Capítulo 2

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El cigarro sujeto entre los labios de Pablo se consumía, dejando tras de sí un cilindro de ceniza que amenazaba con desprenderse de la mecha y caer sobre el mismo felpudo desde el que Alberto le miraba fijamente.

Tras pronunciar el nombre del dueño de aquellos terribles ojos, se había quedado totalmente petrificado sujetando la manilla de la puerta, como si ésta fuera lo único que le impedía convertirse en sal y desperdigarse por el suelo en todas direcciones.

Alberto, envuelto en un abrigo largo de botones y una bufanda oscura, encogió los hombros al sentir una oleada de viento que se acercaba agitando los árboles de la calle. Sus mejillas estaban rojas por el frío y su ropa punteada por diminutas gotitas de agua que brillaban como cristales a la luz del día.

- ¿Puedo pasar?

Con apenas un parpadeo, el pulso de Pablo se disparó de golpe como una alarma, poniendo en marcha de nuevo la sangre congelada por todo su cuerpo y haciéndole resucitar del shock inicial. Sin pensarlo, dio un minúsculo paso a un lado.

El moreno frotó las suelas de los zapatos contra el felpudo y volvió a clavar sus ojos en los del otro, reiterando con ellos la pregunta. Pablo le miraba como un animal asustado al que acababan de deslumbrar en medio de la carretera, de modo que Alberto, en silencio y muy despacio, entró por la puerta rodeándole sin llegar a tocarlo, envuelto por un halo de dulce ironía.

Ironía, porque cuando Alberto entraba en la vida de alguien lo hacía como un huracán, con una fuerza tan extraordinaria y poderosa que, sin apenas darte cuenta, empezabas a verle en recuerdos en los que nunca había estado, a reconocerle en el olor del café y a escucharle en todas las emisoras de la radio, como si siempre hubiera habitado en ellos. Su risa y sus gestos te sobrevolaban como una bandada de pájaros que no podías evitar mirar con asombro y, de repente, un día te despertabas y su recuerdo estaba impregnado en tu alma como el vaho en los cristales.
Sin embargo, él no parecía darse la más mínima cuenta de nada y, frente a todo aquel movimiento frenético que desataba en los rincones más íntimos del corazón, caminaba con pies de plomo al rededor de la gente, sin tocar, sin levantar la voz, sin ensuciar el suelo con el barro de los zapatos. Y, joder, si él supiera...

Joder, si tú supieras...

Pablo cerró la puerta con un nudo en la garganta dándole la espalda a su visitante y, recuperando el cigarro entre sus dedos temblorosos, una punzada de dolor abrió una pequeña herida en uno de sus labios al despegar el filtro que había terminado por adherirse a ellos. El sobresalto y un ligero sabor metálico le devolvieron entonces a la realidad, aquella en la que había estado viviendo durante las últimas semanas y que en ese preciso instante Alberto había comenzado a recorrer con la mirada.

El salón, pequeño y en penumbra, había sido prácticamente la única habitación que Pablo había pisado en bastante tiempo, y se hacía evidente. La ventana del cuarto estaba tapada por unas cortinas marrones que a penas dejaban entrar una finísima franja de luz blanca. Ésta incidía sobre la mesita de madera del centro del salón, iluminando una línea borrosa y deformada que surcaba el paquete de tabaco que se encontraba sobre ella. En el sofá, un montículo de mantas caían en forma de cascada hasta el suelo; en el suelo, pilas de libros esparcidos erráticamente formaban una pequeña muralla. Y frente a todo esto, en la pared opuesta, un gran mueble de madera con todos y cada uno de los estantes vacíos servía como soporte a un cable de antena de televisión desconectado.

Alberto, con las manos metidas en los bolsillos, se giró de nuevo hacia Pablo, que encogió los hombros al sentir cómo empequeñecía ante aquella mirada llena de preguntas.
Durante las semanas que precedieron al recuento, a penas había sido consciente de nada. El autoaislamiento y los libros desperdigados por el salón habían conseguido anestesiarle y finalmente desconectarle de un juego que le había arrebatado demasiada energía; pero para cuando las tensiones se habían aliviado en su interior, su cuerpo no solo había dejado de reaccionar a los nervios, sino también a alertas tan básicas como dormir o comer, y su mente se había quedado enquistada en aquel salón lúgubre y tóxico.
Sin embargo, allí mismo y en el preciso instante en que fue plenamente consciente de la presencia de Alberto en aquella habitación, de que su respiración, sus ojos y toda una estructura de huesos y músculos lo mantenían en pie ante él, una descarga eléctrica lo sacudió de arriba abajo. Y maldita la hora, porque mientras el cigarro se desprendía de sus dedos y se precipitaba desintegrando la ceniza en miles de partículas de polvo en el camino, Pablo sintió cómo aquella descarga lo fulminaba y se desplomó contra el suelo.



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⏰ Última actualización: Jun 23, 2016 ⏰

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