Mis amigos dicen que soy muy sugestionable; creo que tienen razón. Como argumento, aducen un pequeño episodio que me ocurrió el jueves pasado.
Esa mañana yo estaba leyendo un libro de terror, y, aunque era pleno día, me sugestioné. La sugestión me infundió la idea de que en la cocina había un feroz asesino; y este feroz asesino, esgrimiendo un enorme puñal, aguardaba que yo entrase en la cocina para abalanzarse sobre mí y clavarme el cuchillo en la espalda. De modo que, pese a que estaba sentado frente a la puerta de la cocina y a que nadie podría haber entrado en ella sin que lo hubiera visto, y a que, aparte de aquella puerta, la cocina carecía de otro acceso, estaba enteramente convencido de que el asesino acechaba tras la puerta cerrada. Esto me preocupaba, pues se acercaba la hora del almuerzo y sería imprescindible que yo entrase en la cocina. Entonces sonó el timbre.
-¡Entre! -grité sin levantarme-. Está sin llave.
Entró al edificio, con dos o tres cartas.
-Se me durmió la pierna -dije-, ¿no podría ir a la cocina y traerme un vaso de agua?
El portero dijo, «Cómo no», y abrió la puerta de la cocina y entró. Oí un grito de dolor y el ruido de un cuerpo caer que, al caer, arrastraba tras de sí platos y botellas. Entonces salté de mi silla, me armé de valor y corrí a la cocina. El portero, con medio cuerpo sobre la mesa y un enorme puñal clavado en su espalda, yacía muerto.
Ahora, ya tranquilizado, pude comprobar que, desde luego, en la cocina no había ningún asesino. Se trataba, como era lógico, de un caso de mera sugestión...