10/06/2010
Ian Malone nunca fue el hijo favorito de sus padres. Desde muy temprana edad supo que era diferente; se sentía fuera de lugar, como la nota disonante en una melodía impecable.
La detonación resonó igual que el tapón de la botella de champán que su padre descorchó en la celebración del cumpleaños de su hermano menor, Aarón Malone, por su décimo aniversario. Múltiples globos colorearon la fiesta. Ian reventó uno de ellos de un fuerte pisotón, causando idéntico estruendo.
Aarón Malone era un chico modelo. Ian un caso perdido. Aarón, educado. Ian grosero. Aarón era inteligente. Ian un vago. Aarón el sol que templaba la felicidad de su padre, e Ian la luna, que brillaba con luz ajena y provocaba serios desvelos en su progenitor. Las calificaciones escolares del menor le auguraban un futuro prometedor, lo que despertaba ciertos celos en el mayor. Incluso era un alumno destacado en clases de judo, mientras que Ian abandonó el deporte tras poco más de un año desde que sus padres le inscribieran. A pesar de sus diferencias irreconciliables, Aarón adoraba a Ian Malone, no obstante.
Al padre le desagradaban las amistades de Ian, quien se defendía argumentando que las borracheras con las que llegaba a casa, cada vez más habituales, no eran cosa extraña en un joven de su edad. Ian desoyó en múltiples ocasiones la sentencia que le repitió hasta la saciedad: «Un día te vas a arrepentir de tus excesos».
Los elementos se habían desatado con virulencia aquella noche; el viento y la lluvia bramaban con voces ensordecedoras, y sus clamores contenían un mal presagio.
Aarón ya estaba en la cama, presto a sucumbir al sueño. Abrazaba su robot Mazinguer Z, regalo de cumpleaños. Estaba agotado después de su clase de artes marciales. Ian llegó tarde a casa. Todo le daba vueltas, pero estaba sumido en la felicidad artificial que brinda el abuso del alcohol. Subió despacio las escaleras hacia su dormitorio. No quería despertar a su padre; se pondría hecho una furia si lo sorprendía en tan lamentable estado. Intentó ser sigiloso, pero los escalones se empeñaban en descubrirlo con sus irritantes crujidos. El viento susurró de nuevo y las puertas del despacho retumbaron en el silencio. Por un momento se detuvo envuelto en la oscuridad. Sopesaba la posibilidad de cruzar su umbral. Lo tenía prohibido y, en sus dieciocho años, pocas habían sido las veces que se atrevió a violar una restricción tan rigurosa. No obstante se introdujo y las cerró tras él. Las paredes de la estancia estaban forradas de madera de roble, con una gran mesa de trabajo en el centro y un sillón de piel oscura. El aroma a tabaco de pipa y a limpia muebles era embriagador. Ian tomó asiento y rió por lo bajo imitando ser su padre, un tipo importantísimo al que nadie osaba llevar la contraria. Abrió los cajones y halló lo que buscaba: su pistola.
Con una mezcla de respeto y fascinación acarició con los dedos la superficie gélida. Contempló atónito el cañón prolongado, rematado en un ojo de mirada mortal. Apuntó hacia el frente con el arma bien sujeta, como lo hacían en las películas. La tragedia reclamó un papel protagonista. El estruendo de las puertas, la estridencia de un trueno y la detonación de la pistola sonaron al unísono. Su padre se hallaba en el dintel. Incluso en la penumbra, se adivinaba su rictus colérico. El gesto iracundo mutó en una mueca de desconcierto. Se desplomó con las manos en el pecho, unas manos teñidas de sangre.
Ian quedó perplejo durante interminables segundos. No reaccionó hasta que Aarón, atraído por el disparo, entró en la habitación, con los ojos muy abiertos. Miraba a su padre y a su hermano alternativamente.
—Iré a la cárcel —musitó Ian aterrado. Era mayor de edad, y, posiblemente, acababa de cometer un homicidio.
—¡Papá! —gritó Aarón, lanzándose a los pies del herido. Sus lágrimas salpicaron la tarima y el cuerpo inerte.
Ian intentó calmarse. Limpió el arma con su camisa, se levantó del mullido asiento, fue hasta su hermano y le tomó la muñeca. Una cascada de lágrimas escondía la mirada desconcertada de Aarón. El niño tiritaba. Ian puso la pistola en su mano. El pequeño desvió los ojos hacia el arma, como si jamás hubiera visto una en su vida.
—Cierra los dedos —balbuceó Ian. La voz le temblaba. Estaba aterrado.
—¿Qué? ¡No, no! —intentó resistirse, pero Ian le apretó los dedos en torno al arma homicida.
—¿No lo entiendes? ¡Me van a detener! ¡Me meterán en la cárcel! —exclamó arrastrándose hacia un rincón, alejándose de lo que quedaba de su familia. Metió la cabeza entre las rodillas y se cubrió con los brazos. Sus gemidos de desconsuelo se sobrepusieron al llanto de su hermano pequeño, que lo observaba atónito. Repentinamente, desapareció todo rastro de candidez infantil y la precoz madurez tomó el relevo.
—No va a pasar nada, ¿verdad? —susurró con envidiable calma, limpiándose las lágrimas con el antebrazo. No podía dejar de querer a su hermano mayor.
Ian jamás se había sentido parte de la familia. Era un extraño. Como la nota disonante de una sinfonía perfecta. Como la detonación de una pistola en el silencio de la noche.