Capítulo único

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Érase una vez un gentilhombre que se casó en segundas nupcias con una mujer, la más altanera y orgullosa de todas. Tenían dos hijas que se le parecían en todo, y él a la vez tenía una hija también. La había llamado Aidan, en honor a la energía que ella tenía. No obstante, ella también se parecía a su madre; había heredado de ella su dulzura y su bondad, a pesar de ser bastante distraída.

Pero eso no era lo único que había heredado Aidan. La mujer que le había concebido la vida también le había otorgado el poder de construir autómatas, a partir de las brasas del fuego y otros elementos que dependían para darle forma al animal. Muy pocas mujeres poseían ese poder; sólo se había pasado desde su madre hacia ella, y por eso lo atesoraba.

Sus hermanas y su malvada madrastra conocían la existencia de ese poder, y lo envidiaban de tal manera que le tenían prohibido a Aidan utilizarlo. Siempre la enviaban a hacer tareas del hogar; ella se ocupaba de lavar los platos, barrer el suelo, regar las plantas del jardín, pero nunca la dejaban acercarse al fuego.

Lo que esas mujeres no sabían era que además de tener esa capacidad, la jovencita tenía también un hada madrina que la ayudaba en lo que ellas le pedían. Las hermanas ni siquiera podían distinguir entre ella y Aidan, por lo que el hada la reemplazaba en su labor mientras ella trabajaba en el ático; allí tenía todas sus creaciones hechas a partir de las brasas.

El hada madrina se encargaba de darle su comida, sus materiales, todo lo que fuera necesario para que ella nunca bajara de allí. Y sobre la ropa, prefería usar los overoles viejos de su padre. Los únicos abrigos que tenía eran mantillas usadas que él le había dado junto con varios pares de medias largas. No sabía que las mujeres debían usar faldas, ya que había pasado toda su vida en su buhardilla.

Aidan había creado diferentes animales en toda su experiencia cuando descubrió su capacidad: primero comenzó con un pequeño picaflor, el cual tenía un ala rota, luego siguió un ratón, y así creando una fauna enorme y silenciosa en su ático. Incluso teniendo todos esos animales en su posesión, Aidan aún no estaba satisfecha.

Sus animales preferidos eran las aves. Siempre había querido ser libre como ellas, y por ello quería crear la más majestuosa de todas ellas. Era un día de invierno cuando decidió que ya era hora de crear un ave fénix.

Muy a su pesar, este era uno de los animales más complicados de crear. Necesitaba materiales especiales para crearlos, y ella había planeado ya cómo obtenerlos. Cuando su hada madrina llegó a entregarle la comida, ella le preguntó si solicitaba algo más.

–¿Puedo pedirte un pequeño favor, querida madrina? –preguntó Aidan.

–¿Qué sucede, Aidan? –preguntó ella en respuesta, acercándose a la joven.

–Quería pedirte que me trajeras algunas cosas de fuera de la casa –respondió–. ¿Podrías conseguirme cenizas de fresno, brasas de dos troncos, y plumas rojas? Es urgente.

–No tengo problema en hacerlo, pero ¿por qué no lo haces tú? –inquirió el hada, curiosa.

–Ya sabes lo chismosas que son las personas de la ciudad, si me vieran fuera irían enseguida a contarle a mis hermanastras y no quiero que se enteren que estoy trabajando y a la vez en la ciudad –contestó la joven–. Tú podrías conseguírmelas cuando vayas por las compras.

–Entendido –asintió ella. Salió rápidamente del ático, y al día siguiente ya le había traído las tres cosas a Aidan. Ella le agradeció, y comenzó con su proyecto de crear el autómata de un ave fénix.

Le había tomado más esfuerzo del esperado, pero por fin había logrado terminarlo. Sobre su escritorio, hecho un bollito de plumas y chispas, descansaba su primer fénix. La práctica le había ayudado a que ese pájaro fuera creado bien, y no que acabara sin pico ni patitas como había hecho con algunos. El pichón solo dormía, acurrucado contra una pila de cenizas en silencio.

Fuego y cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora