En las calles de Pinto Salinas el espíritu de la navidad no llegó ese veinticinco de diciembre. La muerte, en cambio, hizo su aparición en la noche del veinticuatro y todavía acechaba cuando el barrio se despertó. Hombres, mujeres y niños salieron a contemplar el espectáculo sangriento que tenía lugar frente a la casa con paredes rosadas desconchadas y techo de latón del escalón veinte.
El cuerpo de Yonaiker Alexander yacía sin vida, con los ojos vacíos y mirando al cielo nublado. A su alrededor un charco de sangre se hacía cada vez más grande y parecía teñir todo a su paso con aquel color carmesí. Lo habían matado de un tiro en la cabeza; había sido una muerte rápida, impersonal, quizá hasta inmerecida. En un lugar donde la vida valía poco más que un par de zapatos nuevos o una mala mirada, no podría decirse a ciencia cierta cuándo una persona perdía el derecho a dejar de respirar.
En el caso del difunto, la advertencia era clara: en Pinto Salinas no había espacio más que para una banda de delincuentes y él se había metido con las personas equivocadas. Ahora pagaba las consecuencias, tendido en el suelo con una masa grotesca de fluidos saliendo de su cabeza, convirtiéndose en una estadística más de aquel infierno llevado a la tierra.
En Pinto Salinas, Dios estaba muy ocupado; quizá por eso se había olvidado del fruto de su concepción divina en el momento menos indicado. Es que allí, donde los ojos de la justicia no volteaban a ver, aferrarse a un ente sobrenatural daba esperanzas dentro de la miseria. El malandro [1] le pedía a Dios que el atraco le saliera bien, la madre del malandro le pedía a Dios que no le mataran al hijo y el que no era malandro le pedía a Dios no encontrarse con un malandro.
—¿Oístes la noticia? Mataron a «Milagrito de Dios» —decían todos en el barrio ese día—. ¿Cómo estará Wismari? La pobrecita, tanto que trabajó pa' sacar adelante a ese muchacho...
La tragedia del otro siempre se sentía cercana, como si fuese propia y pesara en los hombros de todos por igual. La tristeza que rondaba en las calles estrechas era una tristeza resignada, incluso indiferente, luego de llevar tanto tiempo alojada en los corazones y en la mente de los habitantes. El estoicismo era el estilo de vida instaurado entre los que nunca conocieron nada más que las desgracias.
Y Wismari Daniela no era la excepción. Sabía que ese sería l único día que lloraría la muerte del hijo que nunca quiso tener y que aceptaría los «sentidos pésames» que no le servirían para poder dormir esa noche cuando la pérdida la ahogara. Luego, Yonaiker sería otra historia contada con voz apagada, llena de dolor. El dolor de una habitante de la miseria, el dolor que no lograba conmover.
—¡Milagrito! —exclamaba Wismari mientras la policía arrastraba a Yonaiker cubierto por una sábana blanca—. Mi hijo, carajo, ¡se lo están llevando!
Se había quedado allí, inmóvil y arrodillada frente al cuerpo sin vida desde la mañana, lo miraba sin mirarlo en realidad mientras la gente se aglomeraba alrededor para darle palabras de apoyo. Había reaccionado sólo cuando la autoridad había llegado a esa parroquia sin ley; fue entonces que el entendimiento hizo aparición: su hijo estaba muerto, lo habían matado. Ahora gritaba, sollozaba y se retorcía ante la terrible verdad.
Yonaiker fue trasladado a Bello Monte para la autopsia reglamentaria y, tras su desaparición, la sensación de desasosiego y angustia se comenzó a apagar. Como evidencia del cruento asesinato apenas quedaba una mancha roja sobre el asfalto que las pisadas terminarían por borrar en unos días.
Era viernes y de seguro en la noche los habitantes del lugar saldrían a la entrada de los ranchos para recibir la llegada al niño Jesús. Porque en el barrio tenían mala memoria y siempre había fiesta pasara lo que pasara.
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Ce sont mes histoires!
Short StorySiempre me han molestado esas historias que tienen títulos ostentosos en otros idiomas cuando están escritas en español. Es que, autores del mundo, qué se creen ustedes. También me molesta la gente incoherente con su vida, la que dice que no le gus...