Los días antes de navidad la actividad en Londres excede los límites acostumbrados. Se ve a las personas amontonándose como rebaños de ovejas por las aceras en una y otra dirección, más apresurados que en cualquier otra época del año. En el ambiente hay una creciente alegría, pues las calles abundan de familias y parejas sonrientes. Así, desde la oscura esquina de un callejón, les observa con furia un hombre.
No es eso algo en lo que nadie se detenga a reparar; o quizá al hacerlo, aprenden a ignorarlo hasta considerarle un elemento más en el paisaje. El ser humano, por naturaleza, es cobarde. Cobarde por no darle la cara a toda la mierda que hasta en lo más profundo le ha carcomido y por tratar de taparla con un escenario de materialismo barato. ¿Se sienten mejor regalándole una moneda al niño harapiento que no tiene una madre? O mejor, ¿es acaso altruista tirarle los restos de comida a un perro callejero que al día siguiente algún carro habrá atropellado? Cada cosa que hacen les asegura un falso bienestar que sólo una criatura así de pérfida puede obtener ante tal egoísmo.
No merecen bondad aquellos ruines e hipócritas y, aun así, le desfilan con sus enfermizas sonrisas, como en una especie de burla sardónica. ¿Es acaso el diablo mismo el que hace acto de presencia en cada una de esas caras alegres? Todas las cosas que ellos muestran, le son arrebatadas a él.
Como aquello que se sabe temido, el atardecer llega con más rapidez de la esperada; la claridad que aportan los rayos de sol que traspasan el denso cielo va desapareciendo para dar paso a la oscuridad nocturna. Las luces de los faros se encienden, una capa de neblina envuelve las calles y al poco tiempo no queda ya ninguna tienda abierta. Todos se han marchado para resguardarse en el calor de su hogar; pero ya el hombre se encuentra en el suyo: una caja de cartón al lado de un basurero conforma todo lo que alguna vez ha conocido por ese nombre.
El frío invierno se filtra a través de sus raídos ropajes y le recorre todo el cuerpo; pues aunque el odio contenido puede calentar su alma, en ese momento se estremece sin ser consciente. Sus oídos apenas escuchan un lamento tenebroso producido por el viento, mientras que los ojos se le entornan hacia los lados, tratando de percibir alguna silueta. Es inútil, hasta su misma sombra es tragada por aquella noche sin estrellas. En su subconsciente comprende lo que ocurrirá mucho antes de que así sea y le da tan igual que llega a asustarlo por un momento.
Cierra los ojos, sabiendo que aunque los mantenga abiertos, no va a poder ver nada y deja que su mente vague por pensamientos reconfortantes. Entonces, una pequeña llama se enciende y consume la profunda negrura en la que se ha hundido, no sabe si es producto de su imaginación; pues se halla en un limbo transitorio hacia la inconsciencia. Siente el calor de las brasas llegando hasta al último rincón de su cuerpo, como una esperanza que aun en la penumbra brilla.
El fuego crece y las calles de Londres son devoradas por las llamas. No hay lugar alguno en el que esconderse. Las personas salen de sus hogares profiriendo gritos desgarradores, mientras las llamas les aniquilan la existencia de manera lenta y dolorosa. No hay otra forma de que ocurra. Deben redimirse ante él, que observa todo desde su esquina del callejón.
La excitación le recorre al ver que todo es reducido a las cenizas. No quedará nadie, no podrán sobrevivir a su ira. Su carcajada, una burla demencial, resuena por sobre los chillidos aterrorizados. El ardor los atraviesa y deja al descubierto sus verdaderas naturalezas bestiales, despojadas de la perfección sobre la cual cultivan sus egos.
La imagen se evapora en el aire casi al mismo instante en que ha aparecido. Es una lástima que no dure para siempre; la única alegría que ha llegado a ese hombre ha sido aquel efímero momento.
¿Qué sentido tiene su existencia allí? Puede que sea un castigo, quizá una expiación injusta. ¿Acaso es posible que en una vida el sufrimiento no deje de habitar nunca? En la mayoría de las historias hay algún momento en el que la felicidad se hace presente, mas en la de él nunca lo estuvo. Esas preguntas que jamás han rondado en su cabeza hacen eco ahora, junto a la propia consciencia de que la cordura que tanto le ha aferrado a seguir luchando se va desvaneciendo.
Con el cuerpo apoyado sobre la pared de ladrillos, espera su final. Se ha acostumbrado a sentir cómo el impasible y glacial clima corroe sus huesos y traspasa las barreras de lo que es posible soportar. Todas sus extremidades están entumecidas, no tiene certeza de que de quererlo se logre mover del lugar en el que se encuentra.
En algún momento de la noche, el fuego vuelve a sus sueños. Y esa vez no desaparece, porque ya no hay tiempo para despertar. Una sonrisa curva los labios del cuerpo que yace inerte. De una manera extraña, el final ha acabado siendo feliz.
A la mañana siguiente, las personas salen de sus casas como cualquier otro día antes de navidad. Nada ha cambiado. O por lo menos, nada que altere sus vidas de una manera perceptible ha ocurrido aquella noche. La muerte del hombre es un hecho que a nadie le interesa. Pudiese quedarse en ese mismo callejón si una mujer que vive en una de las casas de la cuadra no decidiera ir a botar la basura allí.
No es algo que le haga siquiera inmutarse; pero decide alertar a la policía. Quizá pasa por su mente la idea de que aquel ser merece una sepultura digna, o puede que no desee tener que soportar el pútrido olor que exhalan los cuerpos en descomposición. Los oficiales llegan unas horas más tarde y, como es de suponerse, el caso del cadáver resulta intrascendente e indigno de investigación. Un marginado, paria de la sociedad, amanece muerto.
Sus restos son enterrados en una fosa común; ese tipo de lugares para aquellos que no merecen ser recordados o siquiera poseedores de un nombre. Nadie se molesta en darle paz a su alma ni tampoco de incluirle en un certificado de defunción. Es como si nunca hubiese existido para el mundo.
El día más frío de Londres, en el mismo diciembre de cada año, hay un habitante menos en ese planeta, pero no parece importar.
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Ce sont mes histoires!
Short StorySiempre me han molestado esas historias que tienen títulos ostentosos en otros idiomas cuando están escritas en español. Es que, autores del mundo, qué se creen ustedes. También me molesta la gente incoherente con su vida, la que dice que no le gus...