MARTES 11 DE AGOSTO, 2015.
-Buenos días, cariño.. ¡Feliz cumpleaños!- Dijo mi madre con voz somnolienta, besando mi frente y colocando mi desayuno en la mesa.
Mi madre se llamaba Irene Farjat y tenía treinta y siete años.
Físicamente era completamente diferente a mi; una alta, rubia y corpulenta; con la piel demasiado clara para un mortal, unos somnolientos ojos verdes y unos labios carnosos que resaltaban cada una de sus sonrisas.
Sin embargo, pese a nuestras diferencias, la mayoría de las personas que nos lograban conocer decían que nuestro carácter era muy parecido. Era un poco más inquieta que yo; pero yo la igualaba tanto en simpatía como en bondad. Su compañía era placentera y yo pensaba que era una madre estupenda.
-Hola mamá. ¡Gracias!- dije restregando uno de mis ojos y tomando asiento frente a mi plato.
Mi nombre es Sally Marian Klum Farjat y ese día estaba cumpliendo diez y siete años.
Como ya he dicho, la amabilidad, tranquilidad, simpatía y docilidad me caracterizaban; pero en ese entonces, la felicidad era también una constante en mi vida.
Tenía una estatura de un metro, sesenta centímetros, aproximadamente; y una figura muy delgada. Mi larga y castaña cabellera, caía lacia sobre mis hombros, llegando hacia la mitad de mi espalda. Mi piel era blanca pero no demasiado, mostrando rastros dorados de mis horas al sol; y en ésta resaltaban mis enormes ojos color café, y mis rojizos y delgados labios. Mis curvas no eran muy marcadas; sin embargo, tenía las suficientes como para que con mi tamaño, no me creyeran niña.
Vivía junto a mi madre y mi padre, George Klum, en una pequeña pero muy prolija y cómoda casita, en el campo. Ésta se encontraba en la cima de un cerro, en un terreno lo suficientemente grande como para que mi padre lo pudiese cuidar, sin la ayuda de ningún peón.
Vivíamos con mucha cantidad de animales, tales como perros, conejos, caballos, ovejas, y vacas lecheras. Mi padre se pasaba la mayor parte de su tiempo en la lechería o en las conejeras, mientras que mi madre se dedicaba al pequeño huerto; y yo prefería montar a caballo.
La casa estaba hecha de madera de eucaliptos y el techo era de chapa. Tenía una cocina-comedor, dos habitaciones y un baño. Pero aunque era pequeña, estaba muy linda decorada y la distribución de los objetos la hacía parecer mucho más grande que su tamaño real; lo cual solo mi madre podía lograr si se lo proponía.
Me llevé el tazón de café con leche a los labios y dí un buen trago mientras pensaba alguna actividad para hacer luego de regresar de el liceo. Hoy cumplía diez y siete años y tenía que pensar en algún modo de celebrarlo.
Mi madre se retiró de la cocina con la excusa de tomarse una ducha y yo me quedé observando la habitación de forma inconsciente; mientras acababa mi desayuno.
Las paredes de madera aún brillaban por el reciente barniz que mi madre había dado; y la cortina floreada estaba abierta; dejándome observar el pequeño monte nativo al que siempre visitaba, y dejándome predecir que la mañana estaba muy fresca.
Luego de fregar mi losa, me coloqué una campera bien abrigada, y al salir de la casa, me monté en mi antigua moto; la cual estaba refugiada debajo de un árbol, y me fui a estudiar.
En verano, solía pedirle a mi padre que ensillara a mi yegua, e iba al liceo trotando en ésta; mientras que cuando llovía mucho, aceptaba que el padre de Maicol nos llevase en su camioneta. Éste era muy amable y todos los días se ofrecía a hacerlo. Sin embargo, a mi me gustaba ser un poco más independiente.
Dos años antes, había trabajado y ahorrado todo lo posible; comprándome finalmente, una vieja moto, modelo Iso 150. Mi padre me había ayudado a repararla y con mi madre le habíamos dado una capa de pintura blanca, dejándola muy bonita, al menos a mi parecer.
La moto corría veloz sin importar la cantidad de kilómetros que tenía de historia; y el camino era tan conocido para mí, que pronto llegué al pueblo y me dirigí hacia el liceo.
Así se pasó mi mañana, entre horas de estudio y recreos llenos de abrazos que intentaban transmitirme los mejores deseos de mis amigos, por mi cumpleaños.
A la salida, me desilusiono que mi mejor amiga, Melanie; se negara a hacer tarde de películas conmigo, para festejar, pero aún así me fui sonriente a casa, pensando en sugerirle la idea a mis padres.
El viento había revolcado mi cabello en el viaje y mis mejillas estaban sonrosadas por el frío, para cuando llegué. Me extrañó que mi mamá no me estuviese esperando en el frente de la casa como de costumbre, y pude ver con un poco de esfuerzo que tampoco estaba en el huerto. Me encogí de hombros y me disponía a entrar a casa para merendar, cuando abrí la puerta y quedé tiesa de la sorpresa.
-¡Feliz cumpleaños, Sally!- Gritaron, llenándome de emoción.
La cocina-comedor estaba llena de globos y carteles felicitándome; y sobre la mesada había un enorme y apetitoso pastel.
Mis padres fueron los primeros en estrujarme pero por encima de sus hombros pude ver a Melanie y su familia, a Maicol y su padre; y a muchos otros amigos que tenía en el liceo y en el pueblo.
Las lágrimas brotaban de mis ojos y empapaban mis mejillas. La felicidad era sin duda el sentimiento que abarcaba la totalidad de mi. Tenía todo lo que alguien pudiese desear, y aún más.
Lo malo era, que no sabía, lo poco que me duraría...

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El Cambio: sufrimiento y superación.
Novela JuvenilSally es una joven dulce y cariñosa; que ocupa todo su tiempo acompañando a sus padres en su tranquila vida de campo. La paz reina en su mundo y Sally está conforme con ésta. La rutina es lo común y no hay nada desconocido en ella. Sin embargo, un g...