Prefacio

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Llovía. Llovía mucho. La tromba de agua caía con tanta rapidez y el viento soplaba con tanta fuerza que el temporal estaba arrasando con prácticamente todo lo que se encontraba a su paso. Las ramas de los árboles se agitaban incontrolables como si tuvieran vida propia y estuvieran huyendo del pánico más aterrador. Las más pequeñas terminaban desprendiéndose de sus árboles con un crujido casi doloroso. ¿Qué había provocado semejante tormenta? Aquellos truenos no eran normales. Los escasos animales que se habían atrevido a desafiar el temporal yacían en el suelo tiritando o ya moribundos o se movían con dificultad en busca de algún lugar que les sirviese de refugio.

Como los animales, Zehtel trataba desesperadamente de ponerse a cubierto, pero su caballo, Kine, debía de ser el único animal que pretendía suicidarse. Por más que tiraba de las riendas el equino parecía dispuesto a echar raíces.

—Vamos, chico, ¡vamos!

Estaba tan oscuro que ni la luna tenía poder alguno esa noche. Lo poco que Zehtel podía orientarse se lo debía a los continuos relámpagos que azotaban el cielo. Tenía heridas en las manos del roce de las riendas. Kine también. Zehtel se aventuró a acerarse a los cuartos traseros del animal para azotarle e incitarle a que se moviera, pero no dio resultado. De hecho, el animal relinchó gravemente y reculó con rapidez.

—¡¿Pero se puede saber qué te pasa?!

Zehtel sabía que un simple caballo era propenso a asustarse de sus propios relinchos, pero aquella situación se le escapaba de las manos. Estaba asustado, pero no se movía, al menos no hacia adelante. Volvió a enfrentarse al caballo y lo observó todo lo bien que pudo. Un trueno ensordecedor se fundió junto a otro sonido que no pertenecía a la tempestad. Ese sonido estaba vivo. Eran aullidos. Lobos. Y estaban muy cerca.

Zehtel tiró de las riendas por enésima vez. Nada. Por suerte o por desgracia, el destello de un trueno le reveló la razón por la cual Kine no se movía, o más bien, no podía moverse: se había cortado una de sus patas traseras con las rocas afiladas y no paraba de sangrar. El olor a sangre fue lo que debía haber atraído a los lobos.

El viajero se preguntó porqué tuvo que elegir aquel camino. No tenía poder alguno sobre los elementos, pero sí podía tenerlo sobre su propia suerte si conocía las consecuencias inevitables de ciertas acciones y decisiones. Sabía que aquella zona boscosa acogía lobos, insectos y plantas venenosos y que tendía a ser traicionero en cuanto al desprendimiento de rocas y ramas, pero cruzarla le ahorraba dos días de camino y las ganas de volver a casa habían vencido a la cautela. De alguna forma, cuando los lobos comenzaron a acercarse y Kine se encabritó con dificultad, supo que jamás volvería a ver su hogar.

Sin embargo, los lobos no se abalanzaron sobre ellos como Zehtel esperaba. No pensó que algo peor pudiera llegar a suceder. Cuando se estaban preparando para atacar, un rugido ensordecedor secundado por una gran bola de fuego desataron el pánico en los alrededores. La bola de fuego —cada vez más grande a medida que se acercaba— se estrelló contra el muro de roca bajo el que se encontraban Zhetel y los lobos. Impactó con tanta fuerza que decenas de fragmentos ígneos se desprendieron con sorprendente facilidad. Deslumbrados y atónitos, ni él ni los lobos pudieron reaccionar a tiempo. Cuando quisieron darse cuenta una nueva lluvia, ésta de roca ardiente, cayó sobre ellos sin piedad. La que cayó justo delante de Zehtel le rasgó el brazo y lo tiró al suelo. Se cubrió la cabeza por instinto hasta que las rocas dejaron de caer. Sufrió más de un golpe por todo el cuerpo. Los lobos heridos chillaron hasta que murieron, los demás, se dispersaron a toda velocidad en direcciones aleatorias. Kine también había echado a correr. Zehtel lo siguió con la mirada y a pesar del calor se le heló la sangre. Parte de la estela de la bola de fuego había caído en el bosque y en cuestión de segundos se propagó un gran incendio. Kine estaba tan asustado que galopó desbocado hacia las llamas, que lo engulleron de un golpe.

Durante unos eternos segundos los ojos de Zehtel lo vieron suceder todo a una velocidad muy lenta. Las llamas devorando los árboles y su montura, las rocas llameando, la lluvia que seguía cayendo imparable, el cielo oscuro... y las iridiscentes siluetas que lo sobrevolaron entre rugidos y más fuego. Fue uno de esos rugidos el que lo trajo de vuelta a la realidad. Dragones. Los dragones tendían a ser temperamentales por naturaleza, pero pocas veces se había visto algo así: parecían estar peleando, es más, parecían estar buscándose para matarse. Zehtel, y todos, sabía que los dragones eran pura magia, la representación perfecta de la magia hecha vida, y quizá fue lo insólito de su comportamiento lo que desató la tormenta. O quizá su comportamiento era debido a ésta.

Zehtel se arrastró con dificultad tan pronto como sus extremidades respondieron. Sobre él, la batalla continuaba. Los rugidos eran la melodía con la que las llamas danzaban. Intentó levantarse, pero tropezó y cayó sobre una roca ardiente. Se apartó deprisa, mas el fuego de dragón era diferente al fuego de una hoguera. Era más brillante, de colores más nítidos, más caliente, más intenso, más... más vivo. La quemadura fue inmediata, y cómo dolía. Le cubrió gran parte del pecho. Se colocó boca arriba. Le costaba respirar. Allá, en el cielo, los dragones iban y venían sin reparar en el daño que estaban causando. Zehtel los miró, hermosos a pesar de su destructividad, y los observó mientras sus últimos pensamientos se los dedicaba a su mujer.

«Perdóname...»

Cerró los ojos y se echó a llorar. Poco después, desde el cielo, una llamarada cayó justo sobre él y le arrebató la vida para siempre.




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