El mensajero

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Era un claro día de primavera en los bajos bosques de Oestyr en pleno año 659 de la Tercera Era. Los resquicios de nieve, que aún hacían de la tundra un blanquecino paisaje, se iban derritiendo poco a poco convirtiéndose en pequeños charcos de agua fría que aun resistía al bajo sol del norte.

Paisaje extranjero para aquel hombre montado a caballo que se dirigía desde tierras lejanas a Brunhom, una pequeña aldea a las faldas de las montañas de Oestyr.

El forastero portaba una toga de color amarillento, un turbante rojo y un pañuelo que le cubría la cara, llevaba una cimitarra enfundada y un arco de trabajada madera en su espalda, algo que no les extrañó a los habitantes del pueblo al que llegó aquel hombre de piel oscura, ya que acostumbraban a verlos como el en aquellas tierras fronterizas en misiones de diplomacia o de humildes tratados comerciales.

El jinete del desierto se posó en medio de la aldea, un asentamiento con no más de cinco cabañas de muros de piedra y tejados de paja seca, los habitantes emergieron de sus hogares al notar la presencia del visitante, entre ellos el jefe de la aldea.

—¿Es usted Elvor?—Preguntó el extranjero sosteniendo un pergamino sellado con la mano derecha.

—¿Que requerís?—Respondió el viejo caudillo tras asentir.

—He cabalgado desde las llanuras de Milidia para ofreceros este acuerdo firmado por el mismísimo príncipe Amyad

El jefe de la aldea se acercó lentamente al mensajero, extrañado, cogió el pergamino y lo observó atentamente, leyéndolo, mientras su hija se posaba a un lado aferrándose a su capa y mirando con curiosidad al hombre del desierto. Tras unos momentos, Elvor, indignado, cerró el pergamino.

—No puedo aceptar este injusto tratado, lo siento.— Sentenció mientras devolvía el pergamino al extranjero con las manos temblorosas.

—¿No quiere replanteárselo, señor?

—Me niego rotundamente, ningún therniano decente aceptaría tal insensatez.

—Bien.— Asintió guardándose el manuscrito. —Esta decisión decepcionará a su majestad.—

Entonces, cuando el mensajero estaba a punto de atizar a su montura para marcharse un anciano de cabello blanco surgió de una chabola trasera con una ballesta cargada, interrumpiéndolo.

—¡Maldito Kruth asqueroso, voy a acabar con tu triste vida!— Gritó apuntándole con el arma.

—¡Grumt, no, no lo hagas, condenado desgraciado!— Ordenó el jefe exaltado.

El ambiente se volvió tenso y turbio.

El mensajero, al ver la amenaza, agarró con rapidez su arco, cargó una flecha y tensó apuntando a la hija del caudillo.

—No me obligues a hacerlo.— Susurró el jinete.

—¡Jodida escoria piel oscura, no vengáis más por estas tierras!— Seguía gritando el anciano.

—No lo hagas, Grumt, vas a hacer que mate a Avy— Dijo Elvor intentando calmar al viejo hombre.

—¡Me importa una soberana mierda tu asquerosa prole, sois unos cobardes y siempre lo seréis!

El senil Grumt estaba dispuesto a disparar, pero cuando se disponía a apretar el gatillo de la ballesta fue empujado por su nieto, lo que hizo que el virote disparado fuera desviado y aún así se clavara en la pierna del extranjero, este, al ser herido, carente de dudas, separó los dedos de la cuerda tensada e hizo que la afilada flecha volara hacia la cabeza de Avy, la hija del caudillo, la cual se desplomó al lado de su padre.

La aldea quedó, durante unos largos segundos, en un pesado silencio mientras todos se observaban desconcertados.

El mensajero arreó a su caballo y salió disparado del pueblo mientras Elvor, con un hacha, caminaba iracundo hacia el anciano de la ballesta mientras daba ordenes.

—¡Matad a ese hijo de puta Kruth!

Las personas armadas del pueblo intentaron perseguir al hombre del desierto, pero este se escabulló entre los matorrales, todo era caos mientras el caudillo arremetía una tras otra vez con el hacha el ahora asesinado Grumt, todo quedó en silencio cuando la cabeza de este fue separada de su cuerpo y Elvor la pisoteaba mientras lloraba.

Tan solo se escuchaba el sollozo del jefe y el eco del galope del jinete extranjero.

De pronto una flecha en llamas pasó silbando entre los expectantes aldeanos, clavándose en el tejado de de una cabaña e incendiándola con una rapidez inconcebible, así una tras otra, haciendo de las humildes casas pasto de las llamas. Los campesinos abandonaron sus armas e intentaron salvar sus hogares con poco éxito, tan poco que ellos fueron los siguientes en morir, algunos quemados y otros victimas de más flechas que salían de los matorrales que rodeaban al pueblo.

Cuando ya quedaban pocos el extranjero salió galopando de la maleza y con su cimitarra asesinó a los casi últimos habitantes de aquel lugar.

Entre las llamas y las cenizas que caían sobre los cadáveres de los recién asesinados aldeanos desmontó el hombre del desierto y caminó cojeando hacia el sentenciado caudillo, el cual lloraba arrodillado en el suelo sosteniendo el cadáver de su hija con los brazos.

Elvor se levantó para morir dignamente y fue decapitado sin piedad por la curva espada del mensajero Kruth, este ahora tenía otra cosa que entregar a parte de un tratado no firmado.

Entonces, tras un corto silbido, el hombre del desierto cayó al suelo con un virote clavado en el cráneo, el nieto de Grumt había disparado con la ballesta de su abuelo a pesar de estar herido, moribundo y arrastrándose entre las llamas y ruinas de su casa.

Años después comenzaría una gran guerra. 



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