"Las cosas buenas no deberían cambiar nunca"...
Aún recuerdo estas palabras que mi abuelo me decía cuando yo era sólo un
niño y me sentaba al calor de la chimenea a escuchar sus historias.
A menudo solía hablarme de todas las travesuras que hacía a mi edad, de la
casa del árbol que tenía detrás de su casa, de aquella vez en la que lo sacaron
a la pizarra y todos le aplaudieron... Entre otras cosas. Pero siempre tenía un
huequito de la conversación reservado a su amado vino. Al decirlo, no podía
ocultar el brillo en sus ojos, el cual veía el que lo escuchaba, comparable
sólo con las veces en las que hablaba de una muchacha.
Perdonad mi descortesía, mi nombre es Marcos López y mi abuelo se llamaba
Santiago, don Santiago López Villanueva. Vengo de una familia de
terratenientes de un pequeño pueblo llamado Los Santos de Maimona,
del que guardo muy buenos recuerdos.
Aquí, en Barcelona, todo es diferente, ya no huele a vino por toda la casa, ni
los racimos de uvas se abren paso a través de la parra que cuelga de la
uralita allá por agosto.
Hoy la nostalgia de aquellos días se ha apoderado de mí y no he podido evitar
recordarlos...
-¡Abuelo, abuelo, abuelo!- grité eufórico-. ¡Venga vamos, enciende la candela y
desayunemos juntos!
Ese era uno de esos días en los que mientras a todos los niños de mi edad les
fastidiaba el hecho de lloviera, a mí me encantaba.
Mi abuelo se iba a la cocina y me hacía un cola cao muy caliente y unas tosta-
das de caldillo para los dos, mientras que yo le echaba papel a la candela para
ir alimentando el fuego.
Siempre le preguntaba de qué tema íbamos a hablar y aquella vez me habló
de la vendimia, la época más bonita de su trabajo.
-Hoy te contaré algo nuevo-me dijo, y siguió hablando durante un buen rato-.
Antigüamente la vendimia era diferente a como lo es ahora. Para empezar, la
vid se plantaba con un sarmiento que se enterraba en la tierra y al tiempo
nacía, hasta que llegó una nueva enfermedad llamada "filosera" y esto se dejó
de hacer. Desde ese momento hasta el día de hoy se plantan plantas ameri-
canas.
Me acuerdo cuando mi padre y mi abuelo, que en gloria estén, me llevaban
temprano a vendimiar con ellos en un carro con una mula allá por el mes de
Octubre, para coger las uvas más maduras.
-¿Y no te dejaban montar en el tractor, abuelo?- pregunté curioso.
-En aquellos tiempos un carro tirado por una mula era lo único que teníamos,