I
La Montaña de las Fauces era enigmáticamente conocida. Su peculiar aspecto en forma de hocico y fauces de dragón —de ahí su nombre— único en el mundo conocido, su imponente tamaño, su extraño ecosistema propio —plantas, animales y criaturas imposibles de ver en otros lugares—, las historias que se contaban entorno a ella y la imaginación de cada uno la habían convertido casi desde el albor de los tiempos en un lugar tan respetado como temido.
Se rumoreaban muchas cosas acerca de la Montaña. Se decía que su aspecto era debido a que en su día, muchos años atrás, un dragón malvado fue castigado por su comportamiento por los magos más sabios a convertirse en piedra sin abandonar su consciencia —de ahí el extraño clima cálido de tan aparentemente frío y oscuro lugar—. Otros afirmaban que era una montaña más y que su forma se debía sencillamente al paso del tiempo y los cambios naturales como los terremotos y las grandes tormentas. También se rumoreaba, esto entre los jóvenes más temerarios e intrépidos, que en su interior se encontraba un tesoro protegido con magia ancestral, y que si se lograba llegar al corazón de la Montaña el hechizo se rompería y el tesoro pasaría a ser únicamente de quien lo encontrase. Asimismo, que la Montaña tenía vida propia. Que ella regulaba la temperatura, las lluvias, las sequías, que ella creaba árboles y riachuelos y que ella provocaba incendios y arrancaba la vegetación de raíz a su antojo.
Si bien era cierto que la población tenía en el misterio que envolvía a la Montaña sus motivos para tan estrafalarias leyendas, lo cierto era que, como toda leyenda, éstas tenían una parte de verdad. No eran pocos los que habían intentado dar con el tesoro, se habían adentrado y jamás habían regresado. Alguna que otra vez había nevado y la Montaña había permanecido libre de cualquier tipo de frío. Tampoco era usual descubrir nubes oscuras descargando fuertes lluvias sobre la misma cuando fuera de sus fronteras brillaba un sol impoluto. También, aunque esto era más difícil de ver con ojos propios, algunas noches, mientras todo estaba oscuro, podía verse cómo una neblina ambarina rodeaba la Montaña en espiral desde la cima hasta donde los árboles y las rocas más altos permitían la visión.
Incluso los había que sostenían que la Montaña hablaba. Aunque bueno, lo más probable es que esto lo pensara, y en el más riguroso silencio, solamente Marov, un niño de la aldea al que le fascinaba observar la Montaña desde su habitación cada vez que podía. Debía hacerlo en silencio porque a su madre no le gustaba la Montaña. No quería que hablara de ella. Le daba miedo, decía, mientras Marov se preguntaba por qué habría de tenerle miedo a algo tan asombroso como una montaña parlante. ¿Que cómo hablaba la Montaña según Marov? Mediante destellos. El jovencito creía a pies juntillas que los destellos dorados que provenían de la Montaña eran su forma de intentar decir algo. Nunca se le había ocurrido que, tal vez, esos destellos no eran más que los rayos del sol reflejados en la superficie pétrea ayudados por el viento y las nubes, no señor. Para él la Montaña de las Fauces hablaba y punto.
—¡Marov, a comer! —llamó su madre desde el piso de abajo.
—¡Ya voooy! —respondió él en una especie de cancioncilla.
Marov, que por aquel entonces tenía siete años, era un muchachito de complexión algo rechoncha, piel (ligeramente) bronceada, cabello color madera, ojos verdes, rostro redondo y pecoso, parlanchín, inteligente, ocurrente y osado —por no decir suicida—. Solía moverse despacio y a su ritmo excepto cuando las circunstancias le compelían lo contrario.
Cuando asomó por la cocina su madre estaba removiendo el estofado.
—Huele a cebolla.
—Porque lleva cebolla.
—Sabes que no me gusta la cebolla.
—Tienes que comer de todo, lo sabes. La he cortado muy finita para que no la notes.
—Pero no me gusta la cebolla. No me gusta su sabor.
—Marov, vamos a comer estofado te guste o no. Anda, ayúdame a poner la mesa.
Marov refunfuñó algo inentendible.
—¿Qué has dicho? —preguntó su madre.
—Nada, que ya voy.
En la casa solamente vivían ellos dos y el mobiliario estaba adaptado a ello. En el centro de la cocina había una mesa de madera con dos sillas. En el cajón de los cubiertos había dos cucharas, dos tenedores y un cuchillo. En el armario había platos, vasos y cosas de mamá que él no sabía para qué eran —excepto los palos largos con los que su madre atravesaba los trozos grandes de carne para asarlos—. Luego, repartidos por la cocina y la casa, había algunos cubiertos, vasos y taburetes más —para las visitas, según su madre, aunque lo cierto era que no recibían muchas—, todos de madera.
El padre de Marov murió cuando él no era más que un bebé. Era artesano y de vez en cuando debía moverse a otras aldeas para comerciar. En uno de sus viajes, ya nunca más volvió. Fue de él de quien heredó sus rasgos, pues su madre, Efía, y él poco tenían que ver. El contraste era destacable. Efía era alta y de figura esbelta, su cabello parecía plateado de tan rubio que era, su piel era blanca como la leche y sus ojos a caballo entre azules y grises. Sin embargo, Marov y Efía sí compartían algo: la forma de sus ojos. Abiertos, despiertos, curiosos y penetrantes. Para ellos era perfectamente aplicable el dicho aquel de «si las miradas matasen».
—Ya está, mami.
Efía, que seguía removiendo, volvió la cabeza y su cabello bailó como una cortina de humo.
—¿Tenemos visita?
—No sé, creo que no.
—¿Entonces por qué has puesto tres vasos?
Marov miró su trabajo. Era verdad, había tres vasos y ellos eran sólo dos. Se llevó una mano a la frente con fuerza.
—Hala, qué tonto.
—Venga, hazlo bien, ya sabes cómo.
—Sí.
Esta vez Marov retiró el vaso que sobraba, pero como era más interesante pensar en la Montaña que en lo que su madre le decía, también se llevó una de las cucharas.
—Ya está.
—Pero bueno, ¿y la otra cuchara?
Marov, entre la cebolla en el estofado y lo mandona que era su madre, empezaba a enfadarse.
—Ya está.
Pero como había estado mirando enfurruñado la nuca de su madre en lugar de los cubiertos, lo que llevó a la mesa esa vez fue el tenedor. Efía volvió la cabeza nuevamente y detuvo el movimiento del brazo en seco. Rodó los ojos, escorzó el torso colocó los brazos en jarra mientras suspiró.
—¿Pero cómo puedes estar tan alelado?
Marov guardó silencio y no se movió. Aquello no le había gustado. Él siempre hacía lo que su madre le decía con la mejor intención y dando lo mejor de sí. Entre la cebolla, lo mandona que era y ahora aquello se había enfadado.
—Es hereditario.
Los ojos de Efía se abrieron como los platos que había sobre la mesa.
—¡Pero bueno!
Los siguientes acontecimientos podrían resumirse en un lanzamiento profesional de cuchara grande de madera que falló porque la diana había echado a correr justo después de soltar semejante perla. La cuchara chocó contra el marco de la puerta y cayó al suelo dejando un rastro de salpicaduras a su paso. Cuando Efía alcanzó la puerta Marov ya había dejado atrás la casa y el parterre.
—¡Cuando vuelvas te vas a enterar!
Marov la escuchó, pero teniendo en cuenta que no pensaba volver en un buen rato, cuando lo hiciera seguro que se le habría pasado. Angelito.
Al menos se había librado de lacebolla.
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Bhrön
FantasyMarov es un jovencito que sueña con llegar a ser un gran mago. Las historias que lee, las aventuras que le cuentan y el gran misterio que envuelve su propia vida le harán iniciar su viaje. Pronto se dará cuenta de que en La Torre no todo es tan mara...