Jamás debí aceptar aquel trabajo y, menos tal vez, embarcarme en una tesis que me conduciría al desierto oscuro de dudoso retorno de mi quebrada razón. Porque estoy loca, o esto es lo que al menos creen todos. Pero no lo estoy... ¿o tal vez si? En todo caso es difícil trazar una frontera entre la cordura y la locura. La razón nos conduce a veces por parajes remotos e inesperados de nuestra consciencia, despertando a los monstruos que permanecen agazapados en los más lúgubres recovecos de nuestra mente. Porque a veces, es muy fácil cruzar esta línea, pasar al otro lado y, sobre todo, es necesario tener valor para aceptarlo. Y ocurre en un fugaz momento, en este maldito instante en que te das cuenta que has perdido el control de tu vida, que los sueños se volatilizan como las briznas que azota un fatuo viento y que no tienes un mástil en donde aferrarte cuando empiece la tempestad. Llega entonces, este último momento real en que sabes que todo se acabó para siempre… que ya no hay vuelta atrás.
Las obsesiones y delirios habían sido el tema elegido para mi tesis de fin de carrera, y mi tutor me había conseguido una beca de residencia en el prestigioso Hospital psiquiátrico Saint Jules. Estaba emocionada. Era el lugar perfecto y el Doctor Jenkins toda una celebridad. Me acogieron desde el primer momento con una inusual predisposición y pronto me convertí en la pupila del afamado doctor. Me sentía muy honrada y empecé mi trabajo con ilusión. Compaginaba mi horario laboral con la elaboración de la tesis que iba viento en popa gracias a la posibilidad de tener acceso a los archivos y biblioteca del hospital. Le solía dedicar la noche, pues me habían eximido de las guardias en pro de tan ardua labor, y era cuando disfrutaba de mayor tranquilidad.
Poco tiempo después de empezar mis incursiones en los inabarcables archivos de aquel antiguo psiquiátrico que se remontaba al siglo XIX. Empecé a encontrar documentos inquietantes de prácticas ya en desuso pero que todavía se habían ido ejerciendo no mucho tiempo atrás. Cada vez me preocupaba más aquel asunto y lo acrecentaba el hecho de encontrar documentación engañosa y diagnósticos incoherentes, por lo que empecé a hacer preguntas que jamás debí formular. Las contestaciones evasivas y condescendientes hacia mi juventud e inexperiencia me motivaron más a seguir investigando, y pronto la amabilidad inicial se convirtió en un cierto recelo y en un saberme continuamente vigilada.
Una madrugada a la hora de laudes —sé que se trataba de esta hora porque oí el tañido de la campana de un monasterio cercano—. Me encontraba inmersa y totalmente abstraída en los libros y antiguos archivos que compartían mesa con una pizza a medias consumida. Era una noche especialmente tranquila, sólo se oía el murmullo apagado de algún paciente hablando entre sueños, y el revoloteo de una mosca que se empeñaba en hacerme compañía. Todos estaban descansando y a mí poco me faltaba para que el sueño también me venciera. De pronto, me sentí agobiada por aquel inusual y profundo silencio y, por lo extraño, seguramente mis oídos se aguzaron. Mi lugar de estudio se encontraba cerca del pasillo que conducía a la antigua ala del hospital actualmente clausurada, a la espera de remodelación. Precisamente de allí me llegaron unos sonidos amortiguados por la lejanía; rítmicos repiqueteos y algo que me pareció un grito o un lamento. El caso es que preocupada pensando que algún paciente pudiera haberse aventurado en aquella zona, decidí acercarme hasta allí. La pesada puerta cedió fácilmente y con cierto recelo me adentré en el pasillo. El fuerte olor a desinfectante fue lo primero que noté, pero bajo aquella asepsia, flotaban unos acres vestigios incalificables que alertaron mi fino olfato. El amplio corredor parecía oscilar bajo el trémulo titileo de las luces fluorescentes. Mis pisadas en el suelo desgastado, reverberaban en aquel espacio que empezaba a antojárseme fantasmal, mezclándose con el monótono goteo de algún grifo mal cerrado. Algunas cucarachas alertadas por mi presencia, corrieron por los rincones y algunas se aventuraron a trepar por las patas de algún mueble oxidado y abandonado a su destino. En las paredes, el moho y los desconchones se repartían el espacio junto con alguna mancha de dudosa procedencia, que no quise investigar más de cerca por miedo a confirmar mi sospecha.
Tras las puertas que flanqueaban los muros de aquel pasaje a la locura, oí risas grotescas, lamentos inconsolables y monólogos dementes que me helaron el corazón. Abrí una puerta… y fue la puerta que me llevó directamente y sin escalas al infierno. Allí, en una cama vestida por la herrumbre y sobre sabanas manchadas de quién sabe que inmundicias, me miraban unos ojos desde el abismo más oscuro de la demencia; un cuerpo retorcido y maltratado, con la baba de la incoherencia deslizándose por las comisuras de su boca. Y a la luz temblorosa que balanceaba sombras en las paredes de aquel habitáculo inmundo, reconocí a aquel paciente que debido a una milagrosa mejoría, le habían dado el alta — según me habían dicho, hacia solo una semana—. El espanto en forma de grito pugnaba por salir de mi garganta, pero se ahogaba en los espasmos de mi respiración acelerada. Corrí sin saber a donde iba, abrí todas las puertas y tras cada una de ellas un horror diferente cobraba forma. Las lágrimas corrían por mis mejillas, me ahogaba en lamentos contenidos, tropecé mil veces y me arrastré por el suelo en mi afán por escapar de aquel desatino. Mientras, tras de mi, una horda demente clamaba salvación. Por fin llegué a las dobles puertas que según rezaba un rotulo descolorido se trataba del quirófano. Desde allí, me llegaban unas voces que me eran familiares y entre ellas distinguí a la del doctor Jenkins. Un halo de esperanza, una necesidad desesperada de respuestas me espoleó a entrar y me abalancé contra las puertas. En aquel lugar la luz era más potente y, bajo aquella blanca claridad, vi una imagen que para siempre se quedaría grabada en mi retina; sobre una desvencijada camilla yacía un hombre, si es que así se le podía llamar, al esperpéntico despojo que fuertemente atado con correas de cuero se debatía en el paroxismo de la angustia. No emitía sonido alguno, solo boqueaba en un esfuerzo estéril por gritar; sus ojos muy abiertos, desorbitados, miraban a un punto fijo reflejando todo el horror que debía sentir. Porque estaba ¡vivo! Vivo y despierto. A su cabeza afeitada se adherían varios electrodos, y un sonido agudo y escalofriante trepanaba su frente. A su alrededor, cinco pares de ojos crueles y despiadados me miraban sin atisbo de sorpresa, y también me pareció ver bajo las mascaras profilácticas una cáustica sonrisa. Me abandoné entonces en un sollozo y caí rendida comprendiendo mi fatalidad.
Alguien se acercó. Sentí cómo unos brazos levantaban mi acongojado cuerpo y como en un sueño, desde la lejanía, una voz suave y tranquilizadora me susurraba:
—Mi pequeña. Has estado trabajando demasiado, era solo cuestión de tiempo que cayeras en el agotamiento. Has sufrido un colapso, pero te pondrás bien. Ven, ven conmigo…
Realmente creí que había enfermado, además, el sopor que me invadía constantemente no me dejaba pensar con claridad. Me encontraba aletargada en un lugar impreciso, extrañamente vacío y con una luz mortecina que mecía las sombras. Llegué a pensar que nada de lo que había visto era verdad, qué todo era producto de mi fantasía y empecé a tener fe en mi curación.
Hasta hoy. Porque hoy por fin he visto la cara al medico que me trata y es el doctor Jenkins…
Desde hace unos días me siento peor. Se desvanecen mis recuerdos, navego en un mar de irrealidad y me hundo lentamente. Esta mañana amanecí con la cabeza vendada y siento un dolor palpitante en medio de la frente. Creo que tengo un vago conocimiento de lo que me está ocurriendo pero me encuentro sin fuerzas para luchar… todo se confunde. Me están robando la razón, me están llevando a un lugar desde el cual no hay retorno. Tal vez tienen razón, y estoy realmente loca.