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más queun producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato quede tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que unpersonaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tusecreto.Al oír esto quedóse el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradasperforadoras que parecen atravesar la mira a ir más allá, miró luego un momento ami retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y el aliento, fuerecobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estabaarrimado frente a mí y, la cara en las palmas de las manos y mirándome con unasonrisa en los ojos, me dijo lentamente:––Mire usted bien, don Miguel... no sea que esté usted equivocado y que ocurraprecisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.––Y ¿qué es lo contrario? ––le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.––No sea, mi querido don Miguel ––añadió––, que sea usted y no yo el ente deficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto... No sea que usted no pasede ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo...––¡Eso más faltaba! ––exclamé algo molesto.––No se exalte usted así, señor de Unamuno ––me replicó––, tenga calma. Ustedha manifestado dudas sobre mi existencia...––Dudas no ––le interrumpí––; certeza absoluta de que tú no existes fuera de miproducción novelesca.––Bueno, pues no se incomode tanto si yo a mi vez dudo de la existencia de ustedy no de la mía propia. Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que no una sino variasveces ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales queCervantes?––No puedo negarlo, pero mi sentido al decir eso era...––Bueno, dejémonos de esos sentires y vamos a otra cosa. Cuando un hombredormido a inerte en la cama sueña algo, ¿qué es lo que más existe, él comoconciencia que sueña, o su sueño?––¿Y si sueña que existe él mismo, el soñador? ––le repliqué a mi vez.––En ese caso, amigo don Miguel, le pregunto yo a mi vez, ¿de qué manera existeél, como soñador que se sueña, o como soñado por sí mismo? Y fíjese, además, enque al admitir esta discusión conmigo me reconoce ya existencia independiente desí.––¡No, eso no!, ¡eso no! ––le dije vivamente––. Yo necesito discutir, sin discusiónno vivo y sin contradicción, y cuando no hay fuera de mí quien me discuta y contradigainvento dentro de mí quien lo haga. Mis monólogos son diálogos.––Y acaso los diálogos que usted forje no sean más que monólogos...––Puede ser. Pero te digo y repito que tú no existes fuera de mí...––Y yo vuelvo a insinuarle a usted la idea de que es usted el que no existe fuera demí y de los demás personajes a quienes usted cree haber inventado. Seguro estoyde que serían de mi opinión don Avito Carrascal y el gran don Fulgencio...––No mientes a ese...––Bueno, basta, no le moteje usted. Y vamos a ver, ¿qué opina usted de misuicidio?––Pues opino que como tú no existes más que en mi fantasía, te lo repito, y comono debes ni puedes hacer sino lo que a mí me dé la gana, y como no me da la realgana de que te suicides, no te suicidarás. ¡Lo dicho!––Eso de no me da la real gana, señor de Unamuno, es muy español, pero es muyfeo. Y además, aun suponiendo su peregrina teoría de que yo no existo de veras yusted sí, de que yo no soy más que un ente de ficción, producto de la fantasíanovelesca o nivolesca de usted, aun en ese caso yo no debo estar sometido a lo quellama usted su real gana, a su capricho. Hasta los llamados entes de ficción tienen sulógica interna...––Sí, conozco esa cantata.––En efecto; un novelista, un dramaturgo, no pueden hacer en absoluto lo que seles antoje de un personaje que creen; un ente de ficción novelesca no puede hacer,en buena ley de arte, lo que ningún lector esperaría que hiciese...––Un ser novelesco tal vez...––¿Entonces?––Pero un ser nivolesco...––Dejemos esas bufonadas que me ofenden y me hieren en lo más vivo. Yo, seapor mí mismo, según creo, sea porque usted me lo ha dado, según supone usted,tengo mi carácter, mi modo de ser, mi lógica interior, y esta lógica me pide que mesuicide...––¡Eso te creerás tú, pero te equivocas!––A ver, ¿por qué me equivoco?, ¿en qué me equivoco? Muéstreme usted en quéestá mi equivocación. Como la ciencia más difícil que hay es la de conocerse uno a símismo, fácil es que esté yo equivocado y que no sea el suicidio la solución máslógica de mis desventuras, pero demuéstremelo usted. Porque si es difícil, amigo donMiguel, ese conocimiento propio de sí mismo, hay otro conocimiento que me pareceno menos difícil que el...––¿Cuál es? ––le pregunté.Me miró con una enigmática y socarrona sonrisa y lentamente me dijo:––Pues más difícil aún que el que uno se conozca a sí mismo es el que un novelistao un autor dramático conozca bien a los personajes que finge o cree fingir...Empezaba yo a estar inquieto con estas salidas de Augusto, y a perder mipaciencia.––E insisto ––añadió–– en que aun concedido que usted me haya dado el ser y unser ficticio, no puede usted, así como así y porque sí, porque le dé la real gana, comodice, impedirme que me suicide.––¡Bueno, basta!, ¡basta! ––exclamé dando un puñetazo en la camilla–– ¡cállate!,¡no quiero oír más impertinencias...! ¡Y de una criatura mía! Y como ya me tienesharto y además no sé ya qué hacer de ti, decido ahora mismo no ya que no tesuicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto!––¿Cómo? ––exclamó Augusto sobresaltado––, ¿que me va usted a dejar morir, ahacerme morir, a matarme?––¡Sí, voy a hacer que mueras!––¡Ah, eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! ––gritó.––¡Ah! ––le dije mirándole con lástima y rabia––. ¿Conque estabas dispuesto amatarte y no quieres que yo te mate? ¿Conque ibas a quitarte la vida y te resistes aque te la quite yo?––Sí, no es lo mismo...––En efecto, he oído contar casos análogos. He oído de uno que salió una nochearmado de un revólver y dispuesto a quitarse la vida, salieron unos ladrones arobarle, le atacaron, se defendió, mató a uno de ellos, huyeron los demás, y al verque había comprado su vida por la de otro renunció a su propósito.––Se comprende ––observó Augusto––; la cosa era quitar a alguien la vida, matarun hombre, y ya que mató a otro, ¿a qué había de matarse? Los más de los suicidas son homicidas frustrados; se matan a sí mismos por falta de valor para matar aotros...––¡Ah, ya, te entiendo, Augusto, te entiendo! Tú quieres decir que si tuvieses valorpara matar a Eugenia o a Mauricio o a los dos no pensarías en matarte a ti mismo,¿eh?––¡Mire usted, precisamente a esos... no!––¿A quién, pues?––¡A usted! ––y me miró a los ojos.––¿Cómo? ––exclamé poniéndome en pie––, ¿cómo? Pero ¿se te ha pasado por laimaginación matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?––Siéntese y tenga calma. ¿O es que cree usted, amigo don Miguel, que sería elprimer caso en que un ente de ficción, como usted me llama, matara a aquel a quiencreyó darle ser... ficticio?––¡Esto ya es demasiado ––decía yo paseándome por mi despacho––, esto pasa dela raya! Esto no sucede más que...––Más que en las nivolas ––concluyó él con sorna.––¡Bueno, basta!, ¡basta!, ¡basta! ¡Esto no se puede tolerar! ¡Vienes aconsultarme, a mí, y tú empiezas por discutirme mi propia existencia, después elderecho que tengo a hacer de ti lo que me dé la real gana, sí, así como suena, lo queme dé la real gana, lo que me salga de...––No sea usted tan español, don Miguel...––¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, deeducación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; españolsobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creeres una España celestial y eterna y mi Dios un Dios español, el de Nuestro Señor DonQuijote, un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fueverbo español...––Bien, ¿y qué? ––me interrumpió, volviéndome a la realidad.––Y luego has insinuado la idea de matarme. ¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú? ¡Morir yo amanos de una de mis criaturas! No tolero más. Y para castigar tu osadía y esasdoctrinas disolventes, extravagantes, anárquicas, con que te me has venido,resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto llegues a tu casa te morirás. ¡Te morirás,te lo digo, te morirás!––Pero ¡por Dios!... ––exclamó Augusto, ya suplicante y de miedo tembloroso ypálido.––No hay Dios que valga. ¡Te morirás!––Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir...––¿No pensabas matarte?––¡Oh, si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que no mequitaré esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro... Ahora que usted quierematarme quiero yo vivir, vivir, vivir...––¡Vaya una vida! ––exclamé.––Sí, la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra Eugenia yotro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir, vivir...––No puede ser ya... no puede ser...––Quiero vivir, vivir... y ser yo, yo, yo...––Pero si tú no eres sino lo que yo quiera...––¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! ––y le lloraba la voz.––No puede ser... no puede ser...––Mire usted, don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que más quiera...Mire que usted no será usted... que se morirá.Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:––¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!––¡No puede ser, pobre Augusto ––le dije cogiéndole una mano y levantándole––,no puede ser! Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé quéhacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata. Y no se meolvida que pasó por tu mente la idea de matarme...––Pero si yo, don Miguel...––No importa; sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato prontoacabes por matarme tú.––Pero ¿no quedamos en que...?––No puede ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya escrito y nopuedo volverme atrás. Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la vida...––Pero... por Dios...––No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!––¿Conque no, eh? ––me dijo––, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo,salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme,serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de fic ción? Pues bien, miseñor creador don Miguel, ¡también usted se morirá, también usted, y se volverá a lanada de que salió...! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunqueno lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos,todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirántodos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros,nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no esusted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo,que Augusto Pérez, que su víctima...––¿Víctima? ––exclamé.––¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El quecrea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted, ymorirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejóextenuado al pobre Augusto.Y le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudaseya de su propia existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva.XXIIAquella misma noche se partió Augusto de esta ciudad de Salamanca adonde vinoa verme. Fuese con la sentencia de muerte sobre el corazón y convencido de que nole sería ya hacedero, aunque lo intentara, suicidarse. El pobrecillo, recordando misentencia, procuraba alargar lo más posible su vuelta a su casa, pero una misteriosaatracción, un impulso íntimo le arrastraba a ella. Su viaje fue lamentable. Iba en eltren contando los minutos, pero contándolos al pie de la tetra: uno, dos, tres,cuatro... Todas sus desventuras, todo el triste ensueño de sus amores con Eugenia ycon Rosario, toda la historia tragicómica de su frustrado casamiento habíanseborrado de su memoria o habíanse más bien fundido en una niebla. Apenas si sentíael contacto del asiento sobre que descansaba ni el peso de su propio cuerpo. «¿Seráverdad que no existo realmente? ––se decía–– ¿tendrá razón este hombre al decirque no soy más que un producto de su fantasía, un puro ente de ficción?»Tristísima, dolorosísima había sido últimamente su vida, pero le era mucho mástriste, le era más doloroso pensar que todo ello no hubiese sido sino sueño, y nosueño de él, sino sueño mío. La nada le parecía más pavorosa que el dolor. ¡Soñaruno que vive... pase, pero que le sueñe otro... !«Y ¿por qué no he de existir yo? ––se decía––, ¿por qué? Supongamos que esverdad que ese hombre me ha fingido, me ha soñado, me ha producido en suimaginación; pero ¿no vivo ya en las de otros, en las de aquellos que lean el relatode mi vida? Y si vivo así en las fantasías de varios, ¿no es acaso real lo que es devarios y no de uno solo? Y ¿por qué surgiendo de las páginas del libro en que sedeposite el relato de mi ficticia vida, o más bien de las mentes de aquellos que lalean ––de vosotros, los que ahora la leéis––, por qué no he de existir como un almaeterna y eternamente dolorosa?, ¿por qué?»El pobre no podía descansar. Pasaban a su vista los páramos castellanos, ya losencinares, ya los pinares; contemplaba las cimas nevadas de las sierras, y viendohacia atrás, detrás de su cabeza, envueltas en bruma las figuras de los compañerosy compañeras de su vida, sentíase arrastrado a la muerte.Llegó a su casa, Ilamó, y Liduvina, que salió a abrirle, palideció al verle.––¿Qué es eso, Liduvina, de qué te asustas?––¡Jesús! ¡Jesús! El señorito parece más muerto que vivo... Trae cara de ser delotro mundo...––Del otro mundo vengo, Liduvina, y al otro mundo voy. Y no estoy ni muerto nivivo.––Pero ¿es que se ha vuelto loco? ¡Domingo! ¡Domingo!––No llames a tu marido, Liduvina. Y no estoy loco, ¡no! Ni estoy, te repito,muerto, aunque me moriré muy pronto, ni tampoco vivo.––Pero ¿qué dice usted?––Que no existo, Liduvina, que no existo; que soy un ente de ficción, como unpersonaje de novela...––¡Bah, cosas de libros! Tome algo fortificante, acuéstese, arrópese y no haga casode esas fantasías...––Pero ¿tú crees Liduvina, que yo existo?––¡Vamos, vamos, déjese de esas andróminas, señorito; a cenar y a la cama! ¡Ymañana será otro día!«Pienso, luego soy ––se decía Augusto, añadiéndose––: Todo lo que piensa es ytodo lo que es piensa. Sí, todo lo que es piensa. Soy, luego pienso.»Al pronto no sentía ganas ningunas de cenar, y no más que por hábito y poracceder a los ruegos de sus fieles sirvientes pidió le sirviesen un par de huevospasados por agua, y nada más, una cosa ligerita. Mas a medida que ibacomiéndoselos abríasele un extraño apetito, una rabia de comer más y más. Y pidióotros dos huevos, y después un bisteque.––Así, así ––le decía Liduvina––; coma usted; eso debe de ser debilidad y no más.El que no come se muere.––Y el que come también, Liduvina ––observó tristemente Augusto.––Sí, pero no de hambre.––¿Y qué más da morirse de hambre que de otra enfermedad cualquiera?Y luego pensó: «Pero ¡no, no!, ¡yo no puedo morirme; sólo se muere el que estávivo, el que existe, y yo, como no existo, no puedo morirme... soy inmortal! No hayinmortalidad como la de aquello que, cual yo, no ha nacido y no existe. Un ente deficción es una idea, y una idea es siempre inmortal...»––¡Soy inmortal!, ¡soy inmortal! ––exclamó Augusto.––¿Qué dice usted? ––acudió Liduvina.––Que me traigas ahora... ¡qué sé yo!... jamón en dulce, fiambres, foiegras, lo quehaya... ¡Siento un apetito voraz!––Así me gusta verle, señorito, así. ¡Coma, coma, que el que tiene apetito es queestá sano y el que está sano vive!––Pero, Liduvina, ¡yo no vivo!––Pero ¿qué dice?––Claro, yo no vivo. Los inmortales no vivimos, y yo no vivo, sobrevivo; ¡yo soyidea!, ¡soy idea!Empezó a devorar el jamón en dulce. «Pero si como ––se decía––, ¿cómo es queno vivo? ¡Como, luego existo! No cabe duda alguna. Edo, ergo sum! ¿A qué sedeberá este voraz apetito?» Y entonces recordó haber leído varias veces que loscondenados a muerte en las horas que pasan en capilla se dedican a comer. «¡Escosa ––pensaba–– de que nunca he podido darme cuenta...! Aquello otro que noscuenta Renán en su Abadesa de Jouarre se comprende... Se comprende que unapareja de condenados a muerte, antes de morir, sientan el instinto de sobrevivirsereproduciéndose, pero ¡comer...! Aunque sí, sí, es el cuerpo que se defiende. Elalma, al enterarse de que va a morir, se entristece o se exalta, pero el cuerpo, si esun cuerpo sano, entra en apetito furioso. Porque también el cuerpo se entera. Sí, esmi cuerpo, mi cuerpo el que se defiende. ¡Como vorazmente, luego voy a morir!»––Liduvina, tráeme queso y pastas... y fruta...––Esto ya me parece excesivo, señorito; es demasiado. ¡Le va a hacer daño!––¿Pues no decías que el que come vive?––Sí, pero no así, como está usted comiendo ahora... Y ya sabe mi señorito aquellode «más mató la cena, que sanó Avicena».––A mí no puede matarme la cena.––¿Por qué?––Porque no vivo, no existo, ya te lo he dicho.Liduvina fue a llamar a su marido, a quien dijo:––Domingo, me parece que el señorito se ha vuelto loco... Dice unas cosas muyraras... cosas de libros... que no existe... qué sé yo...––¿Qué es eso, señorito? ––le dijo Domingo entrando––, ¿qué le pasa?––¡Ay, Domingo ––contestó Augusto con voz de fantasma––, no lo puedoremediar; siento un terror loco a acostarme!...––Pues no se acueste.––No, no, es preciso; no puedo tenerme en pie.––Yo creo que el señorito debe pasear la cena. Ha cenado en demasía.Intentó ponerse en pie Augusto.––¿Lo ves, Domingo, lo ves? No puedo tenerme en pie.––Claro, con tanto embutir en el estómago...––Al contrario, con lastre se tiene uno mejor en pie. Es que no existo. Mira, ahorapoco, al cenar me parecía como si todo eso me fuese cayendo desde la boca en untonel sin fondo. El que come vive, tiene razón Liduvina, pero el que come como hecomido yo esta noche, por desesperación, es que no existe. Yo no existo...––Vaya, vaya, déjese de bobadas; tome su café y su copa, para empujar todo esoy sentarlo, y vamos a dar un paseo. Le acompañaré yo.––No, no puedo tenerme en pie, ¿lo ves?––Es verdad.––Ven que me apoye en ti. Quiero que esta noche duermas en mi cuarto, en uncolchón que pondremos para ti, que me veles...––Mejor será, señorito, que yo no me acueste, sino que me quede allí, en unabutaca...––No, no quiero que te acuestes y que te duermas; quiero sentirte dormir, oírteroncar, mejor..––Como usted quiera...––Y ahora, mira, tráeme un pliego de papel. Voy a goner un telegrama, queenviarás a su destino así que yo me muera...––Pero ¡señorito!...––¡Haz lo que te digo!Domingo obedeció, llevóle el papel y el tintero y Augusto escribió:«Salamanca.Unamuno.Se salió usted con la suya. He muerto.Augusto Pérez.»––En cuanto me muera lo envías, ¿eh?––Como usted quiera ––contestó el criado por no discutir más con el amo.Fueron los dos al cuarto. El pobre Augusto temblaba de tal modo al ir a desnudarseque no podía ni aun cogerse las ropas para quitárselas.––¡Desnúdame tú! ––le dijo a Domingo.––Pero ¿qué le pasa a usted, señorito? ¡Si parece que le ha visto al diablo! Estáusted blanco y frlo como la nieve. ¿Quiere que se le llame al médico?––No, no, es inútil.––Le calentaremos la cama...––¿Para qué? ¡Déjalo! Y desnúdame del todo, del todo; déjame como mi madre meparió, como nací... ¡si es que nací!––¡No diga usted esas cosas, señorito!––Ahora échame, échame tú mismo a la cama, que no me puedo mover.El pobre Domingo, aterrado a su vez, acostó a su pobre amo.––Y ahora, Domingo, ve diciéndome al oído, despacito, el padre nuestro, el avemaría y la salve. Así... así... poco a poco... poco a poco... ––y después que los huborepetido mentalmente––: Ahora, mira, cógeme la mano derecha, sácamela, meparece que no es mía, como si la hubiese perdido... y ayúdame a que me persigne...así... así... Este brazo debe de estar muerto... Mira a ver si tengo pulso... Ahoradéjame, déjame a ver si duermo un poco... pero tápame, tápame bien...––Sí, mejor es que duerma ––le dijo Domingo, mientras le subía el embozo de lasmantas––; esto se le pasará durmiendo...––Sí, durmiendo se me pasará... Pero, di ¿es que no he hecho nunca más quedormir?, ¿más que soñar? ¿Todo eso ha sido más que una niebla?––Bueno, bueno, déjese de esas cosas. Todo eso no son sino cosas de libros, comodice mi Liduvina.––Cosas de libros... cosas de libros... ¿Y qué no es cosa de libros, Domingo? ¿Esque antes de haber libros en una u otra forma, antes de haber relatos, de haberpalabra, de haber pensamiento, había algo? ¿Y es que después de acabarse elpensamiento quedará algo? ¡Cosas de libros! ¿Y quién no es cosa de libros? ¿Conocesa don Miguel de Unamuno, Domingo?––Sí, algo he leído de él en los papeles. Dicen que es un señor un poco raro que sededica a decir verdades que no hacen al caso...––Pero ¿le conoces?––¿Yo?, ¿para qué?––Pues también Unamuno es cosa de libros... Todos lo somos... ¡Y él se morirá, sí,se morirá, se morirá también, aunque no lo quiera... se morirá! Y esa sera mivenganza. ¿No quiere dejarme vivir? ¡Pues se morirá, se morirá, se morirá!––¡Bueno, déjele en paz a ese señor, que se muera cuando Dios lo haga, y usted adormirse!––A dormir... dormir... a soñar...¡Morir... dormir... dormir... soñar acaso...!––Pienso, luego soy; soy, luego pienso... ¡No existo, no!, ¡no existo... madre mía!Eugenia... Rosario... Unamuno... ––y se quedó dormido.Al poco rato se incorporó en la cama lívido, anhelante, con los ojos todos negros ydespavoridos, mirando más allá de las tinieblas, y gritando: «¡Eugenia, Eugenia!»Domingo acudió a él. Dejó caer la cabeza sobre el pecho y se quedó muerto.Cuando llegó el médico se imaginó al pronto que aún vivía, habló de sangrarle, deponerle sinapismos, pero pronto pudo convencerse de la triste verdad.––Ha sido cosa del corazón... un ataque de asistolia ––dijo el médico.––No, señor ––contestó Domingo––, ha sido un asiento. Cenó horriblemente, comono acostumbraba, de una manera desusada en él, como si quisiera...––Sí, desquitarse de lo que no habría de comer en adelante, ¿no es eso? Acaso elcorazón presintió su muerte.––Pues yo ––dijo Liduvina–– creo que ha sido de la cabeza. Es verdad que cenó deun modo disparatado, pero como sin darse cuenta de lo que hacía y diciendo disParates...––¿Qué disparates? ––preguntó el médico.––Que él no existía y otras cosas así...––¿Disparates? ––añadió el médico entre dientes y cual hablando consigo mismo––, ¿quién sabe si existía o no, y menos él mismo...? Uno mismo es quien menos sabede su existencia... No se existe sino para los demás...Y luego en voz alta agregó:––El corazón, el estómago y la cabeza son los tres una sola y misma cosa.––Sí, forman parte del cuerpo ––dijo Domingo.––Y el cuerpo es una sola y misma cosa.––¡Sin duda!––Pero más que usted lo cree...––¿Y usted sabe, señor mío, cuánto lo creo yo?––También es cierto, y veo que no es usted torpe.––No me tengo por tal, señor médico, y no comprendo a esas gentes que acualquier persona con quien tropiezan parecen estimarla tonta mientras no pruebe locontrario.––Bueno, pues, como iba diciendo ––siguió el médico––, el estómago elabora losjugos que hacen la sangre, el corazón riega con ellos a la cabeza y al estómago paraque funcione, y la cabeza rige los movimientos del estómago y del corazón. Y por lotanto este señor don Augusto ha muerto de las tres cosas, de todo el cuerpo, porsíntesis.––Pues yo creo ––intervino Liduvina–– que a mi señorito se le había metido en lacabeza morirse, y ¡claro!, el que se empeña en morir, al fin se muere.––¡Es claro! ––dijo el médico––. Si uno no creyese morirse, ni aun hallándose en laagonía, acaso no moriría. Pero así que le entre la menor duda de que no puede menosde morir, está perdido.––Lo de mi señorito ha sido un suicidio y nada más que un suicidio. Ponerse acenar como cenó viniendo como venía es un suicidio y nada más que un suicidio. ¡Sesalió con la suya!––Disgustos acaso...––Y grandes, ¡muy grandes! ¡Mujeres!––¡Ya, ya! Pero, en fin, la cosa no tiene ya otro reme dio que preparar el entierro.Domingo lloraba.XXXIIICuando recibí el telegrama comunicándome la muerte del pobre Augusto, y supeluego las circunstancias todas de ella, me quedé pensando en si hice o no bien endecirle lo que le dije la tarde aquella en que vino a visitarme y consultar conmigo supropósito de suicidarse. Y hasta me arrepentí de haberle matado. Llegué a pensarque tenía él razón y que debí haberle dejado salirse con la suya, suicidándose. Y seme ocurrió si le resucitaría.«Sí ––me dije––, voy a resucitarle y que haga luego lo que se le antoje, que sesuicide si es así su capricho.» Y con esta idea de resucitarle me quedé dormido.A poco de haberme dormido se me apareció Augusto en sueños. Estaba blanco, conla blancura de una nube, y sus contornos iluminados como por un sol poniente. Memiró fijamente y me dijo:––¡Aquí estoy otra vez!––¿A qué vienes? ––le dije.––A despedirme de usted, don Miguel, a despedirme de usted hasta la eternidad ya mandarle, así, a mandarle, no a rogarle, a mandarle que escriba usted la nivola demis aventuras...––¡Está ya escrita!––Lo sé, todo está escrito. Y vengo también a decirle que eso que usted hapensado de resucitarme para que luego me quite yo a mí mismo la vida es undisparate, más aún, es una imposibilidad...––¿Imposibilidad? ––le dije yo; por supuesto, todo esto en sueños.––¡Sí, una imposibilidad! Aquella tarde en que nos vimos y hablamos en eldespacho de usted, ¿recuerda?, estando usted despierto y no como ahora, dormido ysoñando, le dije a usted que nosotros, los entes de ficción, según usted, tenemosnuestra lógica y que no sirve que quien nos finge pretenda hacer de nosotros lo quele dé la gana, ¿recuerda?––Sí que lo recuerdo.––Y ahora de seguro que, aunque tan español, no tendrá usted real gana de nada,¿verdad, don Miguel?––No, no siento gana de nada.––No, el que duerme y sueña no tiene reales ganas de nada. Y usted y suscompatriotas duermen y sueñan, y sueñan que tienen ganas, pero no las tienen deveras.––Da gracias a que estoy durmiendo ––le dije––, que si no...––Es igual. Y respecto a eso de resucitarme he de decirle que no le es hacedero,que no lo puede aunque lo quiera o aunque sueñe que lo quiere...––Pero ¡hombre!––Sí, a un ente de ficción, como a uno de carne y hueso, a lo que llama ustedhombre de carne y hueso y no de ficción de carne y de ficción de hueso, puede unoengendrarlo y lo puede matar; pero una vez que lo mató no puede, ¡no!, no puederesucitarlo. Hacer un hombre mortal y carnal, de carne y hueso, que respire aire, escosa fácil, muy fácil, demasiado fácil por desgracia... matar a un hombre mortal ycarnal, de carne y hueso, que respire aire, es cosa fácil, muy fácil, demasiado fácilpor desgracia... pero ¿resucitarlo?, ¡resucitarlo es imposible!––¡En efecto ––le dije––, es imposible!––Pues lo mismo ––me contestó––, exactamente lo mismo sucede con eso queusted llama entes de ficción; es fácil darnos ser, acaso demasiado fácil, y es fácil,facilísimo, matarnos, acaso demasiadamente demasiado fácil, pero ¿resucitamos?,no hay quien haya resucitado de veras a un ente de ficción que de veras se hubiesemuerto. ¿Cree usted posible resucitar a don Quijote? ––me preguntó.––¡Imposible! ––contesté.––Pues en el mismo caso estamos todos los demás entes de ficción.––¿Y si te vuelvo a soñar?––No se sueña dos veces el mismo sueño. Ese que usted vuelva a soñar y crea soyyo será otro. Y ahora, ahora que está usted dormido y soñando y que reconoce ustedestarlo y que yo soy un sueño y reconozco serlo, ahora vuelvo a decirle a usted loque tanto le excitó cuando la otra vez se lo dije: mire usted, mi querido don Miguel,no vaya a ser que sea usted el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo nimuerto... no vaya a ser que no pase usted de un pretexto para que mi historia, yotras historias como la mía, corran por el mundo. Y luego, cuando usted se mueradel todo, llevemos su alma nosotros. No, no, no se altere usted, que aunque dormidoy soñando aún vivo. ¡Y ahora, adiós!Y se disipó en la niebla negra.Yo soñé luego que me moría, y en el momento mismo en que soñaba dar el últimorespiro me desperté con cierta opresión en el pecho.Y aquí está la historia de Augusto Pérez.ORACIÓN FÚNEBREPOR MODO DE EPÍLOGOSuele ser costumbre al final de las novelas y luego que muere o se casa el héroe oprotagonista dar noticia de la suerte que corrieron los demás personajes. No lavamos a seguir aquí ni a dar por consiguiente noticia alguna de cómo les fue aEugenia y Mauricio, a Rosario, a Liduvina y Domingo; a don Fermín y doñaErmelinda, a Víctor y su mujer y a todos los demás que en tomo a Augusto se noshan presentado, ni vamos siquiera a decir lo que de la singular muerte de estesintieron y pensaron. Sólo haremos una excepción y es en favor del que más honday más sinceramente sintió la muerte de Augusto, que fue su perro, Orfeo.Orfeo, en efecto, encontróse huérfano. Cuando saltando en la cama olió a su amomuerto, olió la muerte de su amo, envolvió a su espíritu perruno una densa nubenegra. Tenía experiencia de otras muertes, había olido y visto perros y gatosmuertos, había matado algún ratón, había olido muertes de hombres, pero a su amo le creía inmortal. Porque su amo era para él como un dios. Y al sentirle ahora muertosintió que se desmoronaban en su espíritu los fundamentos todos de su fe en la viday en el mundo, y una inmensa desolación llenó su pecho.Y acurrucado a los pies de su amo muerto pensó así: « ¡Pobre amo mío!, ¡pobreamo mío! ¡Se ha muerto; se me ha muerto! ¡Se muere todo, todo, todo; todo se memuere! Y es peor que se me muera todo a que me muera para todo yo. ¡Pobre amomío!, ¡pobre amo mío! Esto que aquí yace, blanco, frío, con olor a próxima podredumbre,a carne de ser comida, esto ya no es mi amo. No, no lo es. ¿Dónde se fuemi amo?, ¿dónde el que me acariciaba, el que me hablaba?» ¡Qué extraño animal es el hombre! Nunca está en lo que tiene delante. Nosacaricia sin que sepamos por qué y no cuando le acariciamos más, y cuando más a élnos rendimos nos rechaza o nos castiga. No hay modo de saber lo que quiere, si esque lo sabe él mismo. Siempre parece estar en otra cosa que en lo que está, y nimira a lo que mira. Es como si hubiese otro mundo para él. Y es claro, si hay otromundo, no hay este.»Y luego habla, o ladra de un modo complicado. Nosotros aullábamos y por imitarleaprendimos a ladrar, y ni aun así nos entendemos con él. Solo le entendemos de verascuando él también aúlla. Cuando el hombre aúlla o grita o amenaza leentendemos muy bien los demás animales. ¡Como que entonces no está distraído enotro mundo... ! Pero ladra a su manera, habla, y eso le ha servido para inventar loque no hay y no fijarse en lo que hay. En cuanto le ha puesto un nombre a algo, yano ve este algo; no hace sino oír el nombre que le puso o verlo escrito. La lengua lesirve para mentir, inventar lo que no hay y confundirse. Y todo es en él pretextospara hablar con los demás o consigo mismo. ¡Y hasta nos ha contagiado a los perros!»Es un animal enfermo, no cabe duda. ¡Siempre está enfermo! ¡Sólo parece gozarde alguna salud cuando duerme, y no siempre, porque a las veces hasta durmiendohabla! Y esto también nos ha contagiado. ¡Nos ha contagiado tantas cosas!»¡Y luego nos insulta! Llama cinismo, esto es, perrismo o perrería, a la impudenciao sinvergüencería, él, el animal hipócrita por excelencia. El lenguaje le ha hechohipócrita. Como que la hipocresía debería llamarse antropismo si es que a laimpudencia se le llama cinismo. ¡Y ha querido hacernos hipócritas, es decir, cómicos,farsantes, a nosotros, a los perros! A los perros, que no fuimos sometidos ydomesticados por el hombre como el toro o el caballo, a la fuerza, sino que nosunimos a él libremente, en pacto sinalagmático, para explotar la caza. Nosotros ledescubríamos la pieza, él la cazaba y nos daba nuestra parte. Y así, en contratosocial, nació nuestro consorcio.»Y nos lo ha pagado prostituyéndonos a insultándonos. ¡Y queriendo hacernosfarsantes, monos y perros sabios! ¡Perros sabios llaman a unos perros a los que lesenseñan a representar farsas, para lo cual les visten y les adiestran a andarindecorosamente sobre las patas traseras, en pie! ¡Perros sabios! ¡A eso le llaman loshombres sabiduría, a representar farsas y a andar sobre dos pies!»¡Y es claro, el perro que se pone en dos pies va enseñando impúdica,cínicamente, sus vergüenzas, de cara! Así hizo el hombre al ponerse de pie, alconvertirse en un mamífero vertical, y sintió al punto vergüenza y la necesidad moralde taparse las vergüenzas que enseñaba. Y por eso dice su Biblia, según les he oído,que el primer hombre, es decir, el primero de ellos que se puso a andar en dos pies,sintió vergüenza de presentarse desnudo ante su Dios. Y para eso inventaron elvestido, para cubrirse el sexo. Pero como empezaron vistiéndose lo mismo ellos yellas, no se distinguían entre sí, no se conocían siempre y bien el sexo, y de aquí milatrocidades... humanas, que ellos se empeñan en llamar perrunas o cínicas. Ellos, loshombres, que son quienes nos han pervertido a los perros, quienes nos han hechoperrunos, cínicos, que es nuestra hipocresía. Porque el cinismo es en el perrohipocresía, así como en el hombre la hipocresía es cinismo. Nos hemos contagiadounos a otros.»Se vistió el hombre, primero, con el mismo traje ellos y ellas; mas como seconfundían, tuvieron que inventar diferencia de trajes y llevar el sexo al vestido.Esos pantalones no son sino una consecuencia de haberse el hombre puesto en dospies.»¡Qué extraño animal es el hombre! ¡No está nunca en donde debe estar, que es alo que está, y habla para mentir y se viste!»¡Pobre amo! Dentro de poco le enterrarán en un sitio que para eso tienendestinado. ¡Los hombres guardan o almacenan sus muertos, sin dejar que perros ocuervos los devoren! Y que quede lo único que todo animal, empezando por elhombre, deja en el mundo: unos huesos. ¡Almacenan sus muertos! ¡Un animal quehabla, que se viste y que almacena sus muertos! ¡Pobre hombre!»¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío! ¡Fue un hombre, sí, no fue más que unhombre, fue sólo un hombre! ¡Pero fue mi amo! ¡Y cuánto, sin él creerlo ni pensarlo,me debía...!, ¡cuánto! ¡Cuánto le enseñé con mis silencios, con mis lametones,mientras él me hablaba, me hablaba, me hablaba! "¿Me entenderás?", me decía. Ysí, yo le entendía, le entendía mientras él me hablaba hablándose y hablaba, hablaba,hablaba. Él al hablarme así hablándose hablaba al perro que había en él. Yomantuve despierto su cinismo.»¡Perra vida la que ha llevado, muy perra! ¡Y grandísima perrería, o mejor,grandísima hombrada la que le han hecho esos dos! ¡Hombrada la que Mauricio le hahecho; mujerada la que le ha hecho Eugenia! ¡Pobre amo mío!»Y ahora aquí, frío y blanco, inmóvil, vestido, sí, pero sin habla ni por fuera ni pordentro. Ya nada tienes que decir a tu Orfeo. Tampoco tiene ya nada que decirte Orfeocon su silencio.»¡Pobre amo mío! ¿Qué será ahora de él? ¿Dónde estará aquello que en él hablabay soñaba? Tal vez allá arriba, en el mundo puro, en la alta meseta de la tierra, en latierra pura toda ella de colores puros, como la vio Platón, al que los hombres llamandivino; en aquella sobrehaz terrestre de que caen las piedras preciosas, donde estánlos hombres puros y los purificados bebiendo aire y respirando éter. Allí estántambién los perros puros, los de san Humberto el cazador, el de santo Domingo deGuzmán con su antorcha en la boca, el de san Roque, de quien decía un predicadorseñalando a su imagen: ¡Allí le tenéis a san Roque, con su perrito y todo! Allí, en elmundo puro platónico, en el de las ideas encarnadas, está el perro puro, el perro deveras cínico. ¡Y allí está mi amo!» Siento que mi espíritu se purifica al contacto de esa muerte, de esta purificaciónde mi amo, y que aspira hacia la niebla en que él al fin se deshizo, a la niebla de quebrotó y a que revertió. Orfeo siente venir la niebla tenebrosa... Y va hacia su amosaltando y agitando el rabo. ¡Amo mío! ¡Amo mío! ¡Pobre hombre!»Domingo y Liduvina recogieron luego al pobre perro muerto a los pies de su amo,depurado como este y como él envuelto en la nube tenebrosa. Y el pobre Domingo,al ver aquello, se enterneció y lloró, no se sabe bien si por la muerte de su amo opor la del perro, a  


Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Nov 19, 2015 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

La niebla-Miguel de UnamunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora