1. El despertador averiado

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La noche anterior a que comenzara todo me había ido a dormir preocupada, pensando en el despertador que acababa de programar. Siempre había funcionado bien y no tenía ningún motivo para sospechar que haría lo contrario, pero aun así esa idea me rondaba la cabeza mientras trataba de conciliar el sueño. Quizás debería haberme levantado para echarle un último vistazo; para comprobar que efectivamente funcionaba y que la alarma saltaría a la hora que yo quería. Pero me parecía un comportamiento tan obsesivo que decidí ignorar mi presentimiento y forzarme a dormir.

Por eso, cuando a la mañana siguiente desperté tranquila, a causa de los rayos de sol que se colaban por la persiana, el miedo se apoderó de mí al instante. Me levanté de un salto y la vista se me nubló por la bajada de tensión. Caminé a tientas hacía mi móvil, y lo sostuve en mi mano tratando de enfocar los ojos en el reloj, pero mi cuerpo aún estaba ajustándose a tener el sistema circulatorio desafiando la gravedad.

Tras unos segundos, por fin se me aclaró la vista, y el once treinta que marcaba la pantalla me abatió como un disparo. Mi tren salía dentro de una hora, y normalmente tardaba eso, más veinte minutos, en llegar a la estación.

Solté cuatro palabrotas en voz alta mientras me tiraba del pelo y daba vueltas por la habitación. No tenía tiempo para preguntarme qué habría fallado en el despertador, tan solo podía aceptar que me había despertado dos horas más tarde de la que había planeado. Cada segundo que gastaba en decidir lo que haría a continuación era un segundo útil perdido.

Comencé a vestirme mientras mi mente trabajaba a toda velocidad. Aún era posible llegar a tiempo a la estación. Las veces anteriores que había hecho ese trayecto lo había hecho con calma, sin importarme llegar tarde, pero quizás si corría podía recortar quince minutos. Además, cabía la posibilidad de que el tren saliese con retraso.

No tenía más tiempo para pensar. Agarré una chaqueta cómoda para protegerme del frío y mi mochila, sin preocuparme por lo que llevaba dentro, y salí a toda velocidad de la residencia en la que me encontraba. Había hecho bien en ponerme deportivas, ya que así podía correr avenida abajo hasta la parada del metro. Después tendría que tomar un bus hasta la estación de tren, pero si veía que no llegaba a tiempo siempre podía buscar un taxi.

De repente me di cuenta de que ni siquiera sabía si había cogido la cartera, con las prisas. Con suerte estaría dentro de la mochila, pero no me daba tiempo a pararme a comprobarlo, y mucho menos a dar media vuelta.

Bajé las escaleras mecánicas del metro saltando los escalones de dos en dos, ignorando las miradas curiosas de los que allí se encontraban. Escuchaba el repiqueteo contra las vías de un vagón que se acercaba, y no podía permitirme perderlo.

Conseguí colarme entre las puertas que ya se cerraban y, una vez dentro, suspiré y comprobé la hora. Llegar al metro tan solo me había llevado cinco minutos. Calculaba que tardaría otros treinta en llegar a la parada donde me bajaría para coger el autobús. Y, por frustrante que fuese, la velocidad del metro no dependía de mí.

Me dejé caer en uno de los asientos vacíos y abrí mi mochila, rezando por que mi cartera estuviese dentro. Sonreí aliviada cuando la encontré. También llevaba dos cuadernos de apuntes de la universidad, un estuche con bolígrafos, un paquete de galletas de chocolate a medio acabar y algo de ropa sucia que había metido allí el día anterior al salir del gimnasio y se me había olvidado sacar.

Volví a cerrar la bolsa algo más tranquila. Lo único realmente importante era la cartera, donde llevaba mi tarjeta de identidad y el billete del tren. Ropa, neceser, comida... Todo eso ya lo tenía en casa de mis padres.

Tras las montañasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora