Había algo extraño en el ojo izquierdo de Pedro. Desde hacía días tenía una picazón incesante, y sentía que su visión era borrosa, como si el mundo, a través de su ojo izquierdo, estuviera envuelto en una espesa niebla gris.
Al principio creyó que se trataba de algún tipo de alergia, o una pestaña necia que insistía en quedarse ahí. Respondía con una sonrisa condescendiente y forzada a comentarios del tipo: "Pedro, tan temprano y ya te fumantes uno antes del trabajo". Notaba que cuando estaba conversando con alguien sobre cualquier tema, la persona procuraba desviar su mirada de su ojo izquierdo, pero su ojo izquierdo permanecía firme y fuerte confrontando aquellos otros ojos saludables.
A medida que los días pasaban, Pedro pudo notar que, cuando despertaba, había una mancha amarillenta del lado izquierdo de la almohada.
Pedro siempre tuvo aquella fobia que algunas personas tienen cuando se trata de acudir al médico. El miedo de padecer una enfermedad en estado terminal, o descubrir que tendrían que amputarle un miembro, lo aterrorizaba de tal manera que realmente se creía muy enfermo.
Un día se levantó de la cama y fue hasta el baño para lavar el ojo que ya no pudo abrir. Las pestañas estaban pegadas entre sí por un pus amarilla que parecía pegamento, poco a poco se las arregló para finalmente abrirlo. Se frotaba un poco de agua con los dedos y muy pacientemente removía aquella goma de apariencia desagradable. Se dio cuenta que había dejado que aquello fuera demasiado lejos y sintió una punzada fría en la columna.
Cuando finalmente logró remover todo el pus y pudo parpadear, se dirigió al espejo y vio su delgado rostro de 37 años. Su vida se resumía en espinillas molestas, risas maliciosas por las esquinas, un trabajo que odiaba, y la ausencia paterna que le provocó muchas noches sin dormir. Siempre odió a Dios por haberlo puesto en la vida que le toco vivir.
Continúa