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Aferrándome a las mantas como un salvavidas, ahogué mis angustias en el techo liso. Abrumada, me faltaba el aire. Estar nuevamente en Bastrop no era la mejor decisión que podría haber tomado.

Regresar, significaba un retroceso. Pero ya era tarde; un momento de flaqueo bastaría para tenerme aquí, compartiendo esos metros cuadrados y esta noche austera con mi hermano y su esposa.

Súbitamente, me encontraría pensando en Theo, en su piel dorada y sus bíceps tallados bajo la tela negra de su sudadera. ¿Qué sería de su vida concretamente? ¿Tendría hijos, esposa...mascotas? ¿Viviría muy lejos de aquí? Mil preguntas y una sola respuesta: ¡qué cuernos me importaba!

Lo cierto, era que me intrigaba saber qué era de la vida de ese muchacho acostumbrado a que las chicas estuvieran tras él y de su motocicleta de poca monta. Theo, siempre me habría parecido bonito pero muy...lento. Era el típico chico bonito de la clase pero demasiado tímido.

Y los tímidos, no iban conmigo.

Recordé la primera vez que lo vi, junto a su hermana, en el mercado en el que ella trabajaba. Yo cargaba unas tartas hechas por mi madre en la canasta de la bicicleta, cuando él abrió la puerta de la tienda para ayudarme con gentileza. La misma actitud de horas atrás, pero bajo otra circunstancias.

Para entonces, él usaba una chaqueta de cuero y unos jeans holgados. Su físico ya era imponente como ahora, como así también sus rasgos juveniles. Sus ojos color de la miel y su sonrisa caballerosa, me habían cautivado desde el minuto cero.

Pero yo no estaba dispuesta a distraerme con un muchacho de pueblo y sin futuro más que el de pertenecer aquí. Agradeciendo su ayuda, sostuve las tartas, cobré el dinero correspondiente a ellas y me fui con prisa y el corazón a mil.

Huyendo y poco cordialmente, esas conductas me acompañarían hasta el día de la fecha.

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El ladrido fuerte de un perro me despertó. Refregué mis ojos, inundados de luz solar. Las cortinas eran claras y la iluminación, perversa. Había olvidado colocarme mi antifaz para dormir en uno de los compartimentos internos de mi maleta.

Mi reloj Gucci marcaba las 9.

Extendí las manos junto a un bostezo grosero pero necesario. Nadie me escuchaba, nadie estaría a mi lado para sorprenderse de mi conducta inapropiada. Rasqué mi nuca con fuerza, tenía ganas de darme una buena ducha, pero el baño era compartido. Y de seguro, pequeño.

Debatiendo si bañarme o no, me detuve mirando aquella habitación. A años luz de las suites que solía ocupar, las paredes estaban tapizadas con un profuso estampado de flores lilas, en tanto que los pisos de madera, eran rústicos, pero metódicamente lustrados.

Acogedora, asombrosamente no me sentí incómoda.

Sujetando mi extenso y ondulado cabello en una coleta alta, dispuse no maquillarme. No tendría sentido gastar en productos cosméticos para presenciar una charla insulsa frente a mi hermano, mi cuñada y un viejo abogado.

Unos vaqueros de boca ancha, una sudadera blanca de hombro caído y escote irregular, serían de la partida. Lo que más deseaba era huir de aquel pueblo aburrido y deprimente y la ropa, no hacía más que representar mi estado de ánimo.

- Hola – arrastrando mis pies, me dejé seducir por el aroma dulce de un bizcocho. Olía a vainilla, como cuando mamá cocinaba para vender su mercadería. Me relamí con el dolor de recuerdo a cuestas.

- Hola... ¿has podido descansar bien? – suave como toda ella, Brenda colocaba frente a mí una bandeja de plástico festoneadas con unas rebanadas de bizcocho.

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⏰ Última actualización: Aug 12, 2018 ⏰

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Dama de Compañía © - **A la venta**Donde viven las historias. Descúbrelo ahora