Maldije a Darius durante todo el vuelo.
Él y su bendito sermón de la conciencia harían estragos en las más de 7 horas que estaríamos en el aire.
Crují mis muñecas, mi cuello iba de lado a lado, repiqueteé los dedos en la mesita de comida y miré rápidamente unas series televisivas deseando evadirme de la realidad. Pero era inútil. Nada funcionaría como paliativo. Mi cabeza estaba en Bastrop, junto a mi pasado; un pasado que pretendía archivar y sin embargo, afloraba ingratamente.
Con mi madre muerta, ya no existiría vínculo posible entre Darius y yo. La consanguinidad no importaba porque ninguno se enorgullecía del otro; por el contrario, no éramos más que una bolsa de problemas.
Por primera vez un manto de tranquilidad cayó sobre mis hombros.
Ya no tendría cuentas de electricidad, de agua y de gas por abonar; tendría más dinero a mi favor para hacer con él lo que me diera en gana. Sin embargo, una pregunta fatigaba mi cabeza. ¿Qué sería de la existencia de la casa de mi madre?
Por derecho, pertenecía a mi hermano y a mí; por cercanía sólo a mi hermano. Y por interés monetario, a mí.
La casa no era gran cosa, pero tenía una superficie que claramente podía ser explotada por cualquiera que tuviese un poco de ojo de negociante.
Había pasado mucho tiempo desde mi último viaje a Bastrop. Oficialmente, me habría ido de allí dos semanas después de haber cumplido 18 años.
Respiré hondo, esquivando recuerdos, sorteando anécdotas.
- ¿Te sientes bien? – las palabras suaves de Randall se colaron por mi oído – Te ves pálida.
- Creo que no me ha caído bien el desayuno – repliqué – alguien que yo conozco me ha distraído mientras estaba en los últimos detalles de mi equipaje – dije rozando mi nariz con la suya, actuando como si la jornada matinal de sexo hubiera sido extraordinaria.
- Traviesa...- con un tono tan sensual como perturbador, Randall colocaba un beso posesivo en mi boca.
Randall McEntire era un hombre buen mozo, elegante por demás y muy exitoso. Gerente de un importante banco de Los Ángeles, me habría contactado exactamente 4 meses atrás. Divorciado, sin niños a cargo y con una importante cuenta bancaria, me brindaba protección, estabilidad económica y un sinfín de comodidades que yo estaba dispuesta a aceptar a cambio de unos cuantos billetes y mi exclusividad.
Un contrato de 6 meses, una serie de cláusulas y una rúbrica por cada parte, era lo único necesario para hacer de nuestra relación algo sin sobresaltos y sumamente predecible.
Él necesitaba olvidar a la perra (pero muy astuta) de su ex esposa, quien se alzaría con una suma más que considerable a su favor.
Yo era la dama de compañía que lo escuchaba, no lo cuestionaba y le daba algunas noches de sexo; una vez finalizado el contrato, todo sería parte de un currículo elitista, con clientes exclusivos y una paga interesante.
Pero a diferencia de lo que mi hermano, mi madre y la gente cercana del pueblucho de Bastrop pensaba, yo no era una prostituta.
No me acostaba todas las noches con alguien distinto en un antro oscuro y lúgubre; por el contrario yo escogía con quién hacerlo, firmábamos un convenio de fidelidad absoluta y fin de la historia. Simple, claro y conciso.
Randall tenía 50 años recién cumplidos. Nos conoceríamos en un evento de su banco, en el cual yo asistiría con Kenneth Furlong, miembro importante de la junta directiva de una firma de la competencia.
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Dama de Compañía © - **A la venta**
RomanceMi nombre es Jackie. Jackie Stone. Tengo 29 años y un empleo poco convencional: soy dama de compañía. Muchos confunden eso con la prostitución; pero yo respondo con indiferencia. Durante muchos años me he forjado un presente y un futuro...porque de...