Capitulo 14

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Sobre las nueve de la noche llegué hasta la capital andaluza, donde me alojé en un hotel de cuatro estrellas cercano a los jardines del parque de María Luisa. Después de asearme y ordenar las pertenencias que llevaba conmigo, decidí dar una vuelta por los alrededores.
Al pasar por recepción, observé un cartel que al momento de mi entrada al hotel no había visto, posiblemente por las prisas que arrastraba, en esta ocasión casi por inercia. Se trataba de un letrero anunciante de la subasta que tendría lugar en ese mismo lugar al día siguiente, subasta que entre otras obras, destacaban un Matisse, un Monet, y un par de Picassos, además de una pintura que se le atribuía a Rembrandt, aunque esta última, no estaba firmada, y no había sido expuesta a comprobación científica.
Por motivo de la exposición previa a la subasta, la sala de convenciones se había transformado en una eventual galería de arte, envuelta en estrictas medidas de seguridad, aunque para los clientes del hotel, la entrada al lugar donde se efectuaría la venta estaba permitida.
Más por curiosidad que por interés, avancé al interior de la sala, donde la música suave de Beverly Craven y su melódica voz, sonaban plácidamente, entremezclada con el murmullo constante que originaban las conversaciones de todas aquellas personas que examinaban minuciosamente las piezas, que al día siguiente, serían el objeto de su puja. Me introduje entre dichos personajes, y en cuestión de minutos formaba parte activa del entorno en el que en esos instantes me situaba, hasta el grado, que por segundos me sentí uno más, dispuesto a gastarme un dinero que no tenía, en una obra que tendría el valor que otras personas quisieran atribuir.
Me detuve en el retrato de un hombre mayor, cuya imagen se hallaba cautivada por colores oscuros e inexpresivos, coloraciones y sombras que hundían la silueta del dibujo en el fondo del mismo cuadro. Esta imagen contrastaba notablemente con un Matisse que se hallaba delante de este, donde los colores tomaban por ellos mismos el valor fundamental en el cuadro. Sobre este y otros temas relacionados con el Fauvismo, se hallaban discutiendo un grupo de cuatro hombres mayores de serio semblante y trajes de diseño. En el transcurso de la conversación, desviaron sus miradas hacia el cuadro de aquel hombre mayor, que segundos antes, había cautivado mi atención.
- En Holanda se respiraba la pintura por todas partes – decía uno de ellos, con un tono suave y conciliador – pocas veces se han dedicado tantas personas a ella al mismo tiempo, y a la vez, que lo hayan hecho tan maravillosamente bien.
- Pero pocas veces vivieron tan mal. – Agregó el segundo de los allí presentes, envolviendo sus palabras con una media sonrisa, que se amplió notablemente cuando sus contertulios asintieron con la cabeza, dando así conformidad al comentario efectuado.
- Es cierto. – Corroboró el primero al que había escuchado. – Los burgueses adinerados comerciaban con la pintura como si fuera mercancía corriente. Compraban cuadros para decorar sus casas, o encargaban retratos para satisfacer su vanidad, exigiendo a los artistas lo máximo por el dinero que invertían en ellos.
- Así acabaron. – Concluyó un tercero, que hasta ese momento no lo había oído pronunciar palabra. – Unos en hospicios, otros cerveceros, mendigos, o simplemente arruinados. – Pausó entonces durante unos breves segundos, dirigiendo en dicho tiempo una mirada intensa al cuadro del hombre mayor que posaba delante de mí, y de ellos. – Fíjense, si no. ¿Cómo se puede explicar el hecho de que una persona que es capaz de pintar esta maravilla acabara arruinado?
- Si Rembrandt levantara la cabeza y viera que tan solo de salida, uno de sus cuadros vale ya más de ciento veinticinco millones de pesetas. – Dijo el cuarto de los componentes de la conversación, interviniendo de esa forma el único que quedaba por hacerlo.
Al escuchar estas últimas palabras, algo llamó mi atención. No se trataba de los ciento veinticinco millones, que a decir verdad, serían motivo suficiente para hacerlo, más bien fue el timbre de voz de aquel hombre. Pasados los cuarenta, con el pelo abundante y algo canoso, emitía un gesto frío que se fundía a la perfección con un semblante rígido e inexpresivo. De aspecto fuerte, fruncía el ceño con regularidad, parpadeando repetidas veces cada vez que hablaba. Volvió ha hacerlo, sin que prestara atención a sus palabras, sino intentando recordar donde había escuchado esa voz.
- Rembrandt durante toda su vida se entregó apasionadamente a la búsqueda de expresiones innovadoras de medios de expresión, depuró su técnica y trató de resolver los grandes problemas que la luz plantea al pintor.
- Y a fe, que lo hizo. – Interrumpió un hombre de baja estatura y escaso de pelo, cuya calva relucía reflejando en su piel morena, las luces que iluminaban la sala.
- Así es. – Dijo ahora el hombre cuya voz me resultaba extremadamente conocida, y que al escucharla me causaba una sensación extraña, incluso de temor. – Solo basta ver el retrato. – Y diciendo esto se acercaron más si cabe al lienzo que se exponía delante de ellos. – Las figuras parecen vivir entre tinieblas, como iluminadas por fugaces y cegadores relámpagos. ¿Lo ven? – Decía mientras señalaba con su dedo índice el interior de la pintura y proseguía hablando. – Y lo curioso, es el juego que realiza con la luz, pues mientras que la utiliza para el drama y la vida de los personajes, deja sumido en oscuridades todo cuanto no es necesario revelar, como si las sombras pudieran proporcionar un apoyo para la libre fantasía del espectador.
- ¿Saben si ha sido restaurado? – Preguntó una voz del grupo, quizás cansado de igual forma como yo comenzaba a estarlo, de la clase de arte a la que se hallaban expuestos.
- Creo que sí. – Contestó el primero de los que habían comenzado a hablar, un hombre cincuentón que vestía un traje gris de Armani. – Si no me equivoco, tengo entendido que lo hizo una joven afincada en Toledo.
- Así es. – Afirmó la misma voz que todavía pretendía identificar. – Su nombre es Noelia Romero, hija de un pequeño comerciante de antigüedades que murió hará ya un par de años. Es bastante buena, a pesar de su juventud... yo incluso acertaría al decir que en su género es la mejor
Aquel comentario no hizo más que avivar mi interés por la conversación que mantenían, pues es cierto que conocía a pocas Noelia, y menos en Toledo, pero por lo que estaban diciendo, todo indicaba que se trataba de la única que conocía.
- ¿Es el mismo que te consiguió aquel original de Galileo?
- Bueno, en realidad, la palabra "conseguir" no sería la más indicada. – Dijo emitiendo una carcajada bastante sonora. – Pero así es, se trata de la misma persona.
Al escuchar la carcajada, el corazón se me quedó helado, y la mirada me tembló sin saber hacia donde debía dirigirla. Aquella algazara viajó rápidamente por mis recuerdos hasta mi ciudad, a la calle Velarde, a la casa de Alberto. Allí fue donde escuché por primera vez la voz del hombre que hablaba alegremente delante de mí, cuando confundiéndome con Alberto, tuve que huir por el patio de luces y subir por los tubos de la cañería hasta la terraza, donde salí corriendo de las amenazas que profería aquel hombre.
La vida da muchas vueltas, y a veces en poco tiempo. En aquel momento tenía la oportunidad de, sin que él supiera quien era yo, descubrir quien era él, y qué es lo que buscaba en casa de Alberto.
Por el momento, únicamente me limité a seguir contemplando desde la distancia aquel hermoso cuadro de Rembrandt, que si bien no lograba entender por mis limitados conocimientos artísticos, no era menos cierto, que su imagen lograba despertar en mí sensaciones, algo que supongo, solo pueden hacerlo las obras de grandes maestros. Sumido en tales miradas me hallaba, cuando alguien se acercó por detrás y comenzó ha hablarme.
- Yo a ti te conozco. – Dijo una voz femenina, cuya alegría me tranquilizó ante el inevitable susto inicial.
- ¿Perdón? – Pregunté girándome sobre mí mismo, al tiempo que contemplaba a una joven a la que su cara me resultaba familiar, aunque no sabría decir de qué.
- ¿No te acuerdas? Mi nombre es Nuria, y nos presentaron en una cafetería de Elche. – Dijo mirándome fijamente con sus grandes ojos azules, mientras le caía con gracia su pelo negro por ambos lados del cuello.
- ¿Vives en Elche? – Pregunté intentando conseguir algo de tiempo para descubrir de qué la conocía, y desviando la mirada hacia el grupo de personas que dialogaban justo delante de mí momentos antes, y que en cuestión de segundos, se habían disgregado por la sala.
- No precisamente. Voy a estudiar allí. – Dijo mientras daba un pequeño trago a una copa de martini que portaba en su mano derecha.
- Ahora caigo. – Dije haciendo gestos con la mano de incredulidad por no haber recordado antes. – Tu eres la chica que me presentó Nicol, ¿no es así?
- Muy bien. – Exclamó conservando, y ampliando si cabe, la sonrisa que mantenía en su cara.
- Y, ¿qué haces por aquí? – Pregunté antes de que ella me hiciera la misma pregunta.
- Estoy pasando unos días en casa de una prima, cerca de Sevilla, en un pequeño pueblo que se llama San Juan de Aznalfarache. – Dijo mientras miraba al interior de la sala, supuse que intentando encontrar allí a su prima. – Leí que iba a haber una subasta de un Rembrandt y un Matisse en este hotel, y pensé que no me vendría mal verlos de cerca para mis clases de arte. – Diciendo esto pausó brevemente, clavando sigilosamente sus ojos en los míos, para instantes después, continuar hablando. - ¿Y tú?
Sabía que tarde o temprano me haría esa pregunta, pero aun así, todavía no estaba preparado para contestarla, pues no sabía que era lo que debía decir, así que respondí lo primero que me vino a la mente.
- Estoy aquí para... – dije un poco indeciso – he venido para recoger un encargo. Eso es. – Terminé diciendo tras lanzar un suspiro silencioso, y notar como bajaba por mi espalda un escalofrío.
- ¿Has venido desde Elche solo para recoger un encargo? Las compañías de transportes creo que hoy en día son bastante buenas. – Dijo en tono sarcástico, pues dudo mucho que se hubiera creído mi explicación sobre la estancia en Sevilla.
- Es que tengo que venir personalmente a recogerlo. Estoy hospedado en este hotel, y cuando he visto que había una exposición de unos cuadros que se subastarían mañana, me ha picado la curiosidad y he venido a verlos. – Expliqué tratando de desviar el tema central de la conversación, y así evitar tener que dar explicaciones sobre algo que solo me interesaba a mí.
- Y, ¿qué te han parecido? – Preguntó nuevamente, aunque esta vez, sin que su afán por inquirir me perjudicara.
- La verdad es que no entiendo mucho de pintura, pero he de reconocer, que el cuadro de Rembrandt ha sido el que más ha llamado mi atención. – Dije esbozando una leve sonrisa y dirigiendo la mirada hacia el interior del lienzo que descansaba a escasos metros de donde nos encontrábamos nosotros, lejos del viejo estudio de Amsterdam en el que su autor dejó vagar a su imaginación al antojo de sus manos, reflejando en la tela, expresiones que con la palabra no se pueden describir.
- Se le considera el "brujo de la luz". Fue el mejor creando alrededor de sus pinturas un ambiente de mágico misterio, un espacio metafísico donde los personajes se mueven como si de seres de otro mundo se tratara. – Explicaba haciendo de forma paralela grandes ademanes que intentaban a destiempo, proseguir el ritmo de sus comentarios. – Aun así, su genialidad no le evitó ser un incomprendido, como casi todos los genios. – Terminando de hablar estas palabras arrojó a la sala un gesto pensativo, culpándose en su interior, aunque solo fuera de forma simbólica, por las desgracias que acaecieron a aquel pintor holandés.
Ante tal explicación, cuya veracidad desconocía por completo, en vista de que lo único que sabía del artista era lo poco que había logrado entender de la conversación que anteriormente mantenían aquel grupo de cuatro hombres, simplemente asentí con la cabeza, dando de este modo consentimiento al comentario de la tal Nuria.
En cuestión de momentos, el gentío que deambulaba de un cuadro hacia otro había desaparecido de la sala, en cuyo centro, una gran lámpara de cristal de bohemia resaltaba de entre la decoración, adornando con sus cientos de destellos, los reflejos inertes que producían sus cristales. Nuestras últimas palabras, de hecho, rebotaron en un eco extraño, perdiéndose más allá de las sombras que proyectaban sobre el suelo brillante los distintos lienzos que se hallaban disgregados por aquella sala del hotel. Me apeteció entonces salir de allí, y para tal labor, intentando ser todo lo cortés que pude, le dije a Nuria.
- ¿Conoces algún sitio en el que te pueda invitar a tomar algo? – Pregunté, pues al fin y al cabo, era la única persona que conocía de Sevilla. – Si no tienes ningún inconveniente. – Dije nuevamente, en vista de que la respuesta se demoraba más de lo que en un principio yo hubiera esperado.
- Está bien. – Contestó finalmente, mientras sonreía tímidamente, y con su mano derecha se echaba el pelo hacia atrás, recogiendo con una goma, su media melena en una pequeña cola que le daba un aspecto bastante juvenil. – Conozco una cafetería a un par de manzanas de aquí.
Mientras salía de la sala miré hacia atrás, mirando, tal vez de reojo, a aquel hombre mayor que resurgía fatigosamente desde el interior oscuro y tenebroso que cubría la figura emplazada en el lienzo pintado por ese pintor nacido en Leyden, cuyo apellido, con el tiempo, sería más conocido que su propio lugar de nacimiento.
Lentamente fuimos avanzando hasta alcanzar la calle, oscura y lóbrega como el cuadro que acababa de ver, aunque sumida en una paz y silencio tan grandes, que hicieron olvidar rápidamente la sensación tenebrosa que me hizo sentir al acceder a ella.
La gente paseaba tranquilamente por los alrededores del hotel. La noche, a esas alturas firmemente establecida, deseaba con empeño conquistar con su oscuridad hasta el último de cuantos rincones hallara a su paso. Un silencio ficticio se posaba de forma delicada y triste sobre las paredes que al reflejar la luz del sol cada mañana, relucirían blancas y radiantes, con ese ligero aroma a azahar, que aun sin pretenderlo, desprende cualquiera de las calles ocultas en el sinuoso trazado de las estrechas travesías del centro de Sevilla.
Comenzamos a andar, y al poco de hacerlo, pasamos junto a un mercedes metalizado que permanecía estacionado a uno de los márgenes de la carretera, a la derecha conforme se salía del hotel. Del interior de dicho automóvil, una voz grave y áspera saludó débilmente a Nuria, mi acompañante en aquellos momentos, una voz que al instante de oírla, la identifiqué como la misma que había escuchado hablando en aquel cuarteto reunido en el interior de la sala donde se exponían los cuadros que serían motivo de subasta al día siguiente, la misma voz que me había lanzado amenazas, creyéndome otra persona, aquella noche de domingo en casa de Alberto. Al comprobar que Nuria devolvía el saludo alegremente, me giré rápidamente hacia el coche, viendo la silueta oscura que desprendía el hombre que ocupaba su interior, corroborando que me hallaba en lo cierto. Segundos más tarde pregunté:
- ¿Conoces a ese hombre? – Dije encubriendo mis palabras en un susurro que luchó por no ser oído mas allá de los límites que ocupaba la estancia de Nuria.
- Sí. – Contestó. – Bueno, en realidad lo he conocido esta misma tarde, en la exposición donde nos hemos visto.
- ¿Sabes quien es? – Volví a preguntar, intentando de ese modo descubrir la identidad de dicho personaje.
- Lo llamaban Soria, supongo que se referirían a su apellido. Si no recuerdo mal, es el representante de una importante galería de Sevilla llamada "Híspalis", si no de una galería, de una tienda de antigüedades, aunque tampoco te puedo asegurar lo que te estoy diciendo. – Explicó dándome a entender que era todo cuanto sabía de ese tal "Soria". – Me ha ofrecido trabajar en su galería.
- Eso sería estupendo.
- No lo se... en realidad, no me ha dado muy buena impresión.
No quise averiguar el porqué de está última apreciación, simplemente volví a mirar en dirección a aquel mercedes, el mismo que vi en la calle Velarde, y que una vez mas, trataba de cobrarse protagonismo.
Conversando, casi sin enterarnos del trayecto que estábamos recorriendo, llegamos hasta la cafetería que pretendía Nuria. Un local algo pequeño, con buena luz y un ambiente despejado, en vista sobre todo, de que no había mucha gente en su interior. Al fondo del local quedaba suspendida del techo, sujetada por un extraño soporte, un televisor de veintiocho pulgadas que emitía un programa de vídeos musicales, que al momento de entrar, se trataba del "Ángel de Amor", de los mexicanos Maná. Por unos grandes altavoces se escuchaba con claridad la música, que sin darnos cuenta, al poco de sentarnos en una pequeña mesa que quedaba a uno de los márgenes, junto a un gran ventanal, que separado por una cortina blanca, daba a la calle, en aquellos momentos desierta, nos encontrábamos tarareando y silbando respectivamente.
Nuestra estancia en la cafetería no se prolongó durante mucho tiempo, únicamente el suficiente para tomar, ella un martini, y yo, un ponche con coca-cola. Durante la conversación que mantuvimos, tuve que exprimir al máximo mis escasos conocimientos de arte, pues esta se centró básicamente en la figura de Rembrandt y su obra, así como en pequeñas pinceladas del resto de artistas que componían el total de las obras que se exhibían en la sala de exposiciones del lujoso hotel donde me alojaba.
Al salir de la cafetería, poco antes de llegar al hotel, ella desapareció de mi vista invitándome a comer al día siguiente en un restaurante cerca de la Giralda. Tras sus últimas palabras, la silueta de un taxi escondido entre la oscuridad y el silencio de la noche, se desvaneció al volver de una esquina olvidada por el tiempo que la observaba.
No era muy tarde, así que me tomé con calma mi vuelta al hotel, pensando en todo lo que tenía que hacer al día siguiente, que a decir verdad no estaba del todo claro. Mientras andaba lentamente, al amparo de las luces amarillentas que emitían las múltiples farolas que iluminaban mi camino, observaba con detenimiento, por enésima vez, la fotografía que había tomado en casa del señor Alcedo, y que correspondía al mapa de una vieja Sevilla dividida en el número de casilleros que compone un tablero de ajedrez. Leía repetidas veces la frase que adornaba la base del dibujo: "Donde la torre guarda sus cimientos..." intentando dotarla de un significado que desconocía, y en el que toda explicación lógica, me llevaba a la casilla donde se encontraba la torre del oro, que al día siguiente, sería el objeto de mi visita. Aun pensando esto, algo me decía que no era así como se culminaba el rompecabezas. Parecía después de todo demasiado fácil, y si de algo me había dado cuenta en ese momento, es que no se llegaba tan fácil al lugar donde supuestamente, doña Luisa de Medillán escondió el resto del Tapiz de Bayeux que le perteneció, casi cuatrocientos años atrás, regalo de su tío, un conde al que no solo se le atribuían posesiones en Sevilla, sino en media España.
Las andaduras de aquel trozo de tela habían sido duras, y en la mayoría de los casos contradictorias, aunque reuniendo todo cuanto sabía, la información que contenía el diario de doña Luisa de Medillán, la conversación que mantuve en Toledo con Noelia, y algunas investigaciones que había hecho en numerosos libros de historia, había llegado a la conclusión, de que si en realidad la última parte del tapiz no fue destruida al poco de crearse, tres monjes fueron los encargados de llevárselo. Por razones que desconozco, finalmente fue a parar a uno de ellos, un fraile español llamado Hernán Rivera, quien terminó sus días en un monasterio ubicado en el interior de la sierra de la Demanda, cerca de Burgos, junto a las hoces de un río cuyo nombre no consigo recordar. Seguramente, todas sus pertenencias pasaron a formar parte de la abadía cuando este murió, priorato que perduró como tal hasta el año 1.349 aproximadamente, año en el que el monasterio, seguramente diezmado por la epidemia de peste que asoló a toda Europa, quedó totalmente desierto y olvidado, descansando todas sus pertenencias amparadas por el abandono, hasta que entre los años 1.670 y 1.680, fue utilizado como ermita de San Agustín. Poco tiempo después, no se sabe muy bien cuando, y los documentos al respecto son bastante inexactos, dos jóvenes, buscando entre las ruinas lindantes a la ermita, y que formaron parte del mismo monasterio donde vivió Hernán Rivera, encontraron diversos objetos. Uno de dichos objetos, seguramente, se trataba de un trozo de tela en el cual estaban bordadas diversas figuras, y que al parecer, medía unos tres metros de largo, por medio de ancho, que poco tiempo después, vendieron a un rico feudal llamado Gustavo Medina, conde de Alcaba, quien a su vez, regaló a su sobrina Luisa de Medillán. El resto del relato ya es sobradamente consabido. A partir de aquí, deambularon de boca en boca multitud de historias y leyendas al respecto, unas mas cercanas a la realidad, y otras mezcladas con datos no muy fiables, como los que me dio Alberto, cuando en su día, me presentó el trabajo que yo estaba realizando. Respecto a su historia, comenzaba a tener serias dudas sobre si era todo cuanto sabía, ó había inventado parte de lo que me contó, intentando algo que todavía desconozco. Mezclada con toda esta historia, aparecía un tablero de ajedrez, cuyas piezas hechas en oro y plata, podían estar escondidas en el mismo lugar que el tapiz de Bayeux.
Satisfecho de mis deducciones, permanecía tumbado encima de una cama confortable, observando el ventanal que quedaba justo delante de mí, y que me dotaba de una visión magnifica de la noche oscura que caía con suavidad sobre el parque de María Luisa, y todos sus alrededores. Intenté durante unos instantes imaginar aquellos lugares durante la feria de Sevilla, y creo que aunque solo fue por unos segundos, logré escuchar al gentío paseando en carro por los empedrados húmedos que adornaban las calles, mientras el olor agradable a azahar, sumía al visitante en los brazos de un viento suave, que estremecido, recorría la ribera del Guadalquivir a su paso por los márgenes de la torre del Oro.
Terminé quedando dormido, confundiendo mis imaginaciones con los sueños que atusaron aquella noche bañada por las aguas dulces de la luna, el verse reflejada ante las sombras oscuras del Puente de San Telmo, quien no lograba quedarse dormido, al escuchar desde la lontananza, el suave fluir constante del agua en la fuente que adornaba el centro de la Plaza de España.

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⏰ Última actualización: Mar 06, 2016 ⏰

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