Elena (Parte I-F)

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Clover se movió rápidamente desde donde se encontraba, alzando el hacha y apoyándola en su hombro.

Tres zancadas bastaron para posicionarlo lo suficientemente cerca de Elena y asestarle un fuerte golpe con el mango de madera de su arma en la quijada.

Elena retrocedió por inercia al golpe y sintió como el dolor era inyectado en cada terminación nerviosa de su rostro. Sintió un sabor metálico en su boca que reconoció rápidamente como sangre y por unos momentos la vista se le tornó borrosa.

Solo bastaron micras de segundo para que su cerebro procesara la situación. Ahí estaba Clover, con una hacha, haciéndole daño y a punto de acabar con ella. No era un simple juego. No era su imaginación. Esto era real. Clover iba a matarla.

Elena cayó al suelo dándose un fuerte golpe en la espalda y cuello. La cabeza le daba vueltas e intentaba asimilar todo a una velocidad de vértigo. Rápidamente recobró el aplomo y la decisión de salir de ahí no tardó en transformarse en una orden para su cuerpo. Sus ojos enfocaron a Clover que volvía a alzar el hacha en el aire, listo para dejarla caer con todas sus fuerzas sobre ella y matarla de un solo tajo, pero el miedo de Elena fue un motor que impulsó a sus extremidades a sacarla de ahí y alejarla del peligro.

Elena rodó sobre su espalda y esquivó el impacto del hacha que se estrelló sobre una raíz, en donde se incrustó profundamente haciéndole un enorme y peligroso corte.

Eso había estado cerca.

Elena se puso de pie rápidamente y sin mirar a Clover comenzó a correr hacia las profundidades del bosque. El dolor que la asediaba era insoportable, pero los deseos de alejarse de su agresor le daban las fuerzas que se escapaban a la misma velocidad con la que se reponían.

Elena pudo escuchar cómo Clover gritaba su nombre. Como forcejeaba para sacar el hacha de la raíz del árbol y como soltaba esa risa tan demencial que lograba estremecerla.

—Corre, pequeña, corre—Clover vomitaba sus palabras con un tono escalofriante—. Ve y escóndete, que te encontraré y te mataré.

Está loco, pensaba Elena. Este chico realmente es un demente.

Los pensamientos se precipitaban en su cabeza y se estrellaban contra su razonamiento. ¿Cómo no pudo verlo antes? ¿Cómo había sido tan tonta e ingenua? Pero claro que había notado algo extraño en todo ese asunto del juego de las escondidas. Era demasiado bueno para ser cierto. Demasiado inocente para ser malo. Demasiado inteligente—pensó—, como para que alguien tan estúpida cayera.

Las ramas y las hojas secas crujían bajo sus pies a medida que se alejaba bosque adentro. No sabía hacia donde se dirigía, no sabía qué haría, pero de algo estaba segura: tenía que salir de ahí lo antes posible o Clover iba a acabar con ella.

Así Elena, avanzó y avanzó por el bosque, ayudada por las gafas de visión nocturna, hasta que ya no pudo más. Hasta que sus pulmones ardieron. Hasta que sus piernas dolieron. Hasta que el cansancio la doblegó.

Diez minutos de estar corriendo en ese bosque de terreno sinuoso la habían fatigado lo suficiente y tuvo que detenerse a tomar un poco de aire. Le temblaban las rodillas. Le dolía demasiado el rostro y el corazón le palpitaba en las manos.

Se sentó tras una roca enorme que le guardaba las espaldas y se dio tiempo para ordenar sus caóticos pensamientos. El sabor metálico de la boca se asentó en sus papilas gustativas y parecía que iba a quedarse ahí por un buen rato. Respiró hondo y su respiración se normalizó. Y una vez sus piernas dejaron de temblar... se echó a llorar.

En silencio.

Entre sollozos ahogados.

Entre gritos reprimidos.

¿Qué demonios es esto?

Elena no sabía qué pensar. No sabía cómo asimilarlo. Y las lágrimas que caían por su rostro solo reflejaban el miedo que sentía en su interior, empapando sus gafas y empañándolas. Su cuerpo comenzó a estremecerse en contracciones cargadas de terror, paralizando su raciocinio y diciéndole que iba a morir. Solo podía pensar en el chico alzando el hacha y descargándola contra ella.

¿Por qué lo hacía?

¿Por qué a ella?

Y estas preguntas solo lograban hacerla sentir peor porque no sabía cómo responderlas ni tampoco si podría luego. Pensaba en que en cualquier momento él aparecería de algún lado y sería su fin. No volvería a ver la luz del día, ni tampoco ninguna otra noche.

Y como si ya su cansado cuerpo no tuviese suficiente, las arcadas no tardaron en aparecer, hasta que vomitó sin siquiera poder impedirlo.

Hace mucho frío—sollozó Elena—... demasiado frío.


Dopamina (Una historia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora