1. El joven de cabellos blancos

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El joven de cabellos blancos llegó por fin a la cima del monte, y descansó a la sombra de un gran árbol que con sus ramas hacía sombra de grietas en el suelo. Aquella reliquia de la naturaleza era tan grande como una montaña, pero estaba muerta, como una pieza de carbón. El joven no estaba seguro de saber cómo se veía uno cubierto de follaje, flores o sus llamados frutos, y pensar en ello lo ponía más impaciente. Tumbó el sombrero y el fardo a un lado, y miró en todas direcciones. Era difícil ver con la luz amarillenta del cielo cayendo sobre terreno seco, pero con todo y la poca visibilidad alcanzó a ver como una pequeña silueta se perfilaba al norte, a las faldas de una arboleda marchita. Cuando ésta se hubo acercado lo suficiente distinguió que pertenecía a un anciano calvo y encorvado que llevaba un saco al hombro y una cantimplora en la mano, caminando lento pero con decisión.

El muchacho de cabellos blancos le dio la bienvenida con una sonrisa y un cabeceo desde el amparo de la sombra.

—¿Es usted? —preguntó el anciano, malhumorado, mientras se secaba el cráneo sudoroso con un paño y parpadeaba para humedecerse los ojos. 

—No, no soy yo.

  El anciano tenía la piel quemada por el sol y las manos agrietadas.  

—Él no ha llegado, por supuesto —afirmó él, muy seguro—. Dicen que a las personas que gustan del misterio son las que más se hacen esperar.

El anciano escupió a un lado e hizo lo mismo que él en un principio. Contempló el árbol, con todas sus ramas y ramillas abriéndose al cielo como venas reventadas, y luego miró de un lado al otro. Cuando estuvo seguro de que todavía estaban solos, se volvió a dirigir al joven de cabellos blancos.

—¿Usted cree que sea cierto? —preguntó carraspeando.

—¿Creer lo que dicen o creer lo que es cierto?

—Creer lo que dicen ellos —respondió el anciano, aún más huraño.

—Creo que lo que dicen ellos es mentira.

El aciano pareció asombrado, y se detuvo a observarlo de arriba abajo como si fuera un aparecido.

—He caminado hasta aquí casi dos días y una noche sin parar —empezó el anciano—. He de cantar suerte de no haberme encontrado con la niebla negra mientras dormía o con algún asqueroso carroñero que me arrebatara el agua blanca que me queda, o peor, mi vida, de la cual dependen dos nietos y tres hijas. Y todo por creer que es posible, ¿usted lo duda y aún así se ha arriesgado a todo aquello que se puede encontrar por él camino? ¡Eso me parece absurdo!

—A veces la duda es más valiosa que una supuesta verdad sin esperanza —dijo el muchacho—. Si podía vivir con la duda dos días y tres noches más, me arriesgaría a morir por el camino.

—Y se arriesgó —se admiró el anciano contemplándolo con los ojos entrecerrados y enrojecidos por el sol—. Será mejor que usted no tenga nadie que lo espere.

El muchacho no respondió.

—No lo entiendo —resopló el anciano ajustándose el saco que llevaba en las espaldas y haciéndose lugar en la sombra para sentarse—. Ha tenido suerte, no hay duda. Vendrá usted por el sur. El frío en las noches es más llevadero, y la sombra de las montañas le habrían ayudado a no deshidratarse por las tardes. Dicen que por aquellos caminos todavía hay bosques y árboles, vivos...

—Imposible —declaró el joven.

—No, es cierto —el anciano se puso de pie levantando la voz con las pocas fuerzas que le quedaban—. Hay cordilleras que forman una especie de muralla natural que protege pequeños pulmones del planeta. Las nubes tóxicas no llegan allí tan fácilmente... —luego bajó la voz—, o eso he escuchado...

—Yo he escuchado que existen nuevos tipos de fauna y flora al noroeste, cruzando el mar. Que existe una mezcla de minerales y aguas trabajadas por nuevos alquimistas y que son capaces de inmortalizar al ser humano ante la niebla negra. He oído que el cielo es verde en el extremo sur y que hay mareas que hierven y han traído del fondo abismal a peces monstruosos de cientos de metros... y no por eso es real. Todos escuchamos cosas.

El anciano pareció comprender que sus teorías después de todo no eran del todo sólidas. Escuchar cosas no es suficiente para creerlas. Había que verlas. El anciano parecía ansioso.

—Entonces, ¿usted si cree en el mensaje que nos han hecho llegar?—preguntó el muchacho de cabellos blancos.

—Por eso estoy aquí. Lo hago por mi familia —admitió el anciano, abatido— Solamente por mi familia.

—¿Usted cree que nos dejaran entrar?

El anciano lo observó directo a los ojos.

—No sin algo valioso —dijo—. Algo que no exista dentro de sus terrenos protegidos y enriquecidos de manera artificial. Claro, de ser que exista.

El joven dudó un instante.

—¿Algo como qué?

El anciano observó al muchacho, precario. Su duda terminó con una sonrisa de complicidad. Entonces se puso de rodillas y se descolgó el saco trabajosamente. Extrajo de dentro lo que parecía un cúpula en miniatura, cubierta por capas de tela, y, mirando en todas direcciones, la fue descubriendo poco a poco.

El joven de cabellos blancos no podía creer lo que sus ojos estaban viendo, se le desorbitaban, y un escalofrío cabalgó en su espalda. Más de cien años, se decía, habían dejado de existir. Hace más de cien años, se contaba, no se les había vuelto a ver surcando los cielos. Entonces todas esas teorías y cuentos podrían ser ciertos...

—Un ave, señor —suspiró el anciano, esperanzado. Sus ojos brillaban como el mismo día—. Esta ave puede ser mi llave a la vida.

La pequeña ave, asustada por la luz intensa, comenzó a revolotear por la jaula remendada de alambres y palos. Y el muchacho de cabellos blancos no le despegó la vista, incluso no lo hizo cuando clavó la estaca en el pecho del anciano desprevenido.






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⏰ Última actualización: Nov 21, 2015 ⏰

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