El Demente del Norte

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Cada día, a las cinco en punto de la tarde, se sentaba en el único banco de aquella estación olvidada.

Sentado dejaba suceder atardeceres con la mirada perdida, pero siempre en dirección norte hacia el mismo horizonte donde el final de las férreas vías se encontraban con el cielo.

Desde aquel cuatro de julio, que grabado a fuego en su memoria le era imposible olvidar, había vuelto puntualmente con la promesa de un regreso que por más que ansiaba no comparecía.

Los pocos vecinos que subsistían en aquel pueblo, viejas glorias de tiempos mejores, intentaron infructuosamente extraerlo del infinito hastío en el que se encontraba.

No hubo ninguno de ellos que no deshiciera su camino de ida con las mismas palabras como respuesta:

"Gracias por preocuparte, pero hoy no puedo irme. Hoy no. Hoy regresa mi querida de Francia".

Todos los que intercambiaban palabra con él coincidían en afirmar sarcásticamente que de tanto mirar al norte lo había perdido.

Con el paso de los años, se convirtió en un elemento más de la decrépita estación en la que borraba horas al tiempo.

Sus ojos decayeron hasta encontrar posada en la vastedad de la soledad, su sonrisa se difuminó fruto de la eterna pesadumbre del recuerdo y su respiración disminuyó a monótonos suspiros sincronizados al compás de su resignación.

V. Una tormentosa tarde de invierno, el tren con destino Madrid efectuó su rutinaria parada con exactitud a la siete y veintisiete minutos. Por enésima vez, el Demente del Norte, como así habían acabado por apodarle, tuvo que soportar otra jornada sin que nadie descendiera precipitadamente a entregarse a sus brazos.

En el vigesimotercer compartimento del vagón quinto, viajaba una elegante señora de maneras afrancesadas.

Portaba ocho maletas de bagaje repletas de sedosos vestidos bordados a mano con las iniciales de su nombre y excesivamente pesadas a juzgar por el exhausto rostro del botones que por una ridícula propina debió disponerlas.

La afrancesada, de fácil náuseas, aprovechaba los escasos instantes en los que cesaba el mareante traqueteo de aquellas diabólicas ruedas metálicas para descorrer las cortinas y contemplar los bellos paisajes que se ocultaban tras ellas.

Misteriosamente en esta ocasión, la ventana salpicada de finas gotas de agua recorriéndola lentamente le devolvió un reflejo quebradizo de su imagen compuesto por sombras del pasado.

Mientras, atormentada seguía mirando fijamente a través del cristal; se le encogió el alma al presenciar la decadencia del lugar donde se vio obligada a renunciar al amor de su vida.

Allí solamente quedaban un vagabundo y unas ruinas que debían ser su único techo, uno medio derruido.

El tren que sin esperanzas llegó, lleno de melancolía se marchó y el singular mendigo que lo presenció no llegó a distinguir más que vagones y vagones repletos de necios burgueses dirigiéndose a su decadente capital.

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⏰ Última actualización: Nov 21, 2015 ⏰

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