El Ojo parte 2

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No entendía por qué Dios se había ensañado tanto con él.

Parpadeó el ojo izquierdo. Aparentemente todo estaba bien, el ojo ya no estaba rojo ni sentía molestia. Su visión borrosa se había ido, y veía con una nitidez que le resultaba extraña. Se puso los pantalones, zapatos negros, traje y corbata, y se dispuso a pasar otro día en su vida de funcionario público.

Bajó por las sucias escaleras de la estación del metro y entró en un vagón abarrotado. Trabajadores infelices tras el maldito dinero. Él no era diferente. Cuando finalmente hubo un espacio, se sentó al lado de una señora muy pequeña y delgada, con los cabellos largos trenzados, que le recordó a la vejez de Rapunzel.

Miró a su alrededor y pudo notar un trasero muy bien diseñado parado frete a él. No había nada raro en aquel vagón, excepto por aquello que Pedro notó por su visión periférica. Era algo peludo, como un oso, pero más pequeño. Estaba sentado en el regazó de la vieja Rapunzel y fue entonces que Pedro se volvió para mirar.

Sentado como si fuera un niño en el regazo de la mujer, era una criatura pequeña, del tamaño de un niño de unos cinco años de edad, con las piernas peludas como las de una cabra, balanceándose de un lado a otro. Todo su cuerpo estaba cubierto de pelo, tenía el hocico de un cerdo, y las orejas de un murciélago. Cuando la criatura se dio cuenta del terror de Pedro, lo miró directamente a los ojos y le ofreció una sonrisa maligna repleta de dientes podridos.

Pedro se levantó todavía aturdido y corrió por el vagón empujando a todo mundo, hasta que finalmente la puerta se abrió y salió desesperado de ahí. Le costaba respirar y a duras penas logró subir las escaleras hasta la calle.

Primero pensó que estaba en el medio de una pesadilla, pero concluyó que no, y fue entonces cuando un fuerte viento sopló en la Avenida Chapultepec y una mota de polvo entró en su ojo derecho. El ojo se irritó y Pedro se frotaba con todas sus fuerzas mientras su ojo izquierdo permanecía alerta, y fue en este punto que lo entendió.
Todas aquellas personas que deambulaban por aquella avenida, los conductores de los autobuses y de los automóviles particulares, todos tenían demonios que los seguían. Cnti

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