No podía ser una casualidad el haberlo visto merodeando por la pequeña tienda comercial. Ambos estaban en el mismo lugar, en el mismo estante, buscando quizá el mismo producto. Pero había algo que le limitaba a acercarse: El desconocimiento absoluto del castaño. Fue frustrante y a la vez doloroso. Él jamás dejó de soñar con aquellos ojos oscuros, en cambio, el contrario no lo reconoció en esos 3 segundos que sus miradas se encontraron. Lo supo por la sonrisa torpe que le mostró, la cual no implicaba más que cortesía. Pronto tomó el envase de miel y se alejó de él, como lo hizo hace 10 años. ¿Podía ser tan cruel, acaso? ¿Lo olvidó así como uno olvida sus tenis viejos? ¿La fraternidad que solía demostrarle no era más que conveniencia disfrazada? Suspiró casi rendido, a punto de romperse en pedazos.
Su esencia lo siguió toda su vida, pero eso no fue recíproco. Él lo había olvidado.
Corrió hasta donde ahora estaba el muchacho de cabellos claros, tomándolo fuerte del brazo y jalándolo lejos de ese lugar que fue la escenificación misma de la decepción. No le importó armar un espectáculo, ni tampoco los ojos de la gente puestos en ellos. Lo que de verdad le importaba era esto, este encuentro que estuvo a punto de ser fugaz pero que él mismo no le permitió ser así. Estando afuera, frente a frente con el chico de piel pálida y con su mano aún enredada en el brazo adverso fue suficiente para él. Sonrió de manera estúpida, sintiendo cómo su interior estallaba en emociones. Tal vez exageraba, pero entonces ¿Cómo le llamaría a eso que sentía en el pecho?
Como esperó, el castaño frente a él no hizo nada más que mirarlo, como si él fuera un completo lunático. No se soltó del agarre, pero sus ojos suplicaban que lo hiciera, le estaba lastimando. Y a él le lastimaba su indiferencia.
— No pienses en nada, no digas ni una sola palabra. Solo sonríe conmigo.
Susurró cuidando cada palabra que salía de sus labios. La reacción del contrario demostró lo asustado que estaba. No dijo nada, no alejó su mirada del más bajo, no huyó en busca de refugio. No sonrió. Estaba confundido y al mismo tiempo apenado. Quería ayudar al chico de ojos tristes, pero no encontraba forma de hacerlo.
— Todavía no puedo creerlo; todavía esto parece como si hubiera sido un sueño.
Volvió a hablar y esta vez sintió cómo sus ojos comenzaban a humedecerse. No quería llorar, sin embargo, no podía evitarlo. Tragó saliva y quizá el orgullo también.
— No intentes desaparecer. Tengo miedo de que si suelto tu brazo volarás lejos, te romperás. — Y dijo lo que su corazón ya no podía soportar. — Sé que no eres el culpable de lo que sucedió, pero te aseguro que sí eres culpable de esto. Eres culpable por haberme olvidado, Taehyung. — Añadió, antes de desvanecer sus dedos a lo largo del brazo que estaba sujetando. Taehyung, al escuchar su nombre, sintió que una torre dentro de él se derrumbaba. Una corriente de quién sabe qué recorrió su espina dorsal y estuvo a punto de desplomarse en el suelo, pero la esperanza lo mantuvo firme, porque por fin sus recuerdos despertaron y el nombre que había evitado tantos años le pertenecía a quien él tachó de loco.
— ¿Jun-Jungkook?
¿Qué era la lluvia? ¿Qué era el espacio? ¿Qué era el oxígeno en ese momento? Dime, ¿Qué eran esos 10 años? ¿Importaron? ¿Sirvieron? ¿Vivieron? El mirarse y sentirse fue lo único que recogieron de esa década que estuvieron distanciados. El destinó jugó e hirió sus almas. Pero el destino los volvió a juntar y ellos estaban tan agradecidos por ese corto tiempo que valió más que los años dejados atrás. Porque solo necesitaban esos minutos para ser felices. Porque solo necesitaban esos minutos para entender que sus vidas no significaban nada si no se tenían el uno con el otro. Su vida había sido una farsa, una farsa que encontró la manera de desviarse a este encuentro inesperado.
— Ya no tenemos que escapar más.
— Lo siento. —Desvió la mirada a un punto donde no fuera capaz de ver los ojos del menor— Ya es tarde, Jungkook.