Capítulo 1

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El día que él volvió, un agudo din atravesó como un rayo el aire denso de la casa de Pablo y, acto seguido, quedó suspendido sobre la entrada transformándose en un don triste que suplicaba su atención.

Hacía tres semanas que Pablo a penas veía la luz y dos desde que apenas paraba de llover, de modo que cuando quiso darse cuenta -si es que realmente eso había ocurrido en algún momento- su mundo se había convertido en un pequeño cubo lleno de humo, polvo y una sensación indescriptible de que nada de lo que estaba ocurriendo era real. La nevera estaba vacía, los ceniceros desbordados de filtros apurados hasta la última hebra y Pablo, el Pablo que había querido corresponder a los cantos de libertad que estallaron en el 15M, que había querido representar a la juventud condenada a contratos basura tras años de estudios universitarios y rescatar a la multitud de abuelos de familia que alimentaban con su pensión a hijos y nietos, ese Pablo estaba deshecho y magullado.

El timbre volvió a sonar.

- Pablo -los golpes de un puño izquierdo resonaron contra la puerta- Pablo, por favor. Soy yo, abre.

Cansado de la campaña, los debates, la prensa y el interminable torrente de mentiras que los medios habían hecho caer sobre él y su equipo para boicotearles, ya no le quedaban fuerzas para llevar todo aquello con dignidad. De modo que cuando llegó a su fin el recuento de votos del 20D, dio el discurso pertinente, cogió la puerta y se marchó, hundiéndose en una especie de sueño incierto y perezoso, despojado de todos aquellos ideales que durante toda su vida habían guiado la voz de su conciencia. 

- ¡Pablo!

Pablo salió de su letargo y dirigió la mirada hacia la entrada, deseando que por una vez no se tratara de alguien solicitando una entrevista o algún chaval que, confundido por la radicalidad, había decidido que el mundo iba a arreglarse aporreando su puerta.

- Me voy a arrepentir de esto... -se dijo, mientras se incorporaba en el sofá en el que llevaba horas tumbado.

Cogió el paquete de tabaco que había sobre la mesita de madera que se encontraba frente a él y sacó un cigarro, lo encendió con un mechero perdido entre los dos cojines del sofá y, dando una larga calada, se levantó y avanzó pesadamente hacia la entrada del apartamento.

- Por favor, Pablo...

Al abrir la puerta, la intensa luz de un cielo cubierto de blanco le cegó por unos segundos y una de sus manos se alzó en el aire por acto reflejo para ayudarle a recuperar la vista. Mientras tanto, el visitante, que esperaba inmóvil y expectante sobre el felpudo de la entrada, dejó que sus labios se entreabrieran involuntariamente en un gesto de sorpresa, horror y tristeza cuando la desorientación de Pablo delató entre una nube de humo unas ojeras de días de insomnio, una barba más larga de lo habitual y una melena recogida con torpeza de la que se escapaban mechones largos y lisos que caían a ambos lados de su rostro.

- Dios mío...-susurró- Pablo, joder...

Cuando los ojos de Pablo se hubieron acostumbrado a la luz, encontró ante él una cara íntimamente conocida, que hasta aquel preciso instante jamás había visto sin sonreír con la centelleante esperanza de aquellos hombres fuertes que están convencidos de que pueden cambiar el mundo. Reconocía cada centímetro de su piel, cada cicatriz en sus mejillas, la intensidad del color de su pelo negro como el azabache, la barba que definía con suavidad su mentón y mandíbula, y aquellas largas pestañas. Pero, sobre todo, reconocía la magnitud de su mirada, brillante, vehemente, profundamente lúcida. Y no pudo contenerlo.

- Alberto.





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