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A la mañana siguiente, Alicia se despertó en su cama.
El sonido de la alarma que taladraba sus oídos todas las mañanas la hizo despertar. Con esperanza de que aún no fuera la hora, Alicia detuvo el despertador y miró la pantalla de su móvil. Las ocho en punto.
- Cinco minutitos más y estaré como una rosa. - pensó, y volvió a entornar sus ojos enrollándose entre sus sabanas con estampado rallado.
- ¡Alicia, despierta! ¡Te has dormido! - gritó una voz con un sonido aún más taladrador que el del despertador.
- Joder, mamá. - dijo Alicia. - Sólo estaba echándome 5 minutos más.
Alicia cogió su móvil para comprobar la hora. Mientras tanto, su madre salió de la habitación con prisas, gritando algo que no logró entender. Las ocho y media. Llegaba tarde a las clases.

Dio un brinco para levantarse de su cama y, sofocada, se dispuso a hacer el ritual de todas las mañanas, arreglarse; o mejor dicho, ponerse decente para un nuevo día de clases aburridas. Con la diferencia de que esta vez tenía que hacerlo a una velocidad de vértigo.

Desayunando a la vez que lavaba sus dientes, y peinándose a la par que poniéndose la ropa, Alicia consiguió llegar a la parada del autobús justo a tiempo para cogerlo, o eso creía. Observó cómo el autobús estaba abarrotado tras coger a la multitud de personas que montaban en su parada. Y lo que es peor, observó cómo aquel conductor de melena enmarañada, delgaducho y con barba de tres días, bajaba la mirada y arrancaba el auto dejándola allí plantada.
Esos autobuses interurbanos, viejos, feos y de un rojo descolorido, hacían su recorrido cada treinta minutos, pero era la única forma de salir de aquel pueblo en medio de la montaña en el que vivía; luego Alicia no tuvo otra opción que esperar al siguiente autobús. Vestida con su abrigo marrón, que apenas disimulaba el frío, y unos guantes regalo de su abuela hace 5 años, que además de quedarle cortos, estaban repletos de agujeros, Alicia aguardaba a un nuevo conductor, a ser posible, un poco más amable.

Al llegar a su facultad, Alicia salió pitando hacia su clase, subiendo las escaleras tan rápido como podía, ya que aquel trasto viejo al que llamaban ascensor, solía ir más lento que yendo a pata.
Sólo bastaba con recordar aquel día en el que un compañero de clase de Alicia, un tal Samuel, se lesionó el fémur jugando al fútbol. Samuel era el típico niño mimado por sus padres, aquel chico repelente que se cree el centro del mundo y es súper deportista, tanto, que durante el mes que tuvo la escayola, subió a pie por las escaleras a pesar de haber un ascensor. Uno de esos días le encontró en la entrada, el subió por las escaleras, Alicia por el ascensor, y al llegar a clase, él ya estaba sentado y haciendo que tomaba apuntes.
- Indignante. - Pensó Alicia.

Cuando llegó al pasillo de luz tenue y amarillenta, Alicia llamó a la puerta del aula. Al no obtener respuesta del interior, giró el pomo de aquella puerta macilenta y asomó su cabeza, dejando ver únicamente su gran melena rubia y parte de su perfil izquierdo.
- Perdone, señor Gutiérr... - intentó disculparse Alicia.
- Lo siento señorita, - interrumpió el señor Gutiérrez. - las normas son las normas, espere fuera a la siguiente hora de clases.
Ahora sí, Alicia, sin ganas ni prisas por llegar a algún lado, tomó el ascensor. Una vez dentro se dio cuenta de la mala calidad de éste. Tenía claro que aquella antigualla no estaba en buenas condiciones. Sin embargo, un día como este, Alicia se dio cuenta de algo más acerca de aquel ascensor. Su luz era tenue, incluso más que la del propio pasillo en el que éste se encontraba. Sus botones, desgastados por el tiempo y las huellas de cientos de personas que pasaban por allí todos los días. Tan siquiera existía ya el botón de alarma, ahora consistía en unos cuantos cables saliendo de un agujero en la pared del ascensor, seguramente, inútiles como el engreído de Samuel fueran los responsables de aquel estropicio.

Con K de KarmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora