Me siento avergonzada.
Avergonzada de odiarte. Sí, odiarte. ¿Cómo no voy a odiar al único motivo por el que sigo viva? Debería de haberme arrojado a los lánguidos brazos y voces sepulcrales del abismo de mi mente.
Muchos ojos me miran, pero los tuyos... esa incandescente llama de odio y rabia que procura un alma con la que yacer... no lo hacen. Tú no me miras... me mira la metáfora que yo creé en mi cabeza para representar tu esencia, tu indefinible cortina de humo. Ese velo que nos separa de la realidad del otro y que sólo se rompe en unos pocos segundos abrazados.
Sonó un beso. En aquel instante se apartaron, se miraron al corazón y se despidieron mientras se volvían a separar por sus propios pensamientos. Pensamientos... ¡Oh razón injusta que haces que los amantes se inmortalicen en piedra! Piedra cual sus sentidos. Hielo cual sus almas. Fuego.
Me siento avergonzada.