Ni una palabra

337 3 0
                                    

Juan del Rosario era blanco, tenía el pelo castaño lacio cor-tito, y una boca carnosa, perfecta.

Nariz grande pero armoniosa con el resto de su cara, cejas tupidas y rectas, y ojos algo rasgados, como almendrados. Como en una estatua, era perfecto, no había nada para sacarle, nada para agregarle. "Si me dejas bajar un piso a encontrarme con alguien, podes pedirme cualquier cosa".

"¿Algo como qué?". "Algo como lo que se te ocurra", estas últimas palabras bien acentuadas.

Me sonrió, miró para la escalera, miró al otro lado del pasillo y después me devolvió el aire cuando dijo: "dale, te apuras". Hice dos o tres pasos y volví para mirarlo y preguntarle si quería acompañarme.

Fue uno de los mejores paseos que di en mucho tiempo, aunque tuve que desviarme y hacer como que en realidad no encontré lo que estaba buscando. Lo único que quería era salir de mi habitación, y ahora que sabía que Rosario había cambiado de horario, por la razón que fuese, tenía mayores expectativas. Para ser un enfermero era demasiado sexy, sexy.

Rosario se fumó un cigarrillo y me convidó un poco. Después intentando no hacer demasiado ruido nos volvimos al piso donde estaba mi habitación. Me ordenó que me fuera a dormir y eso hice. Me gusta que me ordenen, ¿les dije? Me quedé en la cama, boca arriba mirando el techo. En esta habitación no había estrellas como en mi cuarto, pero allá tampoco había enfermeros buena onda. La existencia de Rosario un poco compensaba la soledad que sentía. Me quedé mirando el techo, imaginando estrellas y pensando en él. Hice un paseo virtual, imaginario, a los lugares donde habíamos ido:

primero al segundo piso, después al jardín a fumar ese cigarrillo, después en puntas de pie y a escondidas, de vuelta a mi habitación. Seguí la escena de la despedida, esa donde me ordenaba que volviera a mi habitación. En mi cabeza después de ordenármelo se metía conmigo en el cuarto y me hacía el amor ahí parados los dos, contra una pared. Me quedé dormida. Las pastillas.

Cuando me levanté a la mañana, lo primero que hice fue abrir la puerta para ver si estaba Rosario, pero no, ya habían cambiado de guardia. Su turno terminaba a las seis de la mañana y era más tarde que eso. Ese mismo día después de comer tuvimos clase de Cerámica, y logré hacer un corazón. Cuando los terminábamos los metíamos en el horno. Había cosas bastante extrañas, algunos habían hecho armas de cerámica, otros bichos espantosos, un tipo hizo una soga, algunos solo habían conseguido hacer una masa amorfa; de todos esos mi corazón era el mejor.

Esa misma tarde, después de cerámica nos juntamos en el salón común a charlar y a jugar al póquer. Los enfermeros nos daban unas fichitas y simulábamos que eran plata. Cuando terminaba el partido, podías i r a una especie de kiosco donde cambiabas las fichas por caramelos. Estábamos en el medio de una partida muy interesante donde yo claramente estaba ganando, cuando unos gritos me distrajeron. Miré para atrás, todavía sentada, y temblé. Un chico se descompensó en la sala común mientras veía televisión. Largaba de la boca una especie de espuma amarilla, no se entendía bien porque se veía borroso, como en una peli.

Después supe que al verlo me desmayé, me dio muchísima impresión. Esa tarde decidí algo: no quería pasar el resto de mi vida en ese neuropsiquiátrico. Podía terminar convulsionando, abrazando un papel higiénico, largando espuma, o adorando un oso de peluche verde.

Me quiero curar, le dije al Dr. Lobenstein cuando estuvimos en sesión. "No quiero estar mal: no es que sienta que estoy enferma. Lo único que me tiene mal en la vida es que no puedo parar de pensar en Picasso. Y yo estoy segura de que si vos me dejaras verlo, todo seria mucho mejor. Yo estaría bien, no pensaría en matarme". Me corregí cuando vi que arqueaba las cejas y agregué: "no es que ahora mismo quiera matarme... ni siquiera en un futuro cercano... ni lejano". "El tema es que me quiero curar de Picasso. Es mi adicción, es mi droga. Como hay gente que necesita de litio, prozac, o keta-mina, yo necesito mi Picasso. Supongo que no es tan malo como las otras drogas, ¿no?". Y me respondió que era la peor droga, porque pensaba por si misma y tenía patitas.

ChubascoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora