Capitulo 3

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Veinticuatro horas.

   Eso sí que era tiempo, ya no tenía que sufrir porque el tiempo se me agotase, o por lo menos, no de momento. Tenía muchas preguntas y ansiaba sus respuestas, pero, sin apenas darme cuenta, el guardia que me había cargado las veinticuatro horas, desapareció.

      << Eres un robot >> - me dijo una voz dentro de mí, que supuse que era mi conciencia. ¿Cómo? Un robot? No podía ser... yo, ¿un robot? ¿Y qué sabía mi conciencia, de ser un robot? Bueno, tener un reloj que marca el tiempo que te queda de vida incrustrado en la piel, no es demasiado humano... Quizá sí era un robot... ¿o no? Ai, no lo sabía y lo que era más importante, quería saberlo. Pero encontrar la respuesta no sería fácil, o eso creía.

      De repente, dejé de pensar y me centré en mi vida, fuera o no fuera un robot.

      Veintitrés horas y cincuenta y nueve minutos.

       Ya había desperdiciado un minuto, un minuto que quizás, más tarde, sería importante. Pero lo perdido ya estaba perdido y no se podía recuperar.

      Me fijé en todo lo que me rodeaba: unas paredes altísimas, iguales que las de la habitación anterior, la habitación en la que había estado a punto de conviertirme en una planta y vivir en el bosque hasta el día de la mi muerte. ¿Y qué había tras una muerte? Esta pregunta no sólo me la hacía yo, sino todos los humanos, tal vez incluso, los animales y si yo era un robot, también se la hacían los robots.

    Las paredes eran estrechas y el pasillo estaba poco iluminado, lo que hacía que las paredes tuvieran un color marrón fuerte y negruzco.

   Y ahora, debía tomar una de esas decisiones importantes, quizás no tan importantes si sabías cuál era tu destino, pero sí lo eran cuando no tenías destino, ni misión y no te conoces el lugar, como yo con aquel castillo. Así que era... ¿o derecha, o izquierda? Intuitvamente, elegí la derecha (sin motivo aparente, simplemente instinto): continué recto y giré en cuando se acababa el pasillo donde estaba. Continuando en un pasillo igual, -me atrevería a decir que más negro- y al final de aquel igual pasillo, había una puerta, también negra y pequeña, tenía que bajar la cabeza para entrar.

       Respiré fondo y deseé que el que hubiese dentro no me hiciera arrepentir de haber escogido derecha y no izquierda.

       Abrí, al fin, la puerta y me sorprendí al encontrarme la misma sala que la de un videojuego para Nintendo64, el juego llamado Super Mario 64, del año 1995. ¿Recordáis aquella famosa sala del castillo de la Princess Peach donde había una especie de sol-estrella en medio, con el fondo azul alrededor? Pues era muy parecida a aquella sala, las únicas diferencias eran que yo no llevaba la misma ropa que Mario, ni lo era, me llamaba Jana y tenía un vestido blanco y el pelo medio rubio, medio castaño y rizado me caía por la espalda. No lo llevaba recogido y de color marron en una gorra, como el Mario. Ni siquiera me parecía a su hermano Luigi... Pero no diría eso de Peach, era algo parecido, me faltaba tener todo el cabello rubio, un vestido rosa, un paraguas rosa y Bowser no tardaría en venir a secuestrarme y Mario, a salvarme.

    Olvidé aquellos pensamientos del pasado, en cuando jugaba a los videojuegos... ¿Aquella sala estaba hecha para que recordase y me fuera pasando el tiempo mágicamente?

     Veinticuatro horas y cincuenta y cinco minutos.

     Me quedaba tiempo y de sobra.

     Como el videojuego, había escaleras y puertas... Todas eran iguales, marrones y pequeñas, correspondientes a la altura del Mario, pero yo era más alta y hubiera agradecido de todo corazón que las hubieran construido (si es que estaban construidas y no era una ilusión) más grandes, es que sino, a veces, me creía que estaba en el País de las Maravillas y yo era Alicia. También había una diferencia: en las puertas no había dibujada la estrella amarilla típica del juego con el número del nivel, simplemente, las puertas no tenían ningún dibujo.

       No me gustaba abrir puertas, podías encontrarte cualquier cosa en el interior, como cuando había encontrado guardia. Sí, me había dado un buen susto, pero en aquel caso, me había salvado la vida. Si no me hubiera arriesgado a abrirla, ahora mismo, estaría en el bosque de ese extraño mundo y no precisamente de forma humana.

      ¿Y qué se suponía que tenía que hacer yo en esa sala? Se me ocurririó, en un momento, volver atrás, ir a la izquierda y ver que había allí y entonces, escoger con qué me quedo: derecha o izquierda. Pero había un peligro: quizás la trampa estaba en la izquierda y yo había hecho bien en elegir la derecha. O al revés.

     Pero estaba a la derecha, había escogido y si lo había hecho intuitivamente, por algo sería. Probé de abrir la puerta que había subiendo las escaleras marrones que tenía ante mí. Negativo. No se me abrió. Pensé que, entre estas veinte puertas, que ya quedaban diecinueve, era casi imposible saber cuál era la correcta. ¿Cuál de esas abriría? Tenía máximo de intentos? Tenía tiempo: ahora tenía veintidós cuatro horas y cincuenta minutos. Tiempo suficiente, de momento.

Diez minutosWhere stories live. Discover now