Capitulo 2

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A pesar de que en los días anteriores la temperatura había sido bastante alta para las fechas en las que nos encontrábamos, el domingo por la mañana, contrario a esto que acabo de decir, amaneció de forma bien distinta. Aquel era un día frío y muy húmedo. Pasé la mayor parte de la mañana durmiendo, hasta que a las doce y cuarto, sonó el teléfono por tercera vez. En esta ocasión, molesto por el ruido, y en vista de que el sueño ya no era muy profundo, me levanté y descolgué el mismo. Se trataba de un amigo llamado Rubén, con el que había quedado para hacer un trabajo de estadística. Después de levantarme fui a su casa, pedimos un par de pizzas, y no salí hasta poco después de las cuatro.
Eran las cuatro y cuarto de la tarde, me había entretenido mas de la cuenta en casa de Rubén. Algo que no me sorprendió, pues teníamos que hacer la recopilación de cien encuestas, sacar los promedios respectivos, y procurar dar comentarios de conclusión lógicos, pues de ese trabajo dependía buena parte de la nota de estadística.
No obstante, cuando salí de casa de Rubén, andaba un poco acelerado, porque sabía que a Alberto no le gustaba lo más mínimo que le hicieran esperar. Llegué hasta los Algeps, donde me dirigí hasta una cafetería que se llamaba Anaí, lugar donde siempre quedábamos para hacer negocios "Sacarino y yo". Al entrar pude ver claramente a Alberto al fondo, en una mesa, sentado él solo, y mirándome con cara de no muy buenos amigos, mientras daba un trago de una coronita que se hallaba encima de la mesa. Me acerqué hasta donde estaba él, e intenté quedar lo mejor posible.
- ¡Eh Alberto! ¿Qué pasa? ¿Cómo estás? – Pronuncié con una sonrisa más ancha que toda mi cara.
- No tiene ni pizca de gracia. – Contestó áspero.
- No te enfades hombre, solo han sido veinte minutos. Ten en cuenta que la gente como yo tenemos muchas cosas que hacer. – Alegué nuevamente, procurando continuar con un tono bromista.
- Eso es, encima solo me faltaba que dijeras eso, como si yo no tuviera otra cosa que hacer que estar esperándote en esta cafetería. – Volvió a hablar, aunque esta vez con un timbre de voz no tan reacio como el anterior, haciendo una mirada despectiva al lugar, que por otro lado, no supe muy bien a que vino.
- Bueno, creo que ya me he disculpado lo suficiente. ¿Dónde está eso tan importante que me ibas a conseguir? – Pregunté intentando desviar los cauces de la conversación hasta otros puntos más interesantes.
- Ahora no te lo puedo enseñar. – Dijo Alberto, mirando hacia atrás, como si alguien pudiera estar espiándonos.
- ¿Pasa algo? ¿Te noto nervioso? Puedes hablar tranquilo, aquí no hay nadie que pueda estar escuchando lo que estamos hablando. – Afirmé, bastante seguro de lo que acababa de decir, riéndome levemente al concluir mis palabras.
- Aquí no puedo seguir hablando. – Dijo Alberto, ignorando mis palabras anteriores y levantándose de la mesa, al tiempo que cogía su chaqueta y comenzaba a dirigir sus pasos hasta la puerta.
- Pero, ¿qué dices? Primero estás molesto, y luego sin apenas decirme nada interesante tienes que marcharte. ¿Qué ocurre? ¿Me quieres tomar el pelo? 
Al decirle estas últimas palabras, se giró rápidamente sobre sí mismo y me miró a los ojos fijamente, como si en aquellos momentos estuviera decidiendo rápidamente la opción que debía elegir, sí hablar ó marcharse. Entonces, sin mediar palabra alguna, metió su mano derecha en el bolsillo de su chaqueta y sacó una hoja de papel. Pidió en la barra un bolígrafo, y durante unos segundos, escribió unas palabras en el mismo. Acto seguido miró su reloj Festina, que siempre me había gustado, y tras corroborar la hora que era, extendió la mano ofreciéndome lo que acababa de escribir. Sin darme tiempo para leer lo que decía la nota, dijo:
- Si te interesa lo que está escrito aquí, llámame hoy a las diez de la noche al móvil, sin falta. – Dijo dando especial énfasis a sus dos últimas palabras. –  Si decides llamarme, quiero que sepas que el trabajo puede ser complicado, pero te aseguro que merece la pena.
Y diciendo esto se marchó de la cafetería, viendo como iba desapareciendo de la vista a medida que se adentraba en la avenida de la Libertad. Sus últimas palabras, he de reconocer que consiguieron intimidarme, máxime teniendo en cuenta que provenían de una persona que siempre me metía en algún que otro lío. Sopesando estos argumentos en silencio, pensé por unos instantes que ni siquiera debía mirar el papel, puesto que sería la manera más segura de evitarme cualquier tipo de peligro.
Pagué los dos cafés que nos habíamos tomado, y con la nota escrita por Alberto en mis manos salí de la cafetería, comenzando a andar calle abajo, hasta la casa de mis abuelos a quienes decidí hacerles una visita.
Mi mirada fundida con la frialdad del día, se clavaba continuamente en el suelo, intentando dilucidar que es lo que debería hacer. En realidad, no sabía que era lo que llevaba entre manos Alberto, pero me extrañaba que por unos cómics, por muy antiguos o raros que estos fueran, hubiera gente dispuesta a pasar penurias y dificultades. Así las cosas, al llegar a un pequeño parque, me senté en uno de los bancos y abrí el papel que aun contenía  mi mano derecha. La nota que estaba expuesta allí no decía nada en especial, o por lo menos nada que a mí me dijera algo en un principio, puesto que en esta únicamente se leía:
"Tapiz de bayeux"
Teléfono móvil  630 45.34.75
Con las mismas, un poco confundido por lo que acababa de leer, metí el papel dentro del bolsillo de mi chaqueta y proseguí mi camino hacia la casa de mis abuelos.
Cuando estaba a punto de llegar a la puerta, miré la hora en una cabina y comprobé que eran las cinco menos cuarto. Decidí subir, y posteriormente, cuando regresara a mi casa, tratar de averiguar de qué se trataba la nota que minutos antes había leído.
Llegué a  casa sobre las ocho de la tarde. Lo primero que hice fue ir a comer algo puesto que estaba hambriento, no en vano, llevaba todo el día con una pizza mediana de jamón y bacon. Acto seguido, todavía con un par de magdalenas en la mano, fui hasta el salón y cogí el tomo de la enciclopedia que correspondía a la letra T, y comencé a buscar el nombre de "Tapiz de Bayeaux". Me acomodé en el sillón y leí lo que allí decía:
Tejido medieval que narra en escenas semejantes a dibujos los acontecimientos referentes a la invasión normanda de Inglaterra y a la conquista del país por Guillermo el Conquistador en la batalla de Hastings en el año 1.066. La última parte del tapiz, que posiblemente describiera la derrota de las fuerzas inglesas, se ha perdido. Las escenas están tejidas con hilos de lana de colores sobre un lienzo de lino de setenta metros de largo por cuarenta y nueve centímetros y medio de ancho. El tapiz muestra mil quinientas doce figuras en setenta y dos escenas. Las inscripciones en latín identifican a algunos de los personajes y se refieren a diversas partes de la acción. El borde está adornado con hojas, animales fantásticos y escenas de caza.
En cierto momento el tapiz se consideró obra de Matilde de Flandes, esposa de Guillermo el conquistador, pero es más probable que se tratara de un encargo del obispo Odo, obispo de Bayeaux (Normandía) y hermanastro de Guillermo, y que se pensara colgarlo en la catedral de Bayeaux. Parece que se realizó en Inglaterra a finales del siglo XI. El tapiz es muy valioso por su representación de la vestimenta, armas, tácticas bélicas y costumbres de los normandos antes de la conquista. Aporta más detalles de los acontecimientos representativos que la literatura de la época. También plasma la aparición en 1.066 del cometa Halley.
Actualmente el tapiz se encuentra en el Musée de la Tapisserie de la Reine Mathilde, en el antiguo Palacio del Obispo en Bayeaux (Francia) Se considera que esta obra es la primera muestra del arte en viñetas que posteriormente se conocería como cómic.
Cerré el tomo de la enciclopedia donde acababa de leer lo que era el tapiz de Bayeaux, mientras que empezaba a entender a qué se debía el interés de Alberto para hablar conmigo al respecto.
Aquella definición, sin embargo, no hacía mas que sembrar un mar de dudas en mi mente, pues en el caso supuesto de que Alberto hubiera conseguido algo de mi interés, no podía ser nada relacionado con el tapiz, puesto que este estaba ya en un museo a buen recaudo. Aunque por otro lado, de las palabras desprendidas en la cafetería esa misma tarde, podía darse el caso de... yo que sé. Dadas las circunstancias, pensé que lo mejor sería esperar paciente a que llegaran las diez de la noche y entonces llamarle por teléfono.
Aun era temprano, eran cerca de las ocho y media de la tarde, y la verdad, no me apetecía quedarme sentado en casa. Recordé que algunos de mi clase de ciencias habían quedado en una cafetería cercana a casa para tomar algo. No era una idea excesivamente buena, pero en vista de que no tenía nada mejor que hacer, me arreglé un poco y bajé hasta la cafetería.
Entré por una puerta cuyo centro de cristal se hallaba resquebrajado. Las luces tenues, aunque suficientes para poderse ver sin ningún tipo de problemas, me llevaron hasta una de las últimas mesas, donde sentados estaban cinco de mis compañeros, dos chicos y tres chicas, junto a tres o cuatro más que yo no conocía.
- ¡Hombre Daniel! Y eso, ¿tu por aquí? – Dijo un tal Jaume nada más verme.
- ¡Hola! ¿Qué pasa? ¿Cómo estáis? – Contesté yo al llegar, ignorando un poco el comentario anterior.
- Siéntate por aquí. – Dijo Nicol, una compañera que se sentaba a mi lado en clase de filosofía, y con la que me llevaba bastante bien.
- ¿Quieres tomar algo? – Preguntó Jaume, el mismo que había hablado en primera instancia.
- Todavía no, gracias. Esperaré a que llegue el camarero. – Contesté, mientras terminaba de acomodarme en mi sitio.
- Te presento a Nuria. – Dijo Nicol, señalando a una chica que no conocía y que estaba sentada justo enfrente de mí. – Va a ser compañera nuestra en clase de historia.
- ¡Hola! ¿Qué tal? – Habló esta, mientras amablemente me daba dos besos en la mejilla.
- Muy bien. Me alegró de conocerte. – Pronuncié yo, sintiéndome un poco ridículo por lo poco originales que me habían sonado mis propias palabras.
- Igualmente. – Dijo ella entonces. - ¿Tu también asistes a clases en la universidad? – Preguntó a continuación.
- Así es, o por lo menos eso intento. – Afirmé irónicamente, desviando levemente la mirada hacia un camarero que pasó a mi lado.
Allí quedó nuestra conversación por el momento, tras esbozar ella una preciosa y leve sonrisa. Ajenos a nuestras presentaciones, el resto de acompañantes de la mesa en la que estábamos sentados, discutían envueltos en una rueda de chismes, cuyas habladurías parecían ser las delicias de todos aquellos que escuchaban. A mi lo cierto, no me interesaban en demasía, aunque no negaré que algunos de los comentarios que realizaron me hicieron bastante gracia. Al poco tiempo de estar allí, apareció el camarero.
- ¿Falta algo por aquí? – Preguntó entre amable y cansado por tener que repetir siempre la misma pregunta.
- Me pone una Coca-cola, por favor. – Dije yo, sin que este, aparentemente se diera por enterado.
Instantes después, una vez que la sombra que anunciaba la presencia del camarero se había desvanecido, intenté escuchar de nuevo el hilo de la conversación que mantenían Roberto y Belén. Ahora sin embargo, estaban también introducidos en el mismo intercambio de palabras que todo el grupo mantenía, motivo este por el que no tuve más remedio que resignarme en involucrarme yo también en la conversación.
Para cuando me quise dar cuenta, el tiempo había pasado con rapidez y eran cerca de las diez de la noche. Puesto que ya no me daba tiempo a ir a mi casa, y allí llamar a Alberto, pensé hacerlo en el teléfono de la cafetería donde me hallaba. Cuando fui a hacerlo, cual fue mi sorpresa al comprobar desalentado, que la hoja de papel donde figuraba el teléfono de Alberto no estaba en la chaqueta que llevaba. Supuse por tanto que quizás me la había dejado en casa, al lado de la mesita donde estaba el teléfono. Consciente de este hecho, pagué en la barra mi consumición y fui rápidamente a la mesa donde instantes antes estaba sentado y me despedí, alegando que tenía que marchar a una cita a la que debía acudir urgentemente.
En cuestión de un cuarto de hora ya estaba en la puerta de mi casa. Abrí la misma y encendí la luz de la entrada. Fui directo hacia donde estaba el teléfono, esperando que a su lado estuviera la nota que esa misma tarde me dio Alberto. Al llegar pude comprobar que no estaba. Aquello era el colmo, pensé, primero lo dejo casi plantado, y más tarde, ni siquiera soy capaz de llamarle a la hora que me había dicho.
Consciente de lo tarde que era, empecé a buscar, quizás de forma un poco alocada, aquella nota que contenía el número de teléfono, pero todos mies esfuerzos resultaron en vano, así que decidí coger el coche e ir a su casa, pues imaginé que un domingo a las diez y media de la noche, Alberto debería estar allí.

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