La noche no acaba nunca. Me acuesto sobre las once, pero no logro descansar, pues me abruma una amalgama de sueños inquietantes. En uno, estoy en el asiento trasero de una limusina y Jung está a mi lado..., pero es un fantasma y solo puedo verle la silueta. « ¿Te he matado yo?», le pregunto mientras la limusina da volantuzos a izquierda y derecha. Se limita a sonreír con sus labios transparentes. «Hay tantas cosas a las que tener miedo en este mundo», dice riéndose. Pero no es una risa. Es la voz de mi hermana. Me entra un ataque de pánico, trato de salir, me deslizo a toda prisa hasta el otro extremo de la limusina e intento abrir las puertas, pero están cerradas. «Tonta», me susurra la voz de ella al oído, aunque Jung no se ha movido. «No tienes miedo de mí. ¡Eso sería como tener miedo de ti misma!». «No me parezco a ti en nada», le digo a ella, a Jung, a quien sea que me escuche. « ¿De verdad?», dice la voz burlona. «Eso díselo a la señorita Park».
Todos los sueños son de ese estilo: pesadillas, fantasmas y enfrentamientos con adversarios invisibles. Me despierto varias veces, enredada entre las sábanas como si hubiera estado pegándome con la cama. Hasta bien pasadas las dos, mi mente no logra huir de esas imágenes alarmantes; entonces sí cojo el sueño. Un sueño profundo. La siguiente vez que me despierto es al oír música clásica. Mi despertador, claro. Me resulta más fácil comenzar el día con las lentas modulaciones de una sonata que con el grito inesperado de una guitarra eléctrica. Mantengo los ojos cerrados y me dejo llevar por la música. Es una pieza barroca del siglo XVII del maestro Tomonaso Albinoni, uno de mis favoritos. El sonido es grave y seductor, tan imponente que al escucharlo te parece estar cometiendo un pecado. Noto el roce de la camisa de Jiyeon en mi piel y, sin separar los labios, murmullo un gemido de placer. Cojo aire por la nariz...Y huele a café. Despacio, casi temerosa, abro los ojos. En la mesita de noche, junto al despertador, hay una taza de café humeante. Y hay otra sobre la butaca gris carbón de mi dormitorio, entre las manos de Park Jiyeon. No me muevo, no me incorporo, no pronuncio palabra. Pienso en los sueños y pesadillas que he tenido hace apenas unas horas, pero esto no parece un sueño, aunque, claro, tampoco tiene sentido que esté aquí, tomando café en una de mis tazas de cerámica.— ¿Sabes que es veneciano? —comenta señalando a mi radio despertador.
— ¿Disculpa?
—Albinoni. Era de Venecia. Resulta muy apropiado teniendo en cuenta dónde nos conocimos. Me tapo con las sábanas hasta la barbilla.
— ¿Cómo has entrado?—Como recordarás, las cerraduras no se me resisten.
—Tengo una alarma de seguridad. —Lo sé. La fabricó mi empresa. —Jiyeon, no puedes...— ¿Recuerdas que me dijiste que podía venir a verte en unos días? Han pasado unos días. Dirijo la mirada al reloj. —Es cierto —admito—. Y también son las siete y cuarto de la mañana.
Suspira y bebe un trago de café. — ¿Sabes cuánto me ha costado alejarme de ti este fin de semana? Y más sabiendo que todavía tiene la llave de esta casa; sabiendo que podía entrar y vengarse en cualquier momento. La música se ha teñido de añoranza. Su melodía me mantiene calmada.
—Jung no es ningún psicótico. Es un hombre al que le han hecho daño. Me devolvió parte del dolor que le causé y ahora está pasando página.
Examina el café; inclina la taza como haría un sumiller en busca de pistas que le revelen la edad y textura de una copa de vino.
—Forzarte a ponerte ese vestido —responde—, exponerte ante Soyeon como si fueras un juguete o una prostituta..., puede que no sea un psicótico, pero esos actos revelan sin duda... una sensibilidad demoníaca. —Levanta la mirada de la taza y clava sus ojos en los míos.
— Crees que sabes de lo que es capaz, pero no es así. — Gruño desviando la mirada al techo abuhardillado de color crema. Es demasiado temprano para pensar con claridad, pero, en cualquier caso, forzar la cerradura de mi casa para advertirme de lo que Jung podría ser capaz de hacer resulta irónico.