Capitulo 2.

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Los intermitentes rayos del sol, que arrancaban destellos azules al agitado mar verdoso, y la brisa salada, tan densa que se podía saborear, dieron la bienvenida a Georgeanne a la costa del Pacífico. Se le puso la piel de gallina mientras se estiraba para intentar captar una vislumbre del espumoso océano azul.

El chillido de las gaviotas surcaba el aire mientras John conducía el Corvette por el camino de entrada a una casa gris de difícil descripción con las contraventanas blancas. Un anciano con una camiseta sin mangas, unos pantalones cortos de poliéster gris y un par de chanclas baratas permanecía de pie en el porche.

Tan pronto como el coche se paró, Georgeanne alcanzó la manilla y salió. No esperó a que John la ayudara, aunque de todas formas no creía que fuese a hacerlo. Tras una hora y media sentada en el coche, el papel de «viuda alegre» se había vuelto tan forzado que llegó a pensar que después de todo iba a marearse.

Tiró del dobladillo del vestido rosa hacia abajo y cogió el neceser y los zapatos. Las ballenas del corsé le presionaron las costillas cuando se inclinó para ponerse las sandalias rosas.

-Por Dios, hijo -gruñó el hombre del porche con voz grave-. ¿Otra bailarina?

John frunció el ceño mientras guiaba a Georgeanne a la puerta principal.

-Ernie, me gustaría presentarte a la señorita Georgeanne Howard. Georgee, éste es mi abuelo, Ernest Maxwell.

-¿Cómo está usted, señor? - Georgeanne le ofreció la mano y observó la cara arrugada increíblemente parecida a la de Burgess Meredith.

-Una sureña... hum. -Se dio la vuelta y entró en la casa.

John mantuvo la puerta de tela metálica abierta para que Georgeanne entrara. La casa estaba amueblada en tonos azules, verdes brillantes y marrones claros, de tal manera, que uno tenía la impresión de que el paisaje exterior, visible a través de la gran ventana panorámica, formaba parte de la sala de estar. Todo parecía haber sido escogido para hacer juego con el océano y la playa arenosa, todo menos la orejera con tapicería Naugahy de de color plata y los dos palos de hockey que formaban una X sobre la parte superior de la estantería repleta de trofeos.

John se quitó las gafas de sol y las tiró sobre la mesita de café de madera y cristal.

-Hay una habitación de invitados en ese pasillo, es la última puerta a la izquierda. El cuarto de baño está a la derecha -dijo, pasando por detrás de Georgeanne para dirigirse a la cocina. Agarró una botella de cerveza de la nevera y la abrió. Se llevó la botella a los labios, recostando los hombros contra la puerta cerrada de la nevera. Esta vez había metido la pata a base de bien. No debería haber ayudado a Georgeanne y sabía que había sido un error llevarla con él. No había querido hacerlo, pero entonces lo había mirado con aquellos ojos, tan vulnerable y asustada que habría sido incapaz de dejarla tirada en el arcén. Esperaba -como el infierno- que Virgil no lo averiguase jamás.

Se alejó de la nevera y regresó a la sala de estar. Ernie se había sentado en su orejero favorito con la atención puesta en Georgeanne. Ella estaba de pie al lado de la chimenea con el pelo revuelto por el viento y el pequeño vestido rosa totalmente arrugado. Parecía muy cansada, pero por la mirada de Ernie, éste la encontraba más tentadora que un buffet libre.

-¿Ocurre algo, Georgee? -preguntó John, llevándose la cerveza a los labios-. ¿Por qué no has ido a cambiarte?

-Existe un pequeño problema -dijo con su acento arrastrado al tiempo que lo miraba-. No tengo nada que ponerme.

Él la apuntó con la botella.

-¿Qué hay en esa maletita?

-Cosméticos.

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⏰ Última actualización: Nov 06, 2019 ⏰

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