Capítulo XII: Cartas

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    Se hundió en las gélidas aguas marinas, administrando la respiración que el arranque del sueño le dispuso. Emergió a la superficie sin dificultad. El líquido era dulce, como el del pozo de manos. Aquí, en este espacio recién descubierto, el cielo era azul oscuro y hermosas estrellas lo adornaban. La luna se salía de los parámetros desde todo punto de vista: Era gigante, casi rozando con el horizonte de mar y casi curvándose sobre su cabeza. Rutilante, debía de tener luz propia (ya saben… sin el sol la luna no emite luminosidad)

    Suaves oleajes, pero tan fuertes como un potro, las arrimaron a la orilla. ¿Oleajes? Algo más sucedía allí… algo más humano y surrealista…. ¡Las reconoció de inmediato! Eran las manos.

    ¿Qué hacían ellas aquí? Quizás se les podía dar por existentes en todo aquello líquido, o simplemente Junko las asociaba con el agua y sin querer las hacia aparecer. A fin y al cabo, le ayudaban mucho. Y entonces pudo, por fin, tocar tierra, en lugar de estar volando o nadando. Les agradeció con un ademán, ya muy acostumbrada a ellas.

    Por primera vez sentía arena bajo sus pies, una experiencia exquisita. Se inclinó y tomo un montículo. La dejó fluir entre sus dedos… olía a sal, a coral y a pescado. Allí al frente, a unos cuantos metros, estaba construida una pequeña granja. Una cerca de madera de palma delineaba la mediana parcela. Pudo distinguir, gracias a varias antorchas de roble y paja repartidas por el terreno, un establo, un molino, una cabaña de dos plantas (bonita, claramente rural e iluminada en su interior), una pequeñísima casita (debía de ser una especie de baño), un monasterio (o algo parecido) y otro establo, ocultado entre las sombras.

    Buscó un orificio entre la cerca para colarse, pues nada más y nada menos que Sho la llamaba desde el otro lado. El viejito salía graciosamente de la cabaña, bajando por una empinada escalera. No traía la acostumbrada capa, ni tampoco el desaliñado abrigo. No traía nada, salvo una pequeña falda de tela roja con franjas verdes (al estilo escocés) atada a la cintura con toscas cuerdas. Dejaba al descubierto una amplia y peluda panza.

    Caminando hacia ella, de pronto desapareció. Sorprendida, Junko parpadeó varias veces en varias direcciones y se estrujó los ojos. Pero se sorprendió aún más cuando el anciano emergió del suelo, ya de este lado de la valla. Había un agujero allí y un túnel tras él.

    ―Es que, si llegas a tocar un solo tocón de esta cerca, morirás y te harás polvo… por eso se pasa por debajo ―explicó Sho.

    Junko lo miró sin decir palabra, alejándose de la cerca.

   ―Es sólo broma… ―dijo riendo con serenidad―. Ven, entremos y tomemos algún cafecito.

    Ambos se internaron en el túnel subterráneo y pasaron al otro lado. Al salir, Junko contempló detenidamente el lugar. Era realmente melancólico… quizás por la noche y el silencio, siendo el rugir de las olas la única alma sonora. O tal vez por el aspecto humilde y cálido de los precarios edificios. Se giró para contemplar el océano. Le surgió una paz y un sentimiento fresco al verlo bajo el centello de la luna.

    ―¡Frost, no! ―gritó Sho de improviso. Frost era un cangrejo asesino, de un rojo brillante, tan alto como un caballo y con la anchura de un auto pequeño. Terrible. Cualquiera de sus patas podría atravesarte el tórax. Junko huyó hacia la cabaña sin pensárselo.

    Sho corrió hacia él, tomó una de las duras y punzantes patas del animal y la besó sin angustia. Como respuesta, el enorme cangrejo se volcó sobre la arena y dejó que le diera otro beso.

    ―Frost, querida, esta una amiga, se llama Junko… avísale a tus amigos del establo para que no halla mas problemas.

    El cangrejo se marchó y se internó en el establo, causando un oleaje de ruidos; algunos conocidos, otros rarísimos y escalofriantes.

Junko, inocencia perdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora