Capitulo 1.

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1989

La noche anterior a la boda de Virgil Duffy, una tormenta de verano asoló la bahía de Puget Sound, en Seattle, estado de Washington. Pero a la mañana siguiente ya habían desaparecido las nubes grises, dejando paso a la espectacular vista de Elliot Bay y la silueta de la ciudad de Seattle. Algunos de los invitados de Virgil levantaron la mirada hacia el cielo despejado, y se preguntaron si Virgil controlaría a la madre naturaleza de la misma forma que controlaba su imperio naviero. Se preguntaron si podría controlar a su joven prometida o si sería para él otro más de sus juguetes, como el equipo de hockey.

Mientras los invitados esperaban a que diera comienzo la ceremonia, bebían de las copas aflautadas de champán y especulaban sobre si el matrimonio duraría hasta diciembre. La mayoría opinaba que no duraría tanto.

John Kowalsky ignoró los murmullos que había a su alrededor. Tenía preocupaciones más importantes. Se llevó la copa de cristal a los labios y dio cuenta del escocés de cien años como si fuera agua. Sentía un zumbido en la cabeza. Le palpitaban los ojos y le dolían los dientes.

Probablemente había estado en el infierno la noche anterior, aunque no lograba recordarlo.

Desde su posición en la terraza, bajó la mirada hacia el brillante césped verde recién cortado, los macizos de flores inmaculados y las fuentes burbujeantes. Los invitados vestidos de Armani o Donna Karan caminaban sin rumbo entre las sillas blancas adornadas con flores y cintas con algún tipo de capullos rosas.

La mirada de John se movió hacia un grupo de compañeros de equipo que, incómodos con los trajes azul marino y los mocasines, parecían fuera de lugar. Daba la impresión de que no tenían más ganas que él de alternar con la alta sociedad de Seattle.

A su izquierda, una mujer delgada con un elegante vestido color lavanda y zapatos a juego se sentó detrás de un arpa, se apoyó el instrumento en el hombro y comenzó a tocar; los sonidos apenas disimulaban los ruidos provenientes de la bahía de Puget Sound. Lo miró y le dedicó una sonrisa invitadora que él reconoció de inmediato. No le sorprendió el interés de la mujer y, a propósito, dejó vagar la mirada por su cuerpo. A los veintiocho años, John había estado con mujeres de todas las formas y tamaños, de todas las clases sociales y diferentes grados de inteligencia. No era reacio a nadar en todas las aguas, pero no le gustaban demasiado las mujeres huesudas. Aunque la mayoría de sus compañeros de equipo ligaban con modelos, a John le gustaban más las curvas suaves. Cuando tocaba a una mujer, le gustaba palpar carne no hueso.

La sonrisa de la arpista se hizo más coqueta y John apartó la mirada. No era sólo que la mujer fuera flaca, sino que además odiaba la música de arpa casi tanto como las bodas. Había sufrido el matrimonio dos veces en sus propias carnes y en ninguno de los dos casos había sido una experiencia agradable. De hecho, la última vez que lo había intentado había sido en Las Vegas hacía seis meses, cuando se había despertado en una suite de luna de miel rodeado de terciopelo rojo y casado con una artista de striptease llamada DeeDee Delight. El matrimonio no había durado más que la noche de boda. Y la puta realidad era que no podía recordar si DeeDee había sido encantadora.

—Gracias por venir, hijo. —El dueño de los Seattle Chinooks se acercó a John desde atrás y le palmeó el hombro.

—Creía que no tenía otra elección —respondió, bajando la mirada a la cara arrugada de Virgil Duffy.

Virgil se rió y continuó caminando por el ancho camino de adoquines. Con su esmoquin gris plata era el vivo retrato de la opulencia. Bajo el sol del mediodía Virgil parecía exactamente lo que era: un miembro del «Fortune 500» que podía permitirse el lujo de poseer un equipo profesional de hockey y comprarse una esposa mucho más joven que él.

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