Capítulo XXVIII: Vacío detrás de una sonrisa

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    «Este no es un amor superfluo, deforme, impreciso y desconfiable. No es el que le tuve desgraciadamente a Ei o a John. Esos amores humanos hieren tanto... El amor que siento por Nanashi es como el que sentiría por un padre.»

    ―Y yo por una hija ―agregó él, uniéndose sin permiso a sus pensamientos, acomodándola en su regazo como a un bebé que está en mala postura.

    Junko abrió sus estropeados ojos para captar y absorber la belleza del hombre que la había rescatado. Quiso explicar, bajo sus prejuicios y culturas, la razón de ese atractivo. Trató de ser imparcial y realista, muy segura de no estar actuando con intenciones de juzgar o señalar, sino de entender la naturaleza de Nanashi. Depositó su escudriño en los ojos de su salvador: medianos, con pestañas largas y gruesas; cafés. Nada emocionantes en el color o forma. No es que fueran feos; eran comunes. Pero, a diferencia de los de Ariasu o los suyos propios, no llamaban la atención en primera estancia. «No son vistosos, pero son los ojos más amorosos, sinceros, relajados, poderosos y perfectos que haya visto.» Detalló el cabello, y se encontró con que tampoco era especialmente liso, ordenado, brillante o suave. Al principio quiso tocarlo, pero no podía moverse ―además, estaba muy descansada en esa posición―. Reflexionó en la nariz, y aquí se sintió un poco mal consigo misma. «No debo ser tan perfeccionista». La nariz se alejaba de la línea de las narices bonitas y se situaba por allá en las grandes o “de brujo”. Junko negó con la cabeza y no evitó reprocharse esta idea, pero luego se consoló y alegró con su resumen final, producto de un pensamiento lógico y afectuoso:

   «Aunque tuviera ojos con estrabismo, nariz del tamaño de una papa o del pico de un tucán, labios abombados y agrietados o tez repleta de granos cuales pasas, seguiría siendo hermoso. La ausencia de perfección física en su persona demuestra lo hermoso que es y se atreve, incluso, de comprobar el auténtico significado de la sana belleza: aquella que destella como diamante en el interior y dispara rayos al exterior, armonizando la relación de alma y el cuerpo.»

   Se animó a recordar la primera impresión que se llevó de él. Pasillos de casilleros de varios colores. Entró en una de las miles de puertas. Profundizó en sus recuerdos y descubrió que, al verlo, respiro profundo y sintió una estrella fugaz en el pecho.

   El sentimiento de culpa que representaba alejarse de él la golpeó la sacudió. ¿Por qué lo había rechazado? ¿Por qué, incluso, lo echó de su mundo de ensueño? Lo sacó, lo desechó, despreció sus palabras.

   Lo alejó tanto…

    ―Nanashi ―comenzó a decir―, yo te quiero pedir perdón una vez más. Esta vez porque me alejé de ti. Quiero decir… te alejé. Me preguntaste si…, si yo quería que tú te fueras, ¿recuerdas, cuando peleamos? Bueno, cuando yo peleé ―suspiró―. Nunca te quedaste por las malas. Quiero decir… nunca estuve obligada a oírte. Jamás dijiste «debes estar conmigo obligatoriamente». Es… ―humectó sus labios y no consiguió articular las palabras ni sacarlas para continuar. Se puso muy tensa en el silencio que surgió tras su declaración. Se tranquilizó casi en seguida cuando él le dio un beso en la frente.

    ―Te perdono, Junko. Y veo tu corazón, ¿sabes? Y me conmueve las palabras y sentimientos reales que están ahí y no logras sacar; son muy grandes para ser expresados a través de un trozo de carne astuto llamado lengua y dos puertecillas suaves llamadas labios. Soy sensible, Junko, como tú. Lloré mucho cuando no estuve contigo. Sufrí cuando te pasaron cosas malas; pero sufrí más cuando cediste a la suciedad de este mundo y su gente y comenzaste a hacerlas. Los humanos se contaminan muchísimo más de lo que sale de ellos que de lo que entra. Paradójico.

    ―Sí, los humanos somos un asco.

    Nanashi esbozó una risilla.

    ―Sí, a veces, porque ustedes quieren serlo. Pero nunca hay ninguna camisa lo suficientemente sucia y enlodada que no pueda ser lavada, ¿no es así? Hasta el más malo tiene pizca de amor y necesidad en su interior. Hasta el que ha hecho más daño. Todos tienen un vocecilla que trata de hacerse oír desde muy, muy adentro. Una que clama por volver a casa. Al origen.

Junko, inocencia perdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora